6/7/09

La falacia de los “derechos humanos”

derechos vigilados

I

Ante la reclamación vehemente como ideal político de esa incongruencia conceptual de los Derechos Humanos por parte de la «tradición ilustrada», se hace necesario advertir la no efectividad de tales derechos (vagas falacias) en ningún ámbito, máxime ahora que aún se vive en la rémora de los oropeles celebratorios del bicentenario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1789-1989), en la medida en que la utopía de la «revolución» se transforma en proyecto de perturbación permanente y de corto alcance. Porque los hombres no son equivalentes ni intercambiables. Y no hay derechos sociales «otorgados» sin contrapartidas, por lo que es posible quitarlos, amputarlos o suspenderlos, produciéndose así esa típica oposición entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales, siendo estos últimos los que acaban ganando la partida, porque son los que dependen de las disponibilidades financieras.

No se olvide que dichos Derechos Humanos no son más que los principios ideales que fundan las constituciones liberales de los países que reaccionaron antimonárquicamente en el siglo XVIII, y cuyo proceso culminó con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por la Asamblea General de la ONU el día 10 de diciembre de 1948, dando lugar a una filosofía política mundial, que fue ratificada en el Acta Final de Helsinki de 1975, y que configura el ethos masónico de la sociedad cristiana bajo control judío.


Con dicha Declaración Universal de los Derechos del Hombre se inició así una etapa diabólica (la que estamos) en el que los «derechos humanos» son codificados contra los derechos conferidos, otorgados por el Creador. Etapa que se inició con la Ilustración, cuando —en palabras de Harlan Cleveland— «se generalizó la idea de que toda persona tiene derechos que no le son conferidos por la sociedad y que ésta debe reconocer, e incluso proteger», de manera que «la idea de los derechos humanos, de que las sociedades deberían ser gobernados “como si el pueblo importara”, es tan fundamental, tan “natural”, tan obvia una vez revelada, que bien podría ser la primera revolución de alcance global, la primera gran estrella mundial de la historia de la filosofía política». De manera que estos derechos a «“estar libre de” (es decir, los que el Estado puede garantizar por el simple hecho de no maltratar a sus ciudadanos) aparecen enmarcados por un par de derechos a “ser libre para” que sólo pueden ser garantizados mediante medidas positivas por parte del Estado. Se trata de la posibilidad de satisfacer las necesidades humanas básicas... y del derecho a no ser discriminado por razones de diferencia de raza, creencias, sexo» (1).

En consecuencia, la apelación a conceptos como Derecho o Humanidad, Orden o Paz, supone siempre que grupos humanos concretos pretenden utilizarlos para combatir a otros grupos. El caso de los sionistas es, sin duda, el más flagrante. No deja de ser significativo, a este respecto, que la petición de un Tribunal Penal Internacional sea apoyada por judíos y sionistas de toda laya. Un Tribunal Penal Internacional, en cuyas sesiones preparatorias se pusieron en evidencia las contradicciones entre los países, como la que sugirió el embajador judío-norteamericano David Scheffer ante dicho comité —según refiere Hernando Valencia Villa, representante de la Comisión Colombiana de Juristas en Europa— «cuando dijo que a Estados Unidos le interesa el Tribunal Penal Internacional en la medida que no interfiera con su condición de “poder militar global”» (2).

Todos estos encuentros tienen lugar para hallar respuesta a una pregunta, formulada en su día por el intelectual judío-francés Jean-François Revel de tal guisa: «¿Cómo, sin destruirlas y al mismo tiempo dejándolas evolucionar por sí mismas, trascender las culturas con vistas a establecer para toda la Humanidad un sólo sistema de los derechos del hombre y un solo principio de legitimidad de la autoridad política?» (3).

Como la concepción sionista que se impone es la de «la unidad política del universo», el enemigo del sionismo no es, entonces, político. Por consiguiente, la guerra contra la comunidad democrática global (pantalla del sionismo) es considerada como crimen internacional. Esta discriminación del enemigo como criminal ya fue observada por el gran jurista alemán Carl Schmitt: «Al ser convertida hoy en día la guerra en una acción policial contra alteradores de la paz, criminales y elementos antisociales, también es preciso aumentar la justificación de los métodos de este “police bombing”, de modo que se está obligado a llevar hasta un extremo abismático la discriminación del adversario» (4). Y es que —como comenta Montserrat Herrero López, a propósito de estas palabras de Schmitt— «lo único que importa ahora es no perder la paz, una paz que al estar por encima de todas las fronteras políticas, haga posible el máximo desarrollo de la esfera privada y permita el funcionamiento autónomo de la economía. En esta situación, lo político queda convertido en una fachada de fronteras territoriales defensivas —para el caso de guerra—, siendo lo económico el contenido esencial que penetra dichas fronteras» (5).

No es de extrañar, pues, que al mismo tiempo que se trató de establecer el Tribunal Penal Internacional, se estuviera preparando la redacción definitiva del Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), por el cual los Estados permitirían a las grandes multinacionales pasar por encima de los intereses y condiciones de los Estados. La filosofía de dicho acuerdo pudo extraerse de estas palabras de Lord Ralf Dahrendorf, (quien fue miembro de la Comisión Trilateral entre otros aerópagos plutocráticos), en su libro La Cuadratura del Círculo: «Mientras algunos países sean pobres y, lo que es peor, mientras estén condenados a permanecer así —por vivir totalmente al margen del mercado mundial—, la prosperidad seguirá siendo una injusta ventaja. Mientras existan individuos que carezcan de derechos de participación social y política, no podrán considerarse legítimos los derechos de los pocos que gozan de ellos» (6).

De modo que, en contra de quienes presuponen demasiado inocentemente que dichos ideales del siglo XVIII y, por tanto, los de la Revolución Francesa, están por realizar (según propuesta de Jürgen Habermas), sólo cabe decirles que dichas premisas están muertas, sólo sus consecuencias continúan en marcha, las cuales han llegado a ser tan corrientes como las expresadas por las palabras «individualismo», «razón», «tolerancia», «utilidad», «el mayor bienestar para el número mayor», y demás jovialidades y blandicias, según establece la ideología liberal, que no es —en su aplicación inmediata— más que la reducción de las dimensiones de la vida a las vigentes en el campo del comercio. Es en este sentido como debe entenderse aquella oposición franca del que fuera primer ministro de Malasia, Muhammad Mahathir, al «imperialismo de los derechos humanos».

Dichos derechos, pues, no son más que declaraciones de principio susceptibles de distintas interpretaciones y aplicaciones jurídicas, según las tradiciones, las costumbres, las diferentes demandas sociales, el desarrollo técnico y su implantación en la sociedad. Hasta los mismos intelectuales progresistas, a fin de depurarlos de la fuerte carga liberal, dejan ver claramente la nulidad, el cretinismo y la ramplonería de los «derechos humanos».

En este contexto, incluso algún que otro intelectual ilustrado advierte de vez en cuando dicha nulidad. Por ejemplo, la catedrática de ética Victoria Camps –quien fue miembro de la sección española de la Comisión Trilateral— es concluyente cuando afirma que «los derechos humanos no sirven ni para resolver los conflictos pacíficamente ni para asegurar el respeto a la dignidad de las personas ni para acabar con el hambre del Tercer Mundo ni, en general, para suscitar sentimientos más humanos. Como mucho, sirven de puntales para la crítica, puntos de referencia para censurar las conductas claramente inmorales.

»La práctica ética —o la práctica de los derechos fundamentales— es, ciertamente, de carácter negativo, sirva más para decir que no que para construir. Pero es una crítica de la que pueden obtenerse algunas medidas positivas. Se me ocurren dos de esas medidas que habrían de fomentar actitudes de sospecha —no olvidemos las lecciones del mejor Nietzsche— frente a la mera y vacía declaración de principios que suelen ser los derechos fundamentales. Primero, vigilar el cumplimiento de los derechos humanos en el propio país. Los países desarrollados se precipitan a denunciar las violaciones de derechos en otros lugares menos privilegiados, sin querer ver que lo que ocurre o deja de ocurrir en los países pobres depende de la indiferencia y frivolidad de los países ricos» (7). Porque, ¿acaso se aprecian mejoras sustanciales en los países después de que organizaciones como Amnistía Internacional, por ejemplo, acumulan sus denuncias sobre presos políticos, persecuciones, juicios sumarísimos y ejecuciones? Sea como fuere, se ha creado en Europa y, en consecuencia, en la comunidad democrática global, un espacio jurídico común por lo que respecta a los «derechos humanos», y no sólo en el contexto de la transición del comunismo a la democracia como ocurre en los países del Este.

Pero lo que resulta más paradójico es cómo la ayuda internacional, en forma de créditos del Banco Mundial y del FMI afluye de manera desproporcionada a aquellos países que se caracterizan precisamente porque no observan en absoluto ningún compromiso respecto a esos «derechos humanos». En este punto, el intelectual judío Noam Chomsky cita estudios que «revelan una relación estrecha entre la tortura y la ayuda norteamericana» y que facilitan «a la vez su explicación: ambas favorecen un clima propicio para los grandes negocios» (8).



II

Como sabemos por la historia, la Revolución Francesa no consiguió el establecimiento de los ideales que la promovieron, siendo rápidamente reabsorbida por la contrarrevolución. La Revolución, pues, es la palabra final de la historia, por lo que «el pueblo —como dijo Rivarol— no quería realmente la Revolución, sólo quería su espectáculo» (9). Igualmente hoy, tras su bicentenario, sólo impetra fastos y acontecimientos: proyectos de creaciones artísticas, monumentos y grandes espectáculos, coloquios universitarios y científicos, exposiciones, edición de centenares de libros, series de televisión, etc. En definitiva, muchas ansias de conmemoraciones y pocas de acontecimientos nuevos.

Pero la realidad es otra. Los «derechos humanos», basados en la concepción liberal-iusnaturalista que ve al hombre en perpetua guerra con sus semejantes y atiende a salvaguardar el derecho de propiedad sobre todas las cosas, no crean más que un orden negativo, regulador de egoísmos. Porque en el terreno de los ideales especulativos se ha asentado de forma indispensable la exigencia de racionalidad y de lógica para toda clase de práctica propuesta socialmente. Es más, dichos derechos están destinados a ser repetidamente gritados a fin de crear un proceso de identificación entre los individuos–ciudadanos del «pueblo» y entre éste y el Poder, porque para eso se señaló anteriormente la diferencia entre «el hombre» y «el ciudadano», esto es, entre el que tiene y no tiene “droit de cité”, a fin de imponer la “ética del hombre razonable” (extraña mezcla de inquietud, creencia en la experiencia individual y desapasionado fervor por la «libertad» y los «derechos del individuo»).

Por tanto, los principios formulados por la cultura jurídica de carácter positivista y de inspiración liberal, se van erosionando a medida que la sociedad va sufriendo un cambio intenso, conduciendo a los gobernantes e intérpretes de la ley a actuar pragmáticamente, enfrentando los tres poderes con su casuismo. Finalmente, todo se pone en duda: tanto las jerarquías constitucionales cuanto los principios de interpretación y aplicación de las leyes. Nunca tanto dio tan poco.

El caso es que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en cuanto que se la codifica y manipula introduciéndola en la sociedad, entendida ésta como un mecanismo que sirve de fundamento a una plena tecnificación de la actividad política, no es —en palabras de Tage Lindbom— más que «una fachada ideológica tras la que se disimulan tres fuerzas: la aspiración a la libertad, el deseo de poder y la codicia» (10).

Nos bastará con mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de cómo parece siempre que los «derechos fundamentales» no adquieren vigencia hasta más tarde, cuando así lo establece el jurista de turno fijando su alcance. Hay siempre algo incompatible en la aspiración de los mismos: resultan promesas, proyectos, sueños emancipatorios, al mismo tiempo que condenan a la tensión y a la inseguridad. Nos basta con dar un solo ejemplo histórico: en 1776 Thomas Jefferson, aristócrata dueño de plantaciones y de esclavos, se dedicó a la labor de dotar la Declaración de los Derechos Humanos como la sanción legal de la Declaración de Independencia, convirtiendo así ésta en la carta institucional de EEUU, esto es, en conciencia nacional, cuya tranquilidad alteraba, naturalmente, la presencia de esclavos, negros e indios.

Si a esto añadimos cómo ahora el «paneuropeísmo» (otra máscara del sionismo)ve siempre la crisis económica como la principal amenaza para los derechos humanos, tendremos el cuadro completo. El planteamiento del sionismo lo reduce así el judío Daniel Tarschys, ex secretario general del Consejo de Europa: «En tiempos de recesión económica en toda Europa se incrementan las fricciones étnicas, la xenofobia, el racismo; todo tipo de conflictos humanos están relacionados con las condiciones económicas» (11).

En este orden de ideas, toda Declaración Universal de los Derechos Humanos que afirme la igualdad esencial de los hombres, atenta contra la dignidad humana, porque la «dirección» del Derecho parece ser la efectividad de la «coacción», que incita al quebrantamiento de «solidaridad» y, por lo tanto, violación de derechos, lesión de justicia, renuncia a la cooperación, proyectándose, concretizándose, en las instituciones sociales el más diabólico «darwinismo» (dominio del más fuerte, división tajante de castas, esclavitud, racismo, opresión), conformando ese vicio decimonónico que tiende a confundir lo legal con lo real. Tal es que el Derecho deja paso a la dominación de las «grandes potencias» sobre las «potencias secundarias», que son legítimamente coartadas.

De esta manera, el modelo pentaparadigmático de los derechos que promocionó la masonería neoclásica como ideal burgués, quedaría así:

– El derecho de la existencia presupone que existe un territorio, pueblo, poder y bien común, presto para ser dilapidado y explotado despiadamente. En palabras de Martín Lozano: «Lo realmente significativo, pues, del impulso que movió a los pregoneros de la “libertad”, la “fraternidad” y los “derechos del hombre”, fue su afán no ya de derrotar al oponente, sino de exterminarlo» (12).

En este punto, una vez abolidos los totalitarismos políticos, los «derechos humanos» implican complejas interrogantes, planteadas por los más influyentes sionistas, como Zbigniew Brzezinski (destacado miembro de la Comisión Trilateral), de la siguiente manera: «¿Quién tiene el derecho a dar fin a la vida, ya sea en el útero o en la cama de hospital? Una madre, un sacerdote, un médico, el estado o la iglesia? ¿Qué hay de la auto-alteración genética? ¿Quién tiene el derecho de disfrutar los beneficios de ella, y quién no los tiene? ¿Quién tiene el derecho de determinar su alcance y sus límites? ¿Un hombre de ciencia o un teólogo? Éstas constituyen las nuevas dimensiones de los derechos humanos» (13).

– El derecho de la libertad política, no sólo da pie a la invasión ideológica por todos los medios posibles, a la intervención en el régimen interno de cada pueblo, para que crezcan sin identidad propia, sumiéndolos en el empobrecimiento y humillación; sino que da pie a que los dirigentes se autonombren. A tal efecto, los monopolios industriales, comerciales y bancarios ponen su énfasis en la necesidad de la implantación de la «democracia», a fin de obtener un alto grado de legitimación del dominio social de unas pocas corporaciones sobre el resto de la sociedad.

– El derecho a la autodefensa abre el mercado de armamentos y establece la política de disuasión de los pactos defensivos, esto es, la trama social del miedo, que lleva a pueblos enteros, contra su voluntad, a ser desplazados.

-– El derecho a la libertad social y económica hipoteca la independencia de cada pueblo: unos mediante el mercado retenido, esto es, libertad de precios y de alianzas, según el modelo liberal-capitalista, que sigue el esquema: estructura económica-ideología-institución política; otros, en cambio, mediante la planificación con mercado, que sigue el esquema: ideología-institución política-estructura económica, según el modelo marxista, ya en desuso. En este sentido, la autodeterminación de los pueblos resulta ser pura ficción.

– El derecho a participar proporcionalmente en el bienestar material de la tierra predispone a la sugestión de alcanzar un «mejor nivel de calidad de vida», siempre mediatizado, a expensas de saquear los recursos naturales. Esto es lo que lleva a las grandes empresas y a los bancos inversores multinacionales en manos de unas cuantas familias judías (las cuales creen tener una misión especial que realizar en el mundo) a introducir su orden social y político por todas partes, eliminando los símbolos del rango, rechazando a la verdadera élite intelectual, mediante el «populismo».

Valga un par de ejemplos: la multinacional norteamericana United Fruit Company (ahora llamada Chiquita) controla gran parte de Centroamérica; la empresa petrolera Elf, primer grupo industrial francés, hace y deshace en las décadas de los setenta y ochenta gobiernos africanos. Digamos que las empresas multinacionales se convierten en los brazos seglares de los Estados para cumplir las misiones políticas que éstos no pueden permitirse.
En efecto, a veces lo que está en juego en la retórica de la defensa de los “derechos humanos” no es sino la defensa de la propiedad o la de la conservación de una dominación social, porque, a ver, ¿cuántas veces los regímenes, tanto revolucionarios como reformistas, no han subordinado esa noción de los derechos llamados “del hombre” o “individuales” a razones de Estado o a un interés social o nacional?

He aquí la trampa moral: en la articulación de las ideas de los “derechos humanos universales” con nuestras acciones políticas y personales. Un intelectual libