“Trabaja para este mundo como si fueras a vivir siempre, y
para el otro mundo como si fueras a morir inmediatamente.”
(Dicho –hadiz– del Profeta Muhammad, la paz y
las bendiciones de Allah sean con él)
Quien duda en
convertir la muerte en un tema para la reflexión y el aprendizaje, no puede
considerarse un hombre o una mujer plenamente.
La muerte es siempre
vivificadora, porque no es más que un paso, un puente entre dos vidas, entre
“la vida de este mundo [que] no es sino el disfrute engañoso de lo que se
acaba” (Corán, 3:185), y la vida perdurable.
Reflexionar sobre la
muerte no supone un rechazo de la vida, al contrario, es una enseñanza rotunda
para conocer su profundidad. Porque todo aquello que nos derrota, nos agobia,
nos hace sufrir, no son cosas de un destino perverso, sino retos contra los que
resistir y luchar. Algo que sólo se puede saber si nos situamos en una
contemplación distinta de la realidad.
Desde esta
perspectiva, la vida es siempre lucha, y la muerte –esa “posibilidad
irrebasable”, según Heidegger– es la proveedora de sentido, porque solo en la
muerte se comprende la vida misma, solo en la posibilidad de la imposibilidad
de todas las demás posibilidades (esto es, la muerte), podemos percatarnos de
la importancia del instante o del acontecimiento que vivimos.
Así pues, quien niega
esta sabiduría está huérfano de sentido, de manera que frente al pavor del
tedio de la vida suela acabar entregándose al promiscuo entretenimiento
ininterrumpido (una vez lograda la “disneyficación” de las ciudades), viviendo
con angustia “el día a día” (expresión, por cierto, que todos los adictos usan para expresar el pacto
que hacen consigo mismos), acumulando experiencias, fracasos y objetos de
consumo fútiles. Por el contrario, quien lucha en esta vida y aspira siempre a
la verdad, a la justicia, a la eternidad de una vida perdurable más allá de
esta vida engañosa, que no es más que un instante efímero, está más cerca de
descubrir las cotas más elevadas de la existencia humana.
“No digáis de los que han muerto luchando en el camino de
Allah que están muertos, porque están vivos aunque no os deis cuenta.” (Corán,
2:154).
Porque somos seres
para la muerte, por tanto sólo podemos interesarnos por nuestro propio existir,
con el propósito de realizar nuestra plena soberanía, nuestra condición de
centro en la existencia. Así pues, quien no reflexione sobre lo que significa
la muerte, no podrá saber jamás lo que es y ante Quién existe. Porque la muerte
supone nuestra derrota y el triunfo de Dios, porque morimos por determinación
Suya.
“Dondequiera que estéis, incluso si estáis en torres fortificadas,
os alcanzará la muerte.” (Corán, 4:78).
Por tanto, querer
exorcizar la muerte como si fuera la culminación de todos los males y
agresiones que sufrimos en esta vida, es evitar enfrentarse con su verdad, y
reconocer finalmente a Dios, el único poder que respalda nuestra existencia.
Dado que el tiempo
mismo es nada, la vida es, por tanto, un don a la nada, y puesto que es un don,
un regalo, uno tiene, por ello mismo, la posibilidad de valorar su grandeza.
Ahora bien, la muerte
es siempre “mi” muerte. Porque, “no experimentamos, en sentido propio, el morir
de los otros, sino que a lo sumo nos limitamos a ˝asistir˝ a él”. Esto es lo
que nos enseñó el filósofo Heidegger, una enseñanza que algunos judíos tratan
de subvertir y torpedear con una manipuladora “sensibilidad ética” surgida tras
el Holocausto, como “respuesta al sufrimiento del otro”, diciéndonos, por el
contrario –con el filósofo Emmanuel Lévinas, al frente, cuya obra es deudora
principalmente de Franz Rosenzweig– que “no se ˝asiste˝ a la muerte del otro,
no, de ningún modo, de ninguna de las maneras. Se “vive” su muerte. La muerte
es la muerte ˝del otro˝.” (1)
Una “sensibilidad
ética” que trata de anteponerse a toda moral, esto es, a cualquier conjunto de
valores, normas, hábitos o actitudes humanas que produzca identidad, porque no
le interesa ni códigos, ni protocolos, ni caminos de vida, tan sólo la situación
del momento que se vive, una experiencia que acaba reduciéndose –según esta
narrativa instaurada desde el Holocausto– a simple “respuesta al sufrimiento
del otro”, instaurando una amplia gama de construcciones victimarias “a la
carta”, de manera que hoy parece ser que los que disfrutan con la autocompasión
y la auto-dramatización son mejor aceptados en sociedad, atribuyéndose incluso
una autoridad moral indiscutible.
“Ese sentimiento de
victimización se convirtió en casi universal, prácticamente todo el mundo
empezó a considerarse víctima de algo, brutal o sutil según el caso”, llegando
al paroxismo de que “la idea de que una víctima es todo aquel que se considera
una víctima ayudó a fomentar ese sentimiento”, como advierte Theodore Dalrymple
(seudónimo del médico y escritor británico Anthony Daniels). (2)
Un culto universal a
la víctima que incluso “cuando la condición de víctima se convierte en un
problema general de la humanidad la verdadera compasión se hace imposible: es
como tratar de untar un millón de barras de pan con diez gramos de
mantequilla”. (3)
Se trata, por tanto,
de reemplazar la autenticidad del propio existir (que lleva implícita la
interiorización del propio morir) por la responsabilidad de la muerte de los
otros, según propuesta de Emmanuel Lévinas: “Uno no puede dejarse reemplazar
respecto a la sustitución como no puede dejarse reemplazar respecto a la
muerte”. Como refiere Alberto Sucasas, especialista en filosofía judía moderna:
“el pensamiento levinasiano anuncia que solo la responsabilidad, hasta la
sustitución, por el otro –sufriente, culpable, mortal–, puede contrarrestar el
señorío de Thánatos [la muerte]. Ese y no otro es el proyecto de una filosofía de posguerra que sabe guardar
memoria de las víctimas del genocidio invocando su tradición perseguida”,
imponiendo incluso “a su lectura un regusto a humo y ceniza”. (4)
Una construcción
ideológica montada en torno al exterminio de los judíos durante la Segunda
Guerra Mundial, y que ha sido una fuente económica para las organizaciones
sionistas, que ha llegado incluso a ser criticada por muchos judíos, tal el
caso de Norman G. Finkelstein (curiosamente, hijo de supervivientes del
Holocausto), autor del magnífico libro “La
industria del Holocausto. (Reflexiones sobre la explotación del sufrimiento
judío)”, donde desmonta la religión holocáustica, ese fenómeno de
propaganda judía utilizado por los lobbys americanos-israelíes para extorsionar
a Europa cantidades indebidas de dinero, en desmedro de los reales
supervivientes. Así pues, si por un lado el Holocausto judío es uno de los
episodios más execrables que ha habido en el siglo XX, totalmente condenable,
por otro lado el hecho de que sea instrumentalizado por diversos grupos de
judíos para extorsionar, además de ser insolentemente disparatado y deleznable,
también debe merecer una condena unánime.
Era fácil que andando
el tiempo –extrapolando la idea de que la conciencia de la historia y la
relación con la acción son indisociables–, esta “filosofía de posguerra” fuera
el principal argumento sobre el que se sustenta todo el “negocio de la pobreza
y servicios sociales”, esto es, toda la industria de la caridad laica o
“solidaridad estilo ONG”. De hecho esta “mitología de la caridad”, orientada
hacia el camino de la alteridad, hunde sus raíces en la filosofía de E. Lévinas
(deudor de F. Rosenzweig), que asienta la primera responsabilidad ética “en el
éxodo de uno mismo confiando plenamente en el otro, no para retornar sobre sí
mismo y sobre la propia casa, sino para abrirse a acoger al otro.” (5)
Una industria de la
“solidaridad estilo ONG”, en la que también participa la iglesia católica y sus
órdenes religiosas con un entramado de fundaciones, instituciones que –bajo la
apariencia de asociaciones civiles– son subvencionadas inexplicablemente con
fondos públicos, siendo la opacidad y la oscuridad financiera una de sus
principales características. Una industria de la caridad, a través de la cual
–como muy bien refiere Armando B. Ginés– “canalizamos nuestras emociones de salón-comedor no teniendo que
comprometernos con ninguna alternativa política crítica con el sistema. Los
pobres y desgraciados de la Tierra nada tienen que ver con el sistema-mundo que
habitamos. Sus calamidades y miserias son de orden natural, inaprensibles a la
voluntad o el entendimiento. Y con la caridad ONG salvamos nuestras
responsabilidades personales y colectivas. De esta forma, el primer mundo,
Occidente, se exonera de culpa, mitiga su mala conciencia y distorsiona la
realidad política doméstica. Donde no hay responsabilidad evidente, nadie es
culpable. Más que conciencias tranquilas, la solidaridad ONG crea conductas
dormidas y dóciles, masas con una capacidad inmediata de sentir emociones a
flor de piel que se olvidan al instante ante otra emoción de distinta
naturaleza que exalte su buen corazón de ciudadano medio de la globalización
rica u opulenta. Todas las emociones ostentan idéntico valor en el escaparate
del consumismo neoliberal. A mayor entrenamiento en discernir emociones
dispares, menor disponibilidad para utilizar la inteligencia comparada y la
razón crítica”. (6)
De ahí que –debido a
esta globalizada “sensibilidad ética” laica, que tiene su origen en la
filosofía grecorromana y en la recepción que de la caridad hizo el
cristianismo, al que se le añadieron los postulados de la religión
holocáustica–, hoy por hoy se impongan los sistemas de caridad ONG y la
mercantilización de los servicios sociales, de manera proporcional al repliegue
de las administraciones públicas, cuando son éstas las que deben luchar por
principio contra la pobreza, con la solidaridad social como concepto guía,
utilizando los servicios públicos, siempre y cuando se eluda su
institucionalización y burocratización
Una “sensibilidad
ética” laica que, en última instancia, acaba desconfiando de las personas
moralmente íntegras (a las que se les acaba acusando incluso de fanáticas),
prefiriendo a las personas que no saben qué deben hacer, que viven de manera
imprevisible, que creen en el mundo como un espacio incierto, que no tienen la
conciencia tranquila, que no creen en la justicia, la verdad o el bien
absolutos, que no creen que haya un camino correcto, y, por tanto, que no creen
en Dios.
Tras esta digresión, y
retomando de nuevo la enseñanza de Heidegger, podemos decir que el ser humano
sabe que va a morir, esta es la posibilidad, va a dejar de ser. Por tanto,
nadie puede morir por mí, la muerte me deja solo. Ahora bien, cuando muero no
dejo de ser, porque no soy una totalidad, sino una posibilidad. La muerte –que
es irrepetible, irreverente, irrebasable– sólo aniquila mi posibilidad de ser.
Así pues, si “tan
pronto como el hombre viene a la vida ya es lo suficientemente viejo para
morir”, como advierte Heidegger, no queda otro camino que –parafraseando al
filósofo alemán– tomar la muerte en mi vida, reconocerlo, y enfrentarme de
lleno, para así librarme de la angustia de la muerte y la mezquindad de la
vida; sólo entonces seré libre para ser yo mismo.
Curiosamente, la gran
meditación sobre la muerte que hizo Heidegger en su obra “Ser y tiempo” coincide con el punto de vista del Islam, en el que
la muerte es una parte más de la vida, un hecho que evidencia la igualdad de
los hombres ante Dios, porque nadie escapa de la muerte. No puede ser negada,
por tanto, como hace la tradición epicúrea reinstalada en el mundo moderno por
filósofos judíos como Spinoza y Wittgenstein, entre otros, por no hablar de los
muchos judíos que tratan de ridiculizar a Heidegger, en particular, y la vida,
la muerte y el más allá, en general, con su habitual insolencia judía (chutzpah), con el propósito de elevar a
los altares cualquier tipo de existencia inauténtica, caracterizada por la
cobardía, trivializando la angustia a través del miedo y el temor.
¿Cómo negar el signo
más evidente y más rotundo de la fragilidad del ser humano? Porque negar que el
hombre es ser para la muerte, es negar la finitud.
Hoy por hoy, se impone
en todas partes la falsa tradición que manifiesta –según el Corán– que “sólo existe esta vida nuestra de aquí,
morimos y vivimos, y no es sino el tiempo lo que acaba con nosotros”, y que
incluso cuando “se les recitan Nuestros signos evidentes su único argumento es
decir: Traednos a nuestros padres si es verdad lo que decís.” (Corán, Sura
de la Arrodillada, 45:24-25). Puras conjeturas sin conocimiento de quienes no
salen de su círculo vicioso, de la estrechez de su mundo falto de autenticidad.
Esta falsa tradición
no cree en la muerte como el umbral natural a otra vida. Un rechazo que
determina el curso de una vida realmente opresora, porque al no tener
conciencia de que hay otro mundo, otra vida, donde Dios nos juzgará por
nuestros actos, por lo que hayamos hecho en esta vida terrenal de ahora, acaba
sumergiéndose en el espacio de la desgracia, la incapacidad, la calamidad, la
desesperación, la angustia.
La muerte es presencia
de Dios. Por eso, de todas las creencias, Islam es la más completa, la más
sofisticada, evidenciando en detalle la aplicación de la justicia divina.
La muerte ya se
encuentra en el comienzo mismo de la vida. Y todo hombre o mujer que se precie
como tal debería suscribir estas palabras: “Mi proyecto de morir es mi oficio”,
como dijo el poeta portugués Daniel Faria (7). Este es el auténtico proyecto
con el que nos debemos levantar todos los días para encarar el tiempo
cotidiano.
No hay escapatoria:
vivir es ir muriendo. Por tanto, aprender a vivir es aprender a morir. Lo cual
no quita que vivamos en plenitud, pero teniendo en cuenta que todas las cosas,
como nosotros, son transitorias, y que incluso nuestros bienes son prestados,
porque no nos llevamos de aquí a la otra vida nada más que lo que hayamos hecho
aquí, esto es, nuestras obras. En Islam se dice –según un dicho (hadiz) del Profeta Muhammad, la paz y
las bendiciones de Allah sean con él– que sólo tres cosas nos seguirán
beneficiando después de muerto: una descendencia digna que reza por nuestra
alma, la caridad que hayamos hecho y que siga beneficiando a los hombres, y el
conocimiento que hayamos impartido a otros hombres, que estos lo apliquen y a
la vez lo sigan transmitiendo.
En este orden de
ideas, hay un acto que no encuentra explicación en ninguna civilización
auténtica: negar la posibilidad de ser enterrado individualmente, sin
desdibujar la identidad del cuerpo en entierros comunes como se suele hacer
desgraciadamente, sea en sepulcros compartidos familiarmente, sea en urnas de
cenizas, esparcidas o enterradas, sea en columbarios de cementerios o en
variopintos no-lugares.
Sin entierro del
cuerpo, esto es, sin un poco de tierra viva que acoja al muerto es imposible
que la memoria se realice. ¿Cómo rememorar la muerte si no se puede visitar
tumba alguna?
Es por esto que la
incineración del cadáver está prohibida en Islam, porque es la tierra su morada
natural, porque “en la tierra se completa el ciclo vital del hombre”.
“De ella [la tierra] os creamos, a ella os devolveremos y de
ella os haremos salir de nuevo”. (Corán, 20:55).
Algo que no contempla
la incineración, impidiendo así el duelo totalmente, por tanto, no permitiendo
que el mundo continúe, dificultando así el esfuerzo que cada uno quiera o deba
hacer por hallar su camino entre los contenidos de su memoria, que siempre es
–aunque arbitraria– personal e intransferible, y que por eso repele objeciones
e intromisiones.
A este respecto, cabe
citar un caso en el que el duelo por una pérdida entra de golpe en la
frivolidad. El caso de una madre anciana que, ante las cenizas de un hijo
muerto dos días antes, decide –en plena etapa de negación de su pérdida, y sin
contar con la opinión de sus otros hijos– que éstas se entierren junto con las
cenizas de su marido, custodiadas en su casa desde hace algunos años. Una
decisión nada ejemplar, porque fue tomada rápidamente frente a cualquier
deliberación, y encima sin que ella llegara a ver el cuerpo inerte de su hijo,
lo que no le permitió asimilar una realidad que estaba negando por dentro.
Porque para poder aceptar una pérdida antes debemos personificarla, de lo
contrario no hay duelo completo.
Lo peor no es que
alguien tenga una decisión tan frívola como ésta, efectuada por impulso
sentimental, sino que todo su entorno inmediato (hijos y nietos) pase por el
aro, esto es, no la cuestione lo más mínimo, conformándose como si fuera una
simple rutina, cuando no puede ser tomada siquiera como una “última voluntad”,
en ningún caso. Es como si los hijos y nietos de esa anciana madre, ya mayores
de edad, todavía se consideraran un preciado y maravilloso préstamo de ésta,
como cuando no podían valerse por sí mismos cuando eran niños, cuando en verdad
ya pertenecen a la vida, al destino y a sus propias familias, y encima no
tienen posibilidad –en muchos casos– de tejer una trayectoria vital coherente a
largo plazo porque van de contrato en contrato. Todos –incapaces de salir de su
“zona de confort”, guiados por una política sin conflictos, inmersos en el
imperio del yo, y aún peor, en la experiencia libre contra las exigencias de la
autoridad, que muchos de ellos suelen ver como tiránicas–, todos cumplen con lo
que la madre les manda, y lo hacen sin saber muy bien por qué lo hacen, guiados
simplemente por impactos emocionales, que conmueven y generan ilusión, en lugar
de guiarse dominando la situación con argumentos coherentes y con rigor.
Una auténtica oda a la
fase de negación colectiva, como –dicho sea de paso– lo fue el anuncio
televisivo del Sorteo de Navidad del año 2016, encargado por Loterías y
Apuestas del Estado a la agencia Leo Burnett y al cineasta Santiago Zannou,
donde –como lúcidamente ha advertido Noel Ceballos– un nieto y un hijo
mantienen una mentira: que a la abuela Carmina –maestra jubilada con signos
evidentes de alzheimer– le haya tocado el Gordo de la lotería el día 21 de
diciembre, mientras veía en la televisión imágenes del sorteo del año anterior,
prolongando la farsa entre amigos y vecinos, quienes se unen con afecto al
juego de seguirle la corriente. “¿Cómo le van a romper el corazón a su
madre/idea romántica de la nación? ¿Cómo le van a contar que la casa está en
llamas y todos vamos a arder entre gritos inhumanos?”. Una euforia que puede
calificarse “como estado del alma, el día de la marmota, y el éxtasis
sociopolítico como única manera de bregar con un mundo que se resquebraja a
nuestro alrededor.” (8)
En fin, prosigamos.
Las únicas religiones que, no solo permiten la cremación, sino que la
prescriben, son el hinduismo y el budismo, porque el cristianismo siempre
reprobó esta práctica, influido por los principios del judaísmo, hasta que el
papa Pablo VI levantó su prohibición en 1963.
Pero aunque la
cremación es una costumbre ajena a las tres religiones del Libro (judaísmo,
cristianismo e Islam), sólo Islam mantiene su prohibición total.
La tradición judía
enseña que los muertos deben ser enterrados lo antes posible, habitualmente al
cabo de veinticuatro horas, pero al hacerse popular la cremación a finales del
siglo XIX, el judaísmo reformista no puso objeciones a ella, confrontándose así
con el judaísmo conservador y ortodoxo.
En cuanto a la Iglesia
Católica –a pesar de reafirmar la preferencia de la sepultura de los cuerpos–,
acabó accediendo finalmente y aceptando la cremación, dada la proliferación y
extensión de esta práctica en el mundo, alegando para ello –para no perder su
cuota de mercado– que la cremación no es contraria a “ninguna verdad natural o
sobrenatural” (sic), ya que “no toca
el alma y no impide a la omnipotencia divina de resucitar el cuerpo y por lo
tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristina sobre la
inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo” (sic), cuando en párrafos siguientes –en clarísima contradicción
(porque la cremación de un cadáver es un anti-signo de la resurrección, puesto
que le quita todo el simbolismo de la inhumación)– alienta continuar con la
sepultura de los fallecidos, ya que “enterrando los cuerpos de los fieles difuntos,
la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne, y pone de relieve la
alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual
el cuerpo comparte la historia”. (9)
Muy propio del
cristianismo moderno: una de cal y otra de arena, como hace desde el Concilio
Vaticano II, adaptándose a las necesidades de cada tiempo. Un objetivo para el
cual acuñaron la palabra “aggiornamento”, favoreciendo el ecumenismo y todos
los postulados laicos. En suma, un comportamiento que se define claramente como
“nadar y guardar la ropa”, aplicado a quien pasa por la vida interviniendo con
astucia para beneficiarse del provecho que produce cada ocasión, sin
arriesgarse.
En resumidas cuentas,
sólo Islam, sin engaños, sin actitudes medias, ni personas no definidas, se
mantiene firme contra el rito pagano de la cremación, cada vez más extendido en
el mundo occidental, no por contagio de prácticas hinduistas y budistas, sino
por ignorancia, miedo a la muerte y, cómo no, por intereses mercantiles de las
empresas funerarias.
Una costumbre esta de
la cremación que se popularizó a finales del siglo XIX, tras presentarse la
primera cámara de cremación (hecha por un tipo llamado Bruno Brunetti) en la
Exposición de Viena de 1873, y que se extendió rápidamente por Inglaterra,
Alemania y Estados Unidos, siendo declarada legal inmediatamente, y
promoviéndose como “una ayuda para la salud pública, y para salvaguardar el
mundo de los vivos”. Un argumento exacto al empleado un siglo antes para
justificar el uso de la guillotina por el Comité Central de Salud Pública al
inicio de la Revolución Francesa, para crear una nueva Francia ideal haciendo
tabla rasa de los principios tradicionales y construyendo una nueva ideología
fanática sobre los conceptos de humanitarismo, idealismo social, laicismo y
amor patriótico a la “República de la Virtud”, promoviendo el culto a la Razón como única religión.
Una costumbre esta de
la cremación, por tanto, que ha sido proporcional a la descomposición de las
ideologías liberales que han ido dominando el mundo moderno, hasta llegar al
extremo más obsceno y demencial de llegar a valorar más, por ejemplo, el
cadáver de un animal tenido como mascota, que por regla general pocos permiten
su incineración, que el de un ser humano. Algo que parece natural si se tiene
en cuenta la vida de marajás que los perros, los gatos y las demás mascotas
tienen, como bien advierte Carlos de Urabá, hasta el punto de deducir que “con
todo el dinero gastado en animales de compañía se podría paliar las necesidades
más prioritarias de los refugiados y desplazados en todo el planeta tierra
durante varios años”, por ejemplo, dándose la paradoja que al mismo tiempo que
“las cuotas de asilo en Europa son deficitarias”, ocurre que “las sociedades
españolas protectoras de animales acogieron 140.000 perros y gatos abandonados
en 2015” (10). No en vano, la “mascotamanía” es un claro ejemplo de los excesos
de una sociedad cada vez más deshumanizada, regida por una gran orgía de
teorías liberacionistas (todas ellas asentadas en el sentimentalismo tóxico),
que se caracteriza por ser –como advierte el filósofo Francis Wolff– “tan
sensible al sufrimiento animal y tan indiferente al sufrimiento humano”.
¿Acaso quemamos las
cosas que amamos? ¿Por qué, entonces, no devolvemos a la tierra el cuerpo de
alguien a quien amábamos, si es, no sólo una demostración de amor, sino una
demostración de respeto por el ciclo de la naturaleza?
Además, si la vida
sólo se manifiesta en sujetos únicos, y cada uno tiene una muerte propia, ¿por
qué entonces celebrar la muerte de manera genérica enterrando en grupo?
Si “cada uno” muere
como “cada uno”, cada muerto debe ser enterrado individualmente, porque cada
muerto es testimonio de su muerte; por tanto, hacerlo en grupo es algo extraño,
porque no permite la muerte de “cada uno”. Y más extraño aún, incluso diríamos
que perverso (por ser un malentendido panteísta, naturalista o nihilista),
enterrar –al mismo tiempo y en el mismo lugar– cenizas de cuerpos de varias
personas fallecidas en fechas distantes, aunque tengan lazos de sangre.
¿Y qué decir de la gente que se muere mal y sufre
innecesariamente en los hospitales, a consecuencia de los arbitrarios “cuidados
paliativos”?. Ya Rilke advirtió esa banalidad de morir en serie en los hospitales:
“ahora se muere en quinientas cincuentas y nueve camas. En serie, naturalmente.
Es evidente que, a causa de una producción tan intensa, cada muerte particular
no queda tan bien acabada, pero esto importa poco. El número es lo que cuenta.
¿Quién concede todavía importancia a una muerte bien acabada? Nadie.” (Los apuntes de Malte Laurids Brigge).
Ante este panorama
realmente siniestro, lo más honorable es no asistir a funeral de ningún
incrédulo, porque no se puede mostrar solidaridad con quienes (tanto él como
sus familiares, también incrédulos) no tienen buenos actos que mostrar en la
otra vida, ya que son recompensados por ellos en esta vida.
Es por esta razón por
la que no está permitido que un musulmán acuda al funeral de un no musulmán,
incluso si es un pariente, porque no está permitido mostrar respeto, honor y
amistad a un incrédulo (kafir), mucho
menos en una iglesia, porque ahí se escucha la negación o el rechazo de Allah (kufr), y se presencia innovación,
todo un enredo de teorías y elucubraciones para, no solo no reconocer, sino
para rechazar al Profeta Muhammad (la paz y las bendiciones de Allah sean con
él).
Dice Allah: “Ya se os Reveló en el Libro que cuando
oyerais los signos de Allah y vierais cómo ellos los negaban y se burlaban, no
os sentarais en su compañía hasta que no hubieran entrado en otra conversación;
pues en verdad que si lo hicierais, seríais iguales que ellos. Es cierto que
Allah reunirá a los hipócritas y a los incrédulos, todos juntos, en Yahannam
[lago de fuego].” (Corán, 4:140)
Y aún más: “No reces nunca por ninguno de ellos que
haya muerto ni permanezcas en pie ante su tumba, ellos renegaron de Allah y de
Su Mensajero y murieron fuera de Su obediencia.” (Corán, 9:84)
El mismo Profeta
Muhammad (la paz y las bendiciones de Allah sean con él), cuando murió su tío
paterno Abu Taalib en estado de kafir
(murió siendo politeísta, concretamente), no asistió al funeral ni al entierro,
dando solo instrucciones a ´Ali (quien era hijo de Abu Taalib) de que lo
enterrara, aún cuando Abu Taalib le había apoyado y defendido.
Allah, a este
respecto, le reveló al Profeta Muhammad (la paz y las bendiciones de Allah sean
con él): “Ciertamente tú no guías a quien
amas sino que Allah guía a quien quiere, y Él sabe mejor quiénes pueden seguir
la guía.” (Corán, 28:56)
Solo en caso de que no
haya otros incrédulos presentes para enterrarlos, está permitido a un musulmán
hacerlo, como hizo el Profeta (la paz y las bendiciones de Allah sean con él)
con los caídos en la batalla de Badr.
Y si finalmente se
asiste por compromiso al funeral de un incrédulo (kafir, que puede ser –según el Corán– tanto un idólatra, un judío o
un cristiano), y se escuchan las declaraciones de un rabino judío o un
sacerdote cristiano, deben detestarse con el corazón.
Porque el Kufr, según Imân al-Gazzâli, es un
“juicio legal” (Hukm Shari´i), no un
juicio de valor, porque lo que hace legítima la espiritualidad es el rigor en
afrontar las exigencias de Allah, y no entregarse a los frutos de la
imaginación o del ego, como hacen todos aquellos que siguen aquellas
religiones, aquellas espiritualidades y aquellas morales que rechazan y niegan
a Allah, y no aceptan al Profeta Muhammad (la paz y las bendiciones de Allah
sean con él), quedando inmersos en maquinaciones y en todo tipo de poses,
elevadas a categoría de ídolos.
No obstante, si bien
el Islam promueve mantener los lazos de sangre y el buen trato con los
parientes, prohíbe a su vez la alianza entre el creyente y el incrédulo. Porque
éste siempre permanece enredado en un laberinto de mentiras y
frustraciones creadas sobre
mentiras y frustraciones, siempre se rige con desconfianza, tiene muchos miedos
y prevenciones, muchos recelos, para poder orientarse sin condiciones en la dirección
de su Creador, sin equívocos ni ambigüedades ni concesiones.
“¡Vosotros que creéis! No toméis por amigos aliados a gente
con la que Allah se ha enojado. Ellos han desesperado de la Última Vida al
igual que los incrédulos no esperan nada con respecto a los que están en las
tumbas” (Corán, 60:13).
¿Qué amistad se puede
tener o qué alianza se puede hacer con quienes no esperan que los que están en
las tumbas vuelvan a la vida, y aún más, no esperan nada de la otra vida?
Sean unos
desapercibidos o unos desmemoriados, y siempre necesiten sentirse buenas
personas (y, por lo tanto, les cueste reconocer sus debilidades), o sean unos
encontradizos con sus contradicciones y sus inconsistencias, los incrédulos
acaban siempre cruzando voces atropelladas y destempladas, esto es, berridos
neurasténicos, algo que cuando ocurre, por ejemplo, en un evento en torno a un
recordatorio de muerte, resulta de lo más lamentable, porque en lugar de ser un
proceso, acaba siendo una sucesión ininterrumpida de intensidades.
En estos casos, el
hecho de que alguien anteponga lo sentimental y el utilitarismo, y cunda su
ejemplo entre los demás incrédulos, es causa de que se destruya lo que no se
entiende, que se embista en definitiva contra la belleza y el pensamiento, y
que acaben agrupándose por los intereses más mezquinos, estallando finalmente
en luchas intestinas, con prácticas cainitas y endogámicas.
Un panorama donde el
juicio, la reflexión, brillan por su ausencia, siendo imposible de que halla
propuestas más allá de lo que ocupa el escenario, inundado completamente por el
sentimentalismo tóxico.
Por eso, no cabe otro
consejo a un incrédulo, esto es, a alguien que idolatra su existencia como si
no fuera a llegar nunca el momento del adiós definitivo, y que no cree, por tanto, en la otra
vida, que decirle: yo no te creo, Allah es grande. Porque no hay más verdad que
Allah, “no hay más dios que Allah” (Lâ
ilâha illâ llâh).
Antonio José Trigo
(Sevilla, 16-12-2017, en el noveno aniversario de la muerte de mi
padre)
NOTAS:
(1).- Joan-Carles
Mélich, “La prosa de la vida. Fragmentos Filosóficos II”, Fragmenta Editorial,
Barcelona 2016, p. 43.
(2).- Theodore
Dalrymple, Sentimentalismo tóxico. Cómo
el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad, Alianza
editorial, Madrid 2016, pp. 143-144.
(3).- ibidem, p. 157.
(4).- Alberto Sucasas,
“La Shoa en Lévinas: un eco inaudible”, Editorial Devenir, Torrejón de la
Calzada, Madrid, 2015, pp.128-129.
(5).- Salvador
Pié-Ninot, “La Teología Fundamental”, Secretariado Trinitario, Salamanca, 2002,
quinta edición, p. 301.
(6).- Armando B. Ginés, “Conformismo low cost. En busca de un relato ideológico y un sujeto político
para el siglo XXI”. Rebelión, https://www.rebelion.org/noticia.php?id=218077
(7).- Daniel Faria, que había nacido el 10 de
abril de 1971 en la localidad de Baltar (Peñafiel, Portugal), y que desde muy
temprana edad sintió la vocación sacerdotal, finalmente murió el 9 de junio de
1999 a la edad temprana de 28 años tras sufrir un accidente doméstico en el
monasterio benedictino de Singeverga, donde se encontraba como novicio tras
ingresar un año antes en la vida monástica como postulante en el monasterio
benedictino de San Bento da Vitória, dejando una breve pero admirable obra
poética.
(8).- Noel Ceballos,
“Ya está aquí el anuncio de lotería de navidad, una bonita oda a la fase de
negación”, Revista GQ, 14-11-2016,
http://www.revistagq.com/noticias/articulos/anuncio-loteria-navidad-2016-fase-de-negacion/24921
(9).- Textos del
documento presentado a finales de octubre de 2016 por la Congregación para la
Doctrina de la Fe, el órgano que custodia la doctrina católica en la Iglesia,
sobre la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas luego de la
cremación.
(10).- Carlos de
Urabá, “Perros humanizados, refugiados animalizados”, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220139