[Con este título provocativo, "¿Por qué huelen las calles a pasillo universitario?", celebré dos conferencias en el Salón de Actos del Pabellón de Uruguay, en Sevilla, los días 7 y 8 de noviembre de 1996, con los temas "La juventud no es una especie biológica" y "ONGs: las charadas ideológicas de la cooperación y la solidaridad". A continuación transcribo el ensayo que sirvió de base para la primera conferencia, el cual era el texto corregido del ensayo "La juventud no es ontología", que apareció en mi libro "La sociedad posmoderna", editado por Claves Latinoamericanas / Instituto Politécnico Nacional, México D. F. , 1992, pp. 170-193. En cuanto al segundo tema, el de las ONGs, lo dejaremos para una posterior entrada en este blog]
El cartel anunciador de las conferencias fue el siguiente:
LA “JUVENTUD” NO ES UNA ESPECIE BIOLÓGICA
“La Universidad está hasta los topes de espíritus a medias, que por un lado
husmean y por el otro intrigan, y, cuando se reúnen, despiden un pestilente olor a establo.
Si consiguen tener la sartén por el mango, pierden, todavía no acostumbrados al poder, todo sentido de la medida. Hasta que al final llega la bota del comisario”
(Ernst Jünger, “Eumeswill”, 1977)
La formación de los “séquitos juveniles”
¿Por qué tanto empeño en hacer de los jóvenes el producto del modelo de sociedad vigente? ¿Por qué proliferan los informes institucionales sobre “inserción profesional y social de los jóvenes en la sociedad”, con lo que ello implica de retorno a los nominalismos escolásticos? ¿Hasta cuándo esa vocación expansiva (paternalista) del Estado de ocuparse de la “patología de la juventud” o, como diría algún avispado sociólogo, de la “fenomenología de la desfachatez inmediata”, como si se tratara de una especie biológica cerrada y aparte?
Obviando el hecho de que ya hubo en EEUU un Partido Internacional de la Juventud allá por los años 60, es fácil darse cuenta cómo los métodos pedagógicos son impuestos hoy por quienes entonces pasaron por la psicodelia, el amor libre y los conciertos en la isla de Wight. Dicho con otras palabras, los que entonces apostaban por la utopía (en las primaveras “revolucionarias” de los años sesenta), desde una Universidad policialmente ocupada, vigilada, ahora dictan leyes y manipulan indicadores para que sus hijos vigilen policialmente el contexto democrático de la Universidad futura, cegándolos con las candilejas de la especulación y los alternos semáforos del crédito y el rédito. ¿No es cierto acaso que los jóvenes –organizados en Coordinadoras Estatales de Asociaciones de Estudiantes–, luchan, protestan contra las tasas académicas o, lo que es lo mismo, contra la agonía de la Universidad, y en la mayoría de los casos lo hacen por delegación –de sus padres, viejos de Mayo del 68?
Esta situación global de acoso en que se encuentran los jóvenes en diversos frentes, debemos tenerla presente para evitar ser víctimas del marco genérico en el que los engloban, marcado por el desempleo, la guerra, el sida, la violencia en las calles, las drogas, la destrucción del medio ambiente y el pesimismo hacia el futuro. ¿Acaso la recesión económica no obliga a muchos jóvenes (bautizados por algún publicitario como la generación de los “Jóvenes Adultos Incompletamente Lanzados”) a refugiarse todavía en el hogar paterno?
El hecho es que los jóvenes –confundidos porque las calles no están empedradas con oro–, persiguen alcanzar un estado de vida vegetativa e impermeable al mundo exterior. Son víctimas de un envejecimiento precoz, provocado por las dos conductas augurales hacia ellos: primero se les desprecia, luego se les adula.
Por todos los medios se intenta hacer de la juventud la edad del hombre que se caracteriza por la negligencia, en definitiva, la edad de la culpa. He aquí la única salida que tuvieron los rabinos de la Escuela de Frankfurt (trasladada tras la Segunda Guerra Mundial al corazón de la “sociedad unidimensional”, esto es, a EEUU), a fin de hacer una última revisión del marxismo, desgarrando la tensión entre lo estático y lo dinámico más allá de lo soportable. La pregunta era muy simple: puesto que el obrero occidental ha perdido su capacidad revolucionaria (bienestar, comodidad, seguridad), ¿en quién apoyarse a la hora de contestar al sistema? Evidentemente en los jóvenes. Se trataba de predicar el levantamiento de la juventud que destruiría de un golpe todo el aparato estatal para así fundar la plataforma de asociaciones cívicas libres. Se dibujaba la imagen, en particular, del joven como el “buen salvaje” deseante, y, en general, de la juventud como catalizador de la rebelión social y su redención en la industria cultural, donde poder liberarse haciendo concesiones –según las tendencias al uso– al hedonismo sibarita, a la perversidad nihilista o al odio vengativo, sin que ninguna configuración social sirviera de obstáculo.
Como observó Ernst Jünger en 1943, a propósito de los hombres con ansias de poder que acaban exponiendo al ser humano al terreno demoníaco, lo primero que hacen es emplear estas palabras-fetiche: “la juventud”, “los jóvenes”, porque «de lo que se trata es más bien de invocar la unión, peculiar de la juventud, de ardorosa fuerza de voluntad y escasa fuerza de juicio, unión en la que los provocadores de alborotos intuyen el medio que a ellos les resulta favorable» (1)
Para aquellos pensadores e intelectuales judíos (Adorno, Marcuse, Fromm, etc.), el joven –como antaño el obrero o el campesino–, era el hombre verdadero, porque no está preso en las cadenas de la división del trabajo y de la propiedad privada. La juventud fue –para estos revisionistas marxistas– el nuevo “agente histórico”, aprovechando gran parte de la energía crítica y cínica de todo joven, ya «prevista –como dice Konrad Lorenz– en la programación filogenética del comportamiento social humano» (2), dado que la rebelión de los jóvenes no es un fenómeno sociológico exclusivo del siglo XX, sino una pulsión innata en el hombre que coincide con la pubertad. Como observa Max Scheler, «no es maravilla, por tanto, que en todos los tiempos la “joven generación” haya de sostener una difícil lucha con el resentimiento de la vieja» (3). Dicho de otro modo, la situación de la “generación vieja” frente a la “joven” se carga generalmente con el peligro del resentimiento, en cuanto hace uso del motivo fundamental de la tradición filosófica que se remonta a Kant y Hegel, muy arraigada en el proceso educativo, a saber: el “sentido creador de la negación” que se materializa en la algarabía reivindicativa, el “No” sistemático, la protesta, la reacción a todo, etc., y que queda siempre reducido a cifras, convirtiéndose en un juego de cálculos entre los jóvenes (estudiantes) y las instituciones (inquisiciones).
No obstante, fijémonos –como advierte Shayj Abdalqadir as-Sufi al-Murabit– en el motor principal del resentimiento: «En primer lugar: lo reactivo se autodefine por encima y en contra de lo activo. Segundo: lo reactivo resiste e invierte el equilibrio de las fuerzas mediante la proyección de la imagen reactiva. Por último, las fuerzas reactivas se presentan como superiores» (4).
De esta manera, inoculando el nihilismo destructivo en los jóvenes, éstos se encargan de echar abajo normas que siempre han prevalecido como virtudes cardinales: la capacidad de sacrificio, la alegría en el riesgo, la nobleza de alma, la fuerza vital, el espíritu de conquista, la indiferencia hacia los bienes económicos, la fidelidad a la familia, al pueblo y a los hombres con conocimiento y con autoridad, la aptitud para dominar y regir, la humildad, etc. Los jóvenes, por el contrario, se convierten ahora, con aparente inconsciencia, en seres siniestros, homofóbicos. La mirada afilada y la actitud entre arisca y cómplice. Se les obliga a saltar de un mundo oscuro, en el que las expresiones pesimistas, el color negro en la indumentaria y el desencanto como pose son las normas, a un mundo luminoso, en el que las expresiones transmiten una alegría de vivir llena de dobles sentidos. Esto es, del nihilismo más recalcitrante se les obliga a pasar al optimismo más pueril. Los resultados son evidentes: rostros aniñados, formas de vestir desaliñadas, imagen sexual ambigua. Hombres jóvenes, dóciles, pacíficos, inconformistas, nada convencionales, nada respetuosos con ninguna autoridad. Mujeres jóvenes, lánguidas, inocentes, menudas, sin una belleza evidente, anoréxicas. Todos empeñados en contar (y según el caso, en cantar) sus infancias turbulentas, sus angustias.
Respecto a la indumentaria negra y gris, ya Baudelaire dijo que era el símbolo de un “perpetuo duelo” en el ciudadano del siglo XIX: «¿No es el traje necesario a nuestra época doliente y que lleva sobre sus hombros negros y flacos el símbolo de un perpetuo duelo? Advirtamos que el traje negro y la levita tienen no solamente su belleza política, que es la expresión de la igualdad universal, sino que tienen además su belleza poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso desfile de sepultureros, sepultureros políticos, sepultureros enamorados, sepultureros burgueses. Todos celebramos un entierro. La librea uniforme de la desolación atestigua la igualdad» (5).
Sin duda, se trata de criar un nuevo tipo humano. Jünger llegó a analizar cómo incluso «en toda suerte de instrucción dirigida notamos enseguida que la intervención de reglas y prescripciones fijas e impersonales tiene su decantación en el endurecimiento del rostro». Así, por ejemplo: «lo que en el mundo liberal se entendía por “buen” rostro era propiamente el rostro fino, nervioso, móvil, cambiante, abierto a las influencias e incitaciones más variadas”; en cambio, «el rostro disciplinado es, por el contrario, un rostro cerrado; mira a un punto fijo y es unilateral, objetivo, rígido» (6).
Ciertamente, la cultura judeocristiana una vez más ha encubierto la verdad. Han aprovechado esa pulsión innata del “joven” o, lo que es lo mismo, de quien está en quebranto de destierro de su sociedad, para anularlo, para neutralizar sus virtudes innatas, tales como el valor, el espíritu de sacrificio y la generosidad desmedida. Porque el “joven” es quien abandona todo al Creador: su persona, su familia, sus bienes. En el Corán, el término “joven” es aplicado solamente a propósito del Profeta Ibrahim –Corán, XXI, 60–, de los durmientes de la caverna –Corán, XVIII, 10-13– y de un “servidor” –Corán, XII, 36–, insistiendo en que es tal (“joven”) porque abandona la forma de adoración de una gente que no cree en Allah y niega la Última Vida. El “joven” auténtico, entonces, es aquel que no asocia nada con el Creador, el Único, el Dominante, y que se marcha lejos de un modelo de sociedad que sólo promete un mercado de ídolos.
Sin embargo, las causas de este encubrimiento que hace la cultura judeocristiana respecto al reconocimiento del ser humano en Dios, podemos encontrarlas en el penetrante análisis de Max Scheler a propósito del resentimiento como raíz de «la idea y movimiento de la moderna filantropía universal», esto es, del “humanitarismo”. En primer término, Scheler observa cómo esta idea del “humanitarismo” nace como «protesta contra el amor de Dios», por cuanto el amor, en lugar de dirigirse «a lo divino en el hombre», lo hace «al hombre como hombre», como «ser que tiene la faz humana» (7). Por tanto, «la humanidad no es el objeto inmediato de ese amor, sino que es meramente un pretexto esgrimido contra el objeto odiado. Esta filantropía es, en primer lugar, la expresión de una reprimida repulsa frente a Dios. Es la manifestación de un odio reprimido contra Dios» (8).
En este sentido, la “modernidad” se ha basado en el presupuesto de la autonomía “humana” y sobre el “riesgo” intelectual de pensar de manera independiente respecto a las formas de una religión revelada, según el espíritu de la Ilustración y sus tendencias fundamentales: el individualismo, el inmanentismo y el racionalismo. Desde entonces, cada grupo social produce sus valores y hace valer sus “sistemas de significado” en un laberinto de espejos inextricable. Y todo por no centrarse en un único conjunto de valores. Este proceso (llamado “secularización”) es universal, y consiste en la disociación del hombre del depósito tradicional de toda religión revelada, sumiéndolo, en consecuencia, en el miedo a la libertad, en el desamparo más absoluto. Es como si la identidad del hombre se disolviera y se convirtiera en una convención gramatical (“yo soy yo porque hay un pronombre yo; tú eres tú porque hay un pronombre tú”). De ahí que haga lo que haga sólo puede partir de una posición de derrota ante la imposibilidad de saborear la unidad de Dios y, cómo no, ante el reconocimiento de esa imposibilidad.
La conductas humanas, en este sentido, no pueden ser más que fruto de una promiscuidad entre unos y otros. Así, por ejemplo, la traición no es importante, porque como no se cree en la identidad. La situación viene a ser la siguiente: “Uno se da cuenta de que no sólo no se siente traicionado sino que desea más al traidor al verlo junto al tercero desde el conocimiento de que éste se ha asociado con el traidor y al hacerlo nada más ha contribuido a revelársele en su maravillosa multiplicidad”. Se impone, pues, la intemperie de lo promiscuo en el espacio urbano.
Y en esta tensión, sólo puede crecer el drama de un lenguaje fracturado, esto es, un lenguaje de orfandad, ya que se produce desligado del amparo de los modelos religiosos revelados y de la manera de reconciliar el lugar del hombre en el universo. De eso se trata, de desamparar el lugar del hombre en el mundo, colocándolo en la anchura de una realidad múltiple indomesticable, donde sólo la derrota convoca el anhelo de otro espacio: el de la solidaridad con los excluidos, con los humillados, con los marginados, etc. De ahí que se falsifiquen de manera lenta y silenciosa los valores, las virtudes y los conceptos morales, a fin de situar al hombre en las coordenadas plurales y pluralistas de un mundo sin centro, donde sólo la presencia de los pobres, las víctimas, los expoliados como la interpelación moral radical (según la doctrina judeocristiana), hace posible que la existencia sea justa.
Una vez más, nos guiamos de las acertadas características de la “moral” moderna, según Max Scheler, la cual «funda todo valor solamente en la propia fuerza del individuo, aislada y limitada», «sin conexión interna con el universo, con el origen biológico, con la historia y, por último, con Dios». En primer lugar, Scheler destaca un aspecto fundamental de la moral moderna: «el valor de lo hecho y adquirido por uno mismo», que excluye, por resentimiento, cualquier “dote” original, cualquier “don de la naturaleza” y, cómo no, cualquier “don de la gracia”. Esta actitud, por tanto, conlleva, con arreglo al mecanismo del resentimiento descrito por Scheler, una valoración negativa de los hombres de conocimiento, esto es, de los hombres con grandes cualidades y atributos. «Así se acalla la secreta sed de venganza que siente el mal nacido contra el dotado de una naturaleza superior» (9).
Sin embargo, obviando la tradición judeocristiana al respecto, y valorando este fundamento a la luz del Islam, diremos que esta actitud moderna de aprehender los valores descansa en el no reconocimiento de que el poder y la fuerza vienen gracias al Creador («No hay poder ni fuerza sino por Allah»). La función del Islam, por tanto, como última religión revelada a los hombres, es, en esta situación, la de anticipar y hacer presentes las responsabilidades individuales y el “Camino Recto” en las decisiones, tanto políticas como sociales o económicas, basadas en el reconocimiento y en la creencia de un sólo Dios.
Pues bien, los judíos y los cristianos, tergiversando los valores propios del “joven” (como el valor jubiloso, el espíritu de sacrificio y la generosidad desmedida), y haciendo de la juventud el “agente histórico”, han conseguido imponer en casi todo el mundo la estética de vivir y disfrutar, según el alcance social de una democracia consensualista, en una ordenación completamente ecuménica y altruísta (10). Pero entendámoslo bien: un tipo de ordenación que habla de un planeta en el que todo se fecunda y se interrelaciona y en el que, precisamente por eso, no tienen cabida las verdades imperiosas. Por tanto, sólo cabe toparse con una realidad política polarizada entre la insurrección mojigata de “lo políticamente correcto” y la admisión del “hacer lo que venga en gana”. Y dado que nadie emigra sin prometerse un mundo nuevo (ya se sabe, tras toda migración hay una promisión), el modelo cultural moderno sólo promete el mercado de consumo universal, donde todas las relaciones entre las personas se transforman en relaciones utilitarias mercantilizadas. La disciplina educativa para ello pasa por experimentar directamente las terapias de todo tipo (bioenergética, jogging, hipnotismo Esalen, terapia de Reich, “nueva concienciación”, “pensamiento positivo”, etc.) que a cualquier desalmado de turno se le ocurran a última hora.
Un mercado de consumo universal que se basa, pues –como observa Shayj Abdalqadir as-Sufi al-Murabit–, en que la «libertad que tiene el adolescente occidental para ignorar todas las normas sociales de cortesía y moralidad en su conducta sexual y cívica, «libre» de vivir en una fantasía soñada de figuras de Disneylandia y de practicar continuamente distintos modelos de juegos, deportivos y de imaginación, está basada en una economía de robo-de-recursos de Africa, Suramérica y Extremo Oriente, mediante el método mágico del control por el sistema de deuda creado por el sistema monetario con el dólar como moneda arquetípica» (11).
Al llegar a este punto plantéase un aspecto general, tan importante para comprender la utilización indebida de los jóvenes, que no podemos pasarlo por alto. Se refiere a la constitución de la “juventud”, no como un verdadero espacio social, sino como un espacio al margen. De ahí la insistencia en esa verborrea “pedagogizante” y “moralizante”, polarizada en consejos y actitudes paternalistas (lo que siempre sale a relucir), sobre el mundo de los jóvenes, más bien sobre el concepto (harto constreñido) de “juventud”, con el que se quiere hacer esa especie de autopsia de los jóvenes, definiéndola, fotografiándola, analizándola, clasificándola, manteniéndola, como muy bien advirtió Theodor Roszak, como «una especie de limbo, simple prolongación de una infancia ya muy prolongada», como algo que no tiene base, no es sólido, que carece de dimensión real.
Con el futuro cancelado y todos los valores en suspensión, sólo cabe acatar una cultura de drogas aceleradoras mezcladas con drogas anestésicas reforzadas con drogas risueñas. Parece como si la única forma de demostrar la existencia del “joven” sea muriendo, a fuerza de alcaloides, polvos, hierbas, zumos variados de papaveráceas. ¿Cómo salir sino de los propios límites, demostrar la existencia del “ser-joven”? – insisten.
En esta estética que se impone de individualismo autosuficiente, ¿no hay mayor estoicismo? La máxima estoica es muy simple: puesto que naces para morir, pon algo importante entre tú y la muerte. Vive peligrosamente, y si puedes, muere trágicamente.
Con estos fundamentos, la juventud es ahora un bloque, un monolito, casi una especie biológica. Ya no se pueden tener veinte años sin aparecer inmediatamente como el portavoz de su generación. “Nosotros, los jóvenes...” Los compañeros atentos y los padres enternecidos, los instintos de sondeo y el mundo del consumo procuran conjuntamente la perpetuación de este conformismo.
Sin embargo, los jóvenes se sienten tanto menos propensos a trascender su grupo de edad (una especie de “bio-clase”) en la medida en que todas las prácticas maduras inician, para ponerse a su alcance, una falsificación de los valores. Entre otras consecuencias, la más viable, de dicha actitud que habla de la “juventud” como si se tratara de una “clase”, es que se acaba por educar en el apremio, al pretender que los jóvenes sean equilibrados y profundos antes de tiempo, pretensión que deja ver bien clara la puerilidad de quienes no ven en los jóvenes sino defectos, en cuanto distinguen, como algo que no tiene interés propio, la condición “joven” de la condición “adulta”. De esta manera, se impone una educación abierta, fluida, multidireccional, con multitud de significaciones, y, por tanto, con una dispersión de objetivos, de intenciones, las cuales se muestran –según esta lógica gazmoña– mucho más válidas para liberar al individuo de rigideces y dogmatismos. Al menos, ésta es la realidad política e intelectual que funciona y que es totalmente aceptada, como lo demuestra el fomento del asociacionismo juvenil, la creación de centros culturales juveniles autogestionados, la sociedad educativa, el cooperativismo juvenil, las publicaciones y creaciones juveniles de todo tipo.
Es cierto, incluso, que existe entre los políticos la tendencia a un acercamiento a los fenómenos de “juventud”, en una tentativa de rejuvenecer el pensamiento político, entroncando con lo que sería la fuente de la juventud. En este sentido, se promulgan campañas como la que insta a “trabajar en la administración (porque) es ser joven”, lo cual no es más que una forma más de demagogia asentada en una valoración resentida respecto al antiguo régimen de la función pública, caracterizado por su viejo funcionarado. Porque a nadie se le va a ocurrir decir que el cambio más importante que el joven puede hacer es cambiar la forma de mirar el mundo, porque, claro, cambiar el ángulo fundamental de visión significaría que todo cambiaría: las prioridades, valores, juicios, objetivos. Pero, ¿qué les queda por respetar a los hijos, cuando la imagen del padre es, por lo general, ridícula y anormal?
En todo caso, la gran preocupación es la “juventud”. Pero, ¿qué es lo que quieren saber de ella que parece tan difícil de responder? Los estudios y las encuestas, en su mayoría, son sobre la “juventud”, a la cual le ponen toda clase de marbetes. Ello demuestra, una vez más, la convicción del poder establecido (a través de sus instituciones) de convertir a la “juventud” en muralla insalvable, en ámbito restringido, en “generación bloqueada”, de manera que en lugar de pensar en las formas de traspasarla, busca razones para legitimarla. En este punto, el paro, la falta de perspectivas, la marginación, se analizan como efectos de una sociedad incapaz de ofrecer a la “juventud” suficientes oportunidades para su integración. ¿Cinismo institucional? ¿Contrasentido? Mucho nos tememos que es algo más profundo porque, llevado al último extremo, pareciera que hasta el derecho a la existencia y a la vida es negado teórica y prácticamente. Porque, parafraseando a Max Scheler, ¿acaso la vida misma del hombre no se está justificando exclusivamente por el provecho que pueda producir a la sociedad, como si su pura existencia misma debiera ser “merecida”? Así, «quien no pueda ajustarse al mecanismo de la civilización utilitaria y a la “necesidad” de trabajo humano que haya en cada momento, ése “debe” sucumbir, cualesquiera que sean los valores vitales que represente». A este respecto, la consideración última de la vida, en su pura expresión, no puede representar más que «un lastre y un lujo malo, una especie de “atavismo”, residuo de antiguas facultades de movimiento y de acción, que fueron útiles antaño» (12).
Gracias a Dios, no todos los jóvenes caen en el precipicio social. Naturalmente, cada joven es una perspectiva y un mundo diferente, como individuo que contiene virtualmente todas las posibilidades de la especie, y es más, todas las posibilidades del universo. No sabemos, pues, en qué son más falibles, más maleables, los jóvenes que los adultos. El caso es que las cosas para todo el mundo son reales y tienen su propia dimensión. Vamos, que cada quien hace lo que puede dentro de las limitaciones que Dios le ha dado. Claro, que parece ser más rentable el considerar a la “juventud” como una enfermedad que se cura con los años. De esta manera, se supravalora esa necesidad de acción, de movimiento, que tienen los jóvenes. Se despierta el ansia de vivirlo todo rápidamente, de vivir con locura, de acumular todas las experiencias para obtener aquello que parece que falta, en un juego sin fronteras, pues ya tendrán tiempo de acabar acomodándose a la normalidad burocrática, de caer en la red de protección que las ideologías “democráticas” les tienden, donde poder, en suma, soñar el irreal de sí mismos; ya tendrán tiempo, en suma, de llegar –tras una prolongada juventud perdida en toda clase de exhibicionismos– en ser gente razonable, si no quieren quedarse en comediantes acabados, en un mundo al margen, como dijo Jünger a propósito de unos jóvenes trotamundos vistos en la Piazza di Spagna de Roma en 1968).
Es muy favorable a estos propósitos, una estrategia que moviliza a los jóvenes más sinceros y activos para que salgan a la luz y a continuación se les corta las alas o, lo que resulta más siniestro, se proyecta por todos los medios a jóvenes que públicamente se cortan sus propias alas, vamos que se autoinmolan, que prefieren suicidarse políticamente a tolerarse.
Podemos citar a este respecto la promoción de la Secretaria General del Sindicato de Estudiantes, Bárbara Areal, quien con 27 años, tras definirse como marxista recalcitrante, manififestó en primer lugar que «los jóvenes llevamos ahora mucha frustración a cuestas, mucho descontento», para decir a continuación, en un alarde de afán burgués de seguridad total, que vive todavía con sus padres «porque (su) novio es cartero y gana cien mil pesetas», describiendo finalmente su futuro de tal guisa: «Terminaré mi carrera, buscaré luego un trabajo de profesora y... me afiliaré a un sindicato, claro» ¿Se puede dar tanto por menos? Constatamos una vez más lo que le ocurre a todo marxista o, lo que es lo mismo, a todo resentido: que sus hechos contradicen a sus conceptos, que sus pensamientos contradicen a sus acciones. ¿Entonces? ¿Por qué se insiste tanto en este tipo de autoinmolaciones públicas? Porque la discrepancia no reduce la marcha de los hechos, pero sí aumenta la consciencia de la enajenación. De eso se trata: de discrepar para que aumente la mala conciencia, el resentimiento.
De tal manera que aun cuando los jóvenes rechazan el control del cuerpo social constituido, lo único que hacen es consolidarlo. De controlados, pasan a ser controladores. Imitan, pues, en su forma, a la sociedad que no quieren para sí mismos. Se trata, finalmente, de dejarlos que se frustren en la maraña de sus ilusiones fomentadas e injustificadas, porque el sistema de productividad se abastece precisamente de hombres frustrados. De hecho, los deseos insatisfechos, los amores imposibles o no correspondidos, son –aunque resulte paradójico– los que motivan para tener éxito, concentrarse en el trabajo, hacer dinero. Es un hecho –como nos advierte Scheler– que «el instinto de conservación, el instinto sexual, la envidia, la ambición y la vanidad, promueven el «bienestar» y su desarrollo mucho más aún que el amor» (13).
Exorcizan en la “juventud” la falta de iniciativa de los adultos, para quienes la vida se resuelve a menudo en acritud, amargura, desengaño o triste resignación. Que si la “juventud” no sabe lo que quiere, no sabe lo que busca. Que si está desorientada. ¡Ah, cuántas veces la misma fanfarria de “la experiencia”, de la falta de experiencia, oculta el juego errante y sin proyecto alguno de los que se presuponen con experiencia! En resumidas cuentas, exculpan en la “juventud”, el aburrimiento, la acritud, la amargura, la triste resignación, los desengaños (auténticas pulsiones de muerte), de ellos mismos como “hombres usados” (según expresión unamuniana), y que, aunque, en realidad existan, son casi siempre reflejos de ambiciones y ansias insatisfechas, de descontentos gratuitos, de ganas de llamar la atención, de idealismo pueril, porque toda queja es, por aparente contrasentido, un signo de vitalidad y de alegría. He aquí el otro resorte que se utiliza y explota, a fin de que arraigue aún más el “sentido creador de la negación” del que hablábamos más arriba, esto es, para que arraigue la algarabía reivindicativa, el “No” sistemático, la protesta, la reacción a todo
¿Escepticismo? Si la “juventud” es escéptica, debido al resultado de sus relaciones con los adultos, es ya un aviso para éstos de que aquella está confusa. Pero, en verdad, sólo está confusa en la medida en que los adultos están confusos, mudos, desentendidos, insensibles a lo que les sucede, no a los jóvenes, sino a ellos mismos.
Se promueve por todos los medios que los jóvenes pasen, maten el tiempo lo más pronto posible, para tener todos esos años de experiencia que se les exigen, y así poder entrar de pleno en ese gran globo de la sociedad –reducida a la urbanización y a las comodidades– que, por poco que observemos, está hinchado con aires de decadencia dignificada. No nos extraña ver, a este respecto, a multitudes de jóvenes melindrosos y despectivos, marcados por una postura de frialdad, aburrimiento y menosprecio respecto a lo más íntimo de la vida, quienes, al comprobar que se les escapan las razones de vivir o descubrir que no se han tenido nunca, «no se vierten en obras por temor al fracaso», como diría Unamuno.
Abundan, en consecuencia, toda clase de paraísos perdidos, a fin de que los jóvenes puedan refugiarse de las miserias y de las contradicciones presentes, pues ya tendrán tiempo de ocupar puestos “a perpetuidad”, aspirar a grandes méritos, concesiones, etc., dentro del mecanismo depredador de la “codicia de prestigio.”
Pero la realidad es otra. Vemos cómo los jóvenes, en su mayoría, en lugar de ilusión o ganas de enfrentarse al mundo, han sido engañados, han sido conducidos a verse en un terraplén insuperable hecho de falta de trabajo, de carestía de la vida, de soledades e inseguridades, con signos de desasosiego por todo lugar. Desde este trono, los jóvenes amedrentados, ¿qué pueden hacer sino implorar imágenes de ídolos? Mientras tanto, los adultos buscan respuestas en artículos estadísticos, encuestas etc., y encubren la verdad. Porque se trata, en definitiva, de fomentar por todos los medios los héroes pasivos, anclados en la desidia y en una aceptación fatalista del orden establecido o, si se prefiere, los anti-héroes que no aceptan, que no creen en nada, luego no pueden luchar por nada. Dicho con otras palabras, no pueden luchar por nada que no sea ellos mismos. De hecho, una gran parte de los jóvenes de hoy, debido a la presión social, han dejado de luchar por algo, y se limitan a oponerse a todo, oficiando la ambigüedad, cubriéndose los flancos con un tono neurótico, desencantado, guasón y melancólico, de lunático humor, a fin de ocultar con la mera rebeldía, con el simple hecho de negarse a aceptar, la pérdida de todos sus puntos de apoyo. Entonces, ¿cómo luchar, cómo ejercitar una voluntad que “se ha muerto”?
La sociedad actual, pues, se encuentra en la transición de la etapa en que los adultos tratan desesperadamente de guiarse unos a otros, porque los valores de sus mayores se han revelado ineficaces, a la etapa en la que los adultos buscan en los jóvenes las claves de su propio incierto futuro, lo cual se deja sentir en el plano de un nuevo estilo de vida, en el ámbito de preferencias o gustos artísticos-culturales, en los límites de un ritmo de vida familiar diferente y también en un renovado planteamiento del empleo del tiempo libre. Todo ello se debe a que el “factor juvenil” se ha transformado en la sociedad actual en un “humanismo de masas” que engloba todas las diferentes capas de la sociedad. Índices sintomáticos evidentes no dejan lugar a dudas: gran cantidad de música moderna; asociacionismo juvenil informal o dirigido; prensa, revistas de carácter exclusivamente juvenil; etc... Cultura que se masifica y que llega por igual a jóvenes y a adultos en una nivelación estupefaciente. El resultado es una idolatría de los valores juveniles sin parangón en la historia. En tales condiciones, se produce una fatiga crónica psicosocial que provoca, por un lado, la “juvenilización” de los adultos y, por otro, la prematura “vejez” de los jóvenes, tal y como prueban los nuevos planes de mercadotecnia bancaria, según los cuales se promueve que el joven tenga mentalidad de pensionista.
En resumidas cuentas, los rentistas del “hecho juvenil” que lanzan a los jóvenes una mirada despreciativa, ¿qué pueden legarles si no la detestable colgadura del aburrimiento, la irritación, la indiferencia y la desconfianza?
EL PROCESO EDUCATIVO AL SERVICIO DE LA HEGEMONÍA DEL MERCADO
“La actividad educativa está esquematizada. Lo que sale de las escuelas
y las universidades es un material que ha sido modelado de una manera
muy uniforme. La prensa, los grandes medios de diversión y de información,
el deporte y la técnica prosiguen ese modelado”
(Ernst Jünger, “El Trabajador”, 1932)
El proceso educativo, ¿enseña realmente a pensar o abruma con exceso de información? El proceso educativo, ¿no es el residuo y la deformación de una enseñanza iniciática que se ha corrompido por prácticas suplementarias mal dirigidas y mal comprendidas? ¿No es cierto, acaso –como dice Shayj Abdalqadir as-Sufi al-Murabit–, que «el sistema de Educación Superior no es ya capaz de equiparar a nadie con un conocimiento adecuado acerca del conflicto entre paides y “poder”, asegurando de este modo una ingenuidad permanente acerca de la naturaleza de las realidades políticas» (14)? Por estas razones, la UNESCO, el Club de Roma y otras instituciones mundialistas de cuño cultural, organizan utopías culturales a fin de establecer conexiones entre educación y cultura, educación y ciudadanía, educación y cohesión social, educación y empleo, educación y desarrollo económico y educación e investigación científica.
Por un lado, la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI, creada por la UNESCO y dirigida por Jacques Delors, trabaja en una ambiciosa reforma de los sistemas educativos que «recalca la importancia de la enseñanza de la historia como instrumento para la paz», a fin de neutralizar tecnológicamente la esfera política de los pueblos como fuente de conflictos. ¿Cómo? Esterilizando las tragedias, las victorias y las derrotas de cada país; moralizando la historia; inyectando en el ciudadano el antibiótico de la convivencia estéril de las culturas, etc. (15).
Y por otro lado, el foro internacional que ampara el Club de Roma trabaja –según dijo su presidente de honor, Ricardo Díez Hochleitner– por «la educación para la tolerancia, junto a la educación para la solidaridad», en suma por una «civilización de lo universal», lo cual requiere un “diálogo cultural desde un talante universalizador, tolerante y democratizador, frente a aquellos planteamientos de afirmación de una identidad cultural que se apoye en consideraciones étnicas», políticas o religiosas (16).
Pero, ¿por qué tanta exageración en la importancia del “aprendizaje” en el desarrollo? La respuesta es fácil: para desterrar la existencia de comportamientos espontáneos o innatos. De ahí que el proceso educativo constituya una interpretación puramente mecanicista de la teoría de la prueba y el error.
Es un hecho: el proceso educativo procede a golpes de Manual-Apuntes, de probabilidades, por tanteo, con tal que los jóvenes se adhieran a metodologías sobreseídas. Se hace de la sociología una religión, estructurándose los esfuerzos discentes en cuanto a su idoneidad para procurar nuevas formas de organización, nuevos cursos de “actualización”, nuevos programas de metodología, de inferencia, estimulantes y atractivos, lo cual justifica que sean perturbadores, causantes de confusiones, y sobre todo, de frustración, porque se instruye en la aspiración de «hacer, conocer y tener más para ser más», a fin de identificarse patéticamente con exterioridades. La educación en este terreno es hipotética. Sus exigencias las plantea valiéndose de la fórmula siguiente: si queréis lograr aquello tenéis que hacer esto. Por tanto, no abarca la totalidad y, en consecuencia, se gana en la creación de “‘demógrafos” supervisores, políticos y legisladores sin escrúpulos, médicos deshumanizados, profesores impotentes, artistas ególatras, vendedores apremiados, comerciantes especuladores y usureros, todos los cuales hacen de la vida algo jugoso y rentable, lo que se pierde en la creación de auténticos hombres.
Surgen numerosas publicaciones sobre la innovación educativa. Papeles, documentos, cifras, presupuestos, reuniones, fiscalizaciones, etc. El concepto y la tesis de la postura educativa ha sido a lo largo del tiempo, alterada tanto intelectual como políticamente, y acumulando un exceso de equipaje tal, que se ha convertido en algo tan pesado que el resultado final es como un barco tan lleno de bagaje intelectual, tan lleno de metodología, y al mismo tiempo con una nula relación con el proceso social, que el barco termina por hundirse.
Por todas partes, pues, se enseña “la juventud” a los jóvenes, en función de unos factores socioculturales que los sumergen en una actitud de rechazo y oposición a los adultos, a fin de desviar sus sentimientos filiales hacia las instituciones educativas. Esta es la sociología que se impone respecto a la configuración juvenil y a su ajuste generacional. Los planes educativos se fijan exclusivamente en la máquina y en la técnica (elementos fáusticos), las cuales se interpretan como Ideología, Tecnoestructura, Desarrollo, antes que los elementos estéticos y lúdicos. Pero ahora, entregados a los brazos de la cibernética como una herramienta clave para el almacenamiento, acceso y movilización del conocimiento, todo el mundo se deja llevar por la marejada de la Utopía y el Futurismo, siendo la informática, la estética y la prospectiva, los pilares del nuevo proyecto educativo. Se trata de plantear, definir, “inventar el futuro”. De esta forma, la “producción” ya no permanece anclada necesariamente en el concepto de “trabajo”, al cual la había condenado Marx y su teoría de la plusvalía, sino que lleva a la utopía de la sociedad estética (extraña mezcla de eficacia y placer, de seudocientificismo y psicoanálisis).
El programa educativo, entonces, contribuye a la simplificación de la enseñanza, según unas materias procesadas, sistematizadas y preservadas que no procuran la autonomía del hombre sino sólo su enajenación ante el excesivo trabajo burocrático (interpretación de las leyes, operaciones contables, organización de archivos, relaciones públicas, consejos escolares, etc.). Se enseña a vivir desde unos “supuestos”, a desear unos “fines”, a disponer de unos “medios”, lo cual excusa de un trabajo continuado, a fin de cubrir, sobre todo, el ámbito económico; con tal que los individuos desconozcan sus respectivas metas y medios, sus capacidades de maniobras, su peculiar posición en el ámbito social, sus cuadros mentales, su verdadera adaptación al medio o su rebeldía frente a él. Por tanto, el programa educativo moderno está hecho para las empresas y para la gestión pública. Dicho con otras palabras, tiene como objetivo básico preparar de una forma específica e interdisciplinar para la incorporación a los diferentes niveles de la administración pública y/o al mercado laboral, cada vez más deshumanizador. Porque para el sistema educativo –parafraseando a Unamuno–, la civilización se reduce a la urbanización y a las comodidades y fuera de esto a ciertas exterioridades del porte y de las maneras (17).
Esta situación engendra, por lo común, el desafuero de supeditar a cuestiones de orden administrativo los asuntos concernientes a determinados ámbitos del pensamiento, de donde el hombre transforma cada parte del paisaje sobre el que construye políticas culturales en algo no-natural e institucionalizado.
En este contexto, cabe observar cómo los técnicos, los profesores, etc., limitan los ámbitos de su pensamiento a la definición burocrática de su disciplina elegida, esto es, circunscriben su radio de pensamiento a los temas técnicos propios de su disciplina, cada quien proceda para su lado, sin capacidad integradora y menos unificadora, y sólo en dichos temas se le concede autoridad.
Efectivamente, tenemos técnicos, profesores, pero están castrados. Son impotentes, están emasculados en el sentido político, porque no pueden tener ninguna influencia sobre el proceso social. Dicho con otras palabras, tienen tanto poder sobre el nexo social como el que tiene el ciudadano común sobre su sociedad cuando la critica mientras ve la televisión.
De tal manera se erige el “dominio técnico” que crece e impera en todos los aspectos de la vida humana, por lo que tiene de “politecnización” de la enseñanza, donde todo ya no depende de todo, dada la proclividad al poder burocrático de quienes se preparan para tareas científicas y culturales.
Este exceso de “dominio técnico” convierte la enseñanza en pobres fórmulas, en pedagogía de programas utilitarios, sofisticados. Incentiva los tópicos, las frases hechas y los lugares comunes, producto todo ello de una vasta perversión pragmática, con tal de crear la ficción según la cual la formación del individuo ofrezca el marco receptivo de la acción científica. He aquí, sin duda, donde se sitúa ese concepto confuso de la “dinámica del saber”, en plena expansión en el despliegue historicista (léase Teatrología, Demagogia, Totalitarismo estético de proyectos utópicos de “revolución cultural”, etc.). Pero el acontecimiento más traumático es el intento de introducir el concepto de la “reforma educativa”, basada en el sometimiento del hombre ante el mandato tiránico de las élites, manteniendo al mismo tiempo un sistema educativo legalista, estructuralista, rígido y burocrático. Ni que decir tiene que la “reforma educativa” en sí misma es una estratagema del sistema burocrático, que sirve para renovarse a sí mismo a base de cambiar su personal y su poder básico, pero sin alterar su carácter.
A los colegios, institutos, universidades, desbordados de alumnos, se les confía la elaboración activa de estructuras sociales. El Estado precisamente los subvenciona para disponer de sus resultados de investigación (taxonomías, repertorios, guías, listas de todo tipo, etc.), de sus consejos, de sus cuadros de élite que perpetúen el sistema, en el cual las ideas y representaciones que gobiernan la conducta humana hacen crisis y, por tanto, las convicciones tórnanse opiniones y los argumentos objecciones.
En este orden, el colegio, el instituto, la universidad, son las cárceles de las convenciones sociales, de los roles asignados, de las mentiras públicas, de las respuestas fáciles, que mantienen al hombre en la infancia espiritual.
En esta sociedad, pues, la enseñanza se desarrolla en detrimento de los vínculos naturales, asumiendo roles reservados a la familia, para poder mantener sus macroestructuras urbanas, militares y económicas. El Estado tiene el control legal y puede dictar medidas de encarcelamiento encubierto: los correccionales. A este respecto, si la sociedad existe justamente para proporcionar a los hombres el sentido de seguridad que la compañía de los semejantes proporciona, ¿por qué resulta verdaderamente triste comprobar que en una sociedad evolucionada y técnica subsista, no ya el miedo indeterminado a lo que pueda ocurrir, sino concretamente el miedo a los otros, el miedo a las personas, es decir, el miedo a aquellos elementos en los cuales se supone habría el hombre de encontrar seguridad? Los ejemplos de este triste sentimiento lo proporcionan las cuotaciones, o recortes, de la literatura periodística de cada día, donde constatamos, igualmente, dicho sea de paso, ese otro absurdo de atribuir el problema de la seguridad frente a una criminalidad a la sociedad misma, a las gentes que pueblan los barrios bajos de las ciudades, en vez de atribuirse a individuos particulares que viven al margen de la sociedad.
No obstante, ya se ha demostrado de manera convincente que las influencias externas o ambientales –sociales, económicas, culturales, familiares, escolares– y hasta educacionales son menos poderosas, inciden menos en el individuo de lo que hasta ahora muchos psicopedagogos habían creído. Cómo explicar, por ejemplo, el hecho de que frente a los mismos estímulos o situaciones veamos que unos reaccionan fácil y rápidamente; otros, en cambio, difícil y torpemente; que unos progresan y aprovechan mucho, otros nada o apenas nada. La cuestión, sin duda, está en saber diferenciar la aptitud de la capacidad. En este punto, la aptitud deviene, pues, disposición natural, congénita, no adquirida. Con la aptitud se nace, la capacidad se adquiere. Y es aquí donde los pedagogos de la “psicología diferencial” sitúan precisamente su perversión, definiendo las aptitudes como idénticas a todas las personas, de donde deducen que las desigualdades, aunque limitadas, no son en general suficientes para originar diferencias de capacidad. De esta manera paradójica, negándose a consolidar el conductismo, lo único que hacen es consolidarlo. Rechazan unos tipos de valor, de fines, de comportamientos orientados, por otros. Cambian de programa, nada más, porque tanto unos como otros piensan y realizan su trabajo educativo en función de ese ente abstracto que es el hombre medio, poniendo de manifiesto la socialización como proceso por el cual el hombre aprende y adopta los modos, ideas, creencias, valores y normas de su cultura particular y las incorpora a su personalidad. Todo coadyuva a esa traición organizada que es el servilismo pedagógico.
Pero, ¿qué decir también de las perturbaciones psicológicas (miedo, frustracción, neurosis, etc.) que la enseñanza moderna produce al sustituir las relaciones personales por las expresiones técnicas despersonalizadas (papeles, fichas, comunicaciones escritas,...)? Todo comienza cuando una vez debilitados y destruidos, incluso, los vínculos biológicos y educativos de los padres con los hijos, el sistema los establece, como sustitución, con las instituciones y autoridades que han asumido esas funciones, como diciendo: la familia es prescindible; la escuela, por el contrario, es imprescindible, porque subviene a todas las necesidades. Además, nuevos entes sociales asumen la defensa de los intereses de los individuos –asociaciones profesionales, sindicatos, etc–, pero lo hacen de modo parcial, es decir, no lo defienden como ser humano, sino en tanto que obrero, médico, abogado,... o ciudadano, dependiendo de la naturaleza de la institución. En este punto, las alusiones a la individualización del aprendizaje sólo se presentan como ejemplos excepcionales en determinados modelos o escuelas, pues lo que ocurre, por el contrario –dada la sobrevaloración de lo normalizado, de la estadística, del test, de los planes y de la programación–, es poner a la gente en un callejón sin salida, sin saber donde poner sus afectos ni cómo realizarse auténticamente como seres humanos. De ahí al suicidio educacional sólo hay un paso. De hecho, el que la decisión-making sea más importante que la decisión, el proceso educativo más importante que el hombre, los resortes del poder más importantes que las facultades de los individuos, prueban lo que decimos. ¿Acaso no puede considerarse como un suicidio la convicción operante de que no hay salida para una posición negativa? Pero lo más trágico de todo es que responda, no a un arrebato momentáneo, sino que sea objeto de fría consideración hasta crear, incluso, una actitud generalizada en la que el dejar de formarse, esto es, el dejar de cumplimentar las tendencias congénitas o adquiridas, se considere tranquilamente como una alternativa entre determinadas situaciones.
Pues bien, si la vida es experiencia –como se suele conjurar–, y ésta vale para cada instante, ¿por qué no puede sobrevenir en cada instante un cambio de fines, justo y válido? El deber del individuo no es el de especializarse, sino el de diferenciar el medio social procurándose, de esta forma, un entorno más abundante de interiorización. Debe consistir, en todo caso, en sacar a luz el hombre esencial, en revelar al hombre su propio ser escondido, porque la vida humana no puede ser planificada desde fuera. Y esto es algo que tenemos que hacer por nosotros mismos.
Podemos ilustrar lo que decimos con una analogía sufi: lo que fue, como si dijéramos, la crisálida para una mariposa se convierte en prisión para el gusano que trata de aprovecharla para convertirse en mariposa él mismo. Generalmente no comprende que tiene que construir su propia crisálida. De igual manera, pues, no se puede detener la vida humana en su proceso íntimo. Y ésto es lo que se hace cuando se pone el ideal de la vida en las riquezas, la comodidad y los diversos mecanismos a su servicio, o también en la aventura, la exploración y el riesgo, en vez de luchar a fin de encontrar –como diría Unamuno de sí mismo– “el cumplimiento de sus tendencias”, para lo cual ha de intentar desprenderse de la actual avenencia a las formas externas y a los aspectos emocionalmente evocativos de la cultura, para traerlas hacia una alineación más efectiva y esperanzada. Por tanto, ser un lugar para la analogía, el cual, por definición, no está ni podrá estar nunca en crisis ni en necesidad de un cambio revisionista. No hay nada que pueda reemplazarlo. Ningún concepto, ninguna idea, ningún tipo de visión ni iluminación romántica, podrá sustituir los destellos, deseos y aspiraciones por la iluminación de los corazones. Está bastante claro, pues, que no puede eludirse la existencia de impulsos y estados interiores. Pero tampoco puede ignorarse que no se trata únicamente de una cuestión de comportamiento correcto de tipo moral y personal. La cuestión no es el estar limpio en un mundo sucio que no puedes limpiar. Para ello, contra el modo gregario y rudimentario de vivir, ha de tenerse como objetivo esencial el abrir brechas al dogmatismo proveniente de las decisiones políticas y burocráticas, así como luchar por hacer trizas las trampas del lenguaje que el poder sedimenta como mecanismo de estabilización. Entonces, no se volverá a hablar de la “civilización occidental”, ni de la “ciencia occidental” ni de toda esa basura de la que hablan los técnicos, los profesionales de la modernidad, porque se crearán hombres, auténticos seres humanos.
Porque, ¿acaso no es verdad que la educación se aniquila en ciclos culturales para enseñar cómo se puede ganar mucho dinero con mucha facilidad, rebajándose en comités y no haciendo otra cosa que adaptar los límites políticos a las últimas fantasías o ambiciones de los hombres o, lo que es lo mismo, no haciendo otra cosa que cambiar mocos por babas?
Se somete, pues, el hombre a una tarea (una especie de rendición pasiva de la responsabilidad junto con una especie de esclavitud), que lo convierte en autómata, a fin de que no piense ni actúe por sí mismo. Porque el proceso educativo no genera un impulso transformador sino “adaptación”, reforzando así la ilusión del “yo“. ¿Acaso no sucede que cuando alguien intenta romper las imágenes, los modelos ideológicos, los espejos que le propone la educación, el grupo social, la escuela, lo amenacen con un “no serás nadie“, a fin de que sienta la angustia de fragmentación y destrucción y así el chantaje cobre más fuerza? ¿Cómo, si no, experimentar la tentación de seguridad, de seguir siendo “el adolescente” (eterno), para la madre y para sí?. En este proceso de “lactancia cultural”, la educación moderna –como observa Julius Evola– «se acompaña de una lobotomía psíquica tendiente a neutralizar metódicamente desde la infancia toda forma de sensibilidad y de intereses superiores, cualquier modo de pensar que no se exprese en términos de economía o de procesos económicos-sociales» (18). Puro efecto de una tecnología política de adiestramiento de “cuerpos dóciles” para el mejor aprovechamiento económico. ¿Acaso no es cierto que, para la mayoría de los estudiantes, la Universidad es el camino más corto para ser funcionario del Estado?
Ante la constante apelación a un estatuto científico basado en un “dominio técnico” de la enseñanza y del saber, todavía no se han dado cuenta los señores usufructuarios de la seguridad pedagógica, influenciados sin duda por toda clase de hipótesis sociológicas, que sobran ejemplos y consejos, sobran profesiones, sobran ideales..., y hasta sobran oportunidades. Falta, cómo no, comprensión. Nos explicaremos. Aparte de las convenciones de la educación ha de haber voluntad de convicciones. De lo contrario, la educación como convención consiste precisamente en la predisposición del ánimo del hombre a dejarse engañar siempre y cuando se intente engañarle o se aparente intentarlo; siempre y cuando se le ofrezca una apariencia o pretensión de verosimilitud, entendiéndose las distintas fases de crecimiento del ser humano como estados para superar y no como estados a conquistar. No nos extrañe, pues, que la moderna planificación pedagógica sólo produzca neuróticos, máxime cuando las tendencias o sentimientos son explicados con teorías sicológicas o freudianas, a fin de incentivar el deseo de vivir en un rango o nivel social lo más elevado posible, el ansia de los múltiples goces, el interés por destacar sobre los demás y por adquirir un prestigio. ¿Acaso el hombre actual no ve cada etapa superada como algo molesto, como una frontera insoportable? La frontera es para él, sin embargo, un tabú. De ahí a la neurosis sólo hay un paso. La neurosis es, en definitiva, una fijación a los límites de un mundo cerrado que no se ha logrado superar. Es una fijación a los límites de la vida, a las etapas de la existencia, que son necesarias y vitales en un momento dado, pero que normalmente, en el curso de nuestro desarrollo, deben ser superadas y que, al no serlo, se convierten en simulacros, en trampas.
Ahí mismo, en el foro de la vida todos tratan de mudar de apariencia por la angustia de su propia identidad perdida. El juego irreal va creando para el mundo real sus justificaciones; el mundo irreal de las acciones invisibles sólo puede traspasar los muros con los ojos también invisibles de la imaginación, como si fuera un juego perverso en el que los actores involucrados se deslizan seducidos por los resortes de la muerte. No son más que equivocaciones de la razón y, en definitiva, todas estas acciones fantasmagóricas crean aventuras en el cerebro. El auge de las drogas y los psicotrópicos, en este sentido, no hace más que incentivar aun más este proceso.
Así pues, urge recuperar el modelo sin codificación mediante el cual se forman realmente seres humanos. De esta manera, en cada generación habrá renovación y protección. Es algo tremendo, algo que está muy claro y que desde luego, no es motivo de desesperación ni es razón para lamentarse; es un motivo de deleite: este nuevo hombre no puede fabricarse a base de síntesis de teorías educativas de base estructuralista, construída a partir de un grupo de textos escogidos arbitrariamente y sin relación alguna con los usos sociales.
Por lo demás, no hay nada más arbitrario que convertir en “esencia” de una sociedad, lo que es una designación de una conducta y de un estilo de vida. La juventud, pues, no es una especie biológica. Y el joven no es –como ya hemos dicho– sino aquel que abandona la forma de adoración de una gente que no cree en el Creador y niega la Última Vida; aquel que no asocia nada con el Creador, el Único, el Dominante, y que se marcha lejos de un modelo de sociedad que sólo promete un mercado de ídolos. Ya lo dijo Hölderlin en su poema “El joven a sus juiciosos consejeros”:
“¿Pretendéis que me apacigüe? ¿que domine este amor ardiente y gozoso, este impulso hacia la verdad suprema? ¿que cante mi canto de cisne al borde del sepulcro donde os complacéis en encerrarnos vivos? (…)
La vida no está dedicada a la muerte, ni al letargo el dios que nos inflama. (…)
¡Renunciad al placer de rebajar lo grande! (…)
¡Y a mí, no me aconseje
éis que me someta, no pretendáis que sirva a los esclavos!
Es inútil: esta época estéril no me retendrá, mi siglo es para mí un azote.
Yo aspiro a los campos verdes de la vida y al cielo del entusiasmo!”
Sólo así puede el joven, como hombre, retornar a la posición de legislador y ejecutor, tomando las decisiones políticas que le incumben soberanamente. De lo contrario, no le queda sino sustituir su destino por la cifra estadística.
Antonio José (Yasin) Trigo
(Granada 1995)
NOTAS
(1).- Ernst Jünger, “Radiaciones (Diarios de la Segunda Guerra Mundial)”,
vol. 2, Ed. Tusquets, Barcelona 1992, p. 89 (8-7-1943).
(2).- Konrad Lorenz, “La otra cara del espejo”, Plaza & Janés, 1980, p. 325.
(3).- Max Scheler, “El resentimiento en la moral”, Caparrós Editores, Madrid
1993, pp. 44-46.
(4).- Shayj Abdalqadir as-Sufi al-Murabit, “Para el hombre que viene”,
Ediciones Ribat, Granada 1988, p. 53.
(5).- Cit. por Walter Benjamin, “El París del Segundo Imperio en Baudelarie”, en
“Poesía y capitalismo”, Taurus, Madrid 1980, p. 95.
(6).- Ernst Jünger, “Sobre el dolor”, Tusquets Editores, Barcelona 1995, p. 45.
(7).- Max Scheler, ibídem., p. 105.
(8).- Max Scheler, ibídem., p. 115.
(9).- Max Scheler, ibídem., pp. 134-142.
(10).- La expresión “altruísmo” –como nos recuerda Max Scheler– fue
inventada por Augusto Comte (“uno de los principales voceros de la
filantropía moderna”), quien reemplazó la expresión cristiana de “ama
a Dios y al prójimo como a ti mismo” por esta otra: “ama a tu prójimo
más que a ti mismo”, clave del positivismo. (Max Scheler, ibídem., pp.
118-119).
(11).- Shayj Abdalqadir as-Sufi al-Murabit, “Kufr, una crítica islámica”, Ed.
Kutubia, Granada 1983, p. 50.
(12).- Max Scheler, op. cit.., pp. 159-160.
(13).- Max Scheler, ibídem., p. 110.
(14).- Shayj Abdalqadir as-Sufi al-Murabit, “La Crisis Mundial”, Murabitun,
Madrid 1990.
(15).- Jacques Delors, en entrevista de Enric González, en El País, 10-11-1996,
p. 32.
(16).- Ricardo Díez Hochleitner, “Aprender para el futuro, en la diversidad y para
la unión”, en El País, 11-11-1996, p. 26.
(17).- Miguel de Unamuno, “Tres generaciones”, en “Mi religión y otros
ensayos”, colección Austral, Espasa-Calpe, Madrid 1964.
(18).- Julius Evola, “Cabalgar el tigre”, Ed. Nuevo Arte Thor, Barcelona 1987,
p. 31.
ANEXO
La Universidad
(Extraído del libro “Kufr: una crítica islámica”, de Shayj Aldalqadir as-Sufi al-Murabit,
Ed. Kutubia, Granada, 1983, pp. 23-26)
«Examinemos la zona en la que tiene lugar el proceso educativo que produce estos gamberros programados e instruidos que luego, en su profundo estado de desasosiego existencial empiezan a arrasar el mundo de forma tan eficaz. Las alamedas de “academo” están, como su propio nombre indica, tradicionalmente basadas en la civilización griega, de la cual la retórica de esta cultura pretende derivar su inspiración. Este estilo neoclásico se encuentra, extrañamente, desde los templos stalinistas de Pekín hasta la arquitectura de garage grecorromano de Stanford. Es vital para comprender este análisis que observes cómo el mundo de la enseñanza no es variado, sino que está totalmente unificado en un grupo masónico universal. En su guía internacional, “El Mundo de la Enseñanza”, puedes encontrar a Moscú, Pekín y Nueva York coexistiendo pacíficamente, claramente intercambiables sus programas y su personal, sin presentar ningún desafío a la religión estadista del mundo “kafir” (el mundo de los no creyentes).
El campus es el espacio-libre más cuidadosamente estructurado de la sociedad. Es un entorno completamente controlado. Sus acciones, rituales y posibilidades están programadas con más cuidado que en ningún otro sector de la sociedad, ya que la juventud es volátil y peligrosa por naturaleza, y demuestra su movimiento entre adolescencia y madurez en una forma que va en contra de toda la naturaleza “fija” del grupo dominante. No es su juventud lo que resulta perturbador, lo que es peligroso es su energía transformativa. Entran jóvenes y salen maduros. Es importante que salgan habiendo convenido en seguir manteniendo el engaño. Han conseguido realizar con éxito la transferencia de enseñado a profesor, de gobernados a gobernantes, de juventud-en-flujo a la vida-sin-muerte, que antecede al inmencionable desastre geriátrico que les espera. Si tienes suerte puedes conseguir la única salida de la vejez, la fama, que te otorga el status de Anciano/Anciana Distinguido que puede ser paseado en procesión respetuosamente hasta el fin, siempre que, claro está, tu corteza cerebral no te abandone.
El control del campus no debe ser necesariamente considerado como la práctica de una represión rígida; ésta tiende a ser más un fenómeno de país “subdesarrollado”. El control puede ser reconocido en la creación de un ambiente de debate social organizado, una anarquía planeada, un lenguaje coherente de cambio social sin acceso a la realidad social, explosiones de actividad revolucionaria con partitura musical e incluso martirios con un reparto cuidadoso, de forma que la vida estudiantil pueda verse, tanto en experiencia como retrospectivamente, como una imagen romántica del placer, gloria y naturaleza equivocada de la energía juvenil.
La Universidad es a la vez la primera experiencia social fuera de la familia y el sello definitivo del modelo familiar considerado como el modelo ineludible de vida. Mientras que parece estar ofreciendo al estudiante un ambiente lejos-de-casa, lo que en realidad le da es exactamente una situación amplificada de valores familiares/identidad familiar. El profundo apego sentimental al colegio universitario es paralelo al papel paternal que juegan los profesores moldeando al estudiante. El lugar es realmente una apoteosis casera. Está basado en la aprobación de los padres y prepara el camino para una aprobación estatal que es la grandiosa y definitiva continuación y remate de la educación del esclavo “kafir”. En algunos países es pagada por los padres como una suerte de regalo y sacrificio de padre a hijo, y en otros el estado-padre sustituto es el que hace el regalo generoso. A veces llega a presentarse simbólicamente como un acto del jefe del estado llevado por su preocupación compasiva y total por la juventud del país.
Notamos, por extensión, que la estructura de autoridad que es la Universidad es idéntica, arquitectónicamente, a la de la Iglesia, según tradiciones (gótica, etc.), que es a su vez la del Capitolio Estatal e incluso de las prisiones. En Inglaterra el modelo tradicional es gótico; en países masónicos es neoclásico. Actualmente, con la abierta transferencia de poder religioso de la Iglesia al Banco, la arquitectura de la Universidad tiende a moldearse siguiendo la del Banco. Mientras que antes la Banca operaba modestamente al amparo de la Iglesia, hoy la ha sustituido ya como lugar de culto y ha conseguido separarse y establecer sus propios modelos arquitectónicos. Así, hoy, la nueva Universidad, los edificios estatales y la Iglesia, que les sigue renqueando, están basados en la arquitectura del Banco moderno.
Descubrimos asimismo que dentro de estas estructuras, indicativas en sí mismas de su valor y significado, lo que se enseña es el mito subyacente de la sociedad. Se te enseña que el mundo es: a) tu patio de recreo, y b) tu aula. Todo este tema digno de estudio. Excepto el presente, que de ninguna manera debe ser sometido a estudio. El presente es para jugar. No te preguntes, ¿para qué sirve la Universidad?, porque esto vuelve a distraerte envolviéndote en una dialéctica que te coloca en el papel revolucionario y, por lo tanto, útil en mantener todo esto en marcha. La respuesta: “Sí, ¿para qué?” bastaría para evitar cualquier análisis que revelase la situación real. La pregunta no tiene respuesta. O de nuevo, nos encontramos con que es un sistema cerrado en el que la respuesta es la pregunta. El propósito del estudio es el estudio en sí. Aprendes para enseñar. Ahora bien, esto tiene un sentido profundo y útil, pero no es eso lo que se propone la Universidad. La cuestión no es en ningún caso el conocimiento, sino la adopción de papeles que este llamado intercambio de conocimiento permite. Tus clases de historia medieval, o de historia de la lucha de clases o de investigación, no te sirven para otra cosa que para que tú, a tu vez, transmitas ese conocimiento hierofántico y secreto a otro grupo que espera su turno. En el prólogo de uno de los principales textos de antropología usados en el sistema universitario de EEUU se declara abiertamente que resulta completamente claro que casi ninguno de los que se licencian en antropología la usará en el sentido de llegar a ser un antropólogo. Esto es una cuestión aparte, dice el prólogo. ¡Lo importante es que mediante el estudio de esta ciencia, todos y cada uno de los estudiantes será capaz de ver toda la sociedad desde un punto de vista antropológico! En otras palabras, esta ciencia servirá como un medio de completo adoctrinamiento y control de la cultura sobre el sujeto que estudia. Es la garantía absoluta de que el estudiante estará de por vida a merced del control mental de la cultura, en su totalizador esplendor funcional en todas las esferas de la existencia. Y esto –debe ser resaltado– se aplica igualmente al estudiante de política, de ecología y de psicología. Es cierto de todas y cada una de las ciencias, ya que todas envuelven al sujeto en una aceptación que es a la vez deslumbrante, eficaz y completa».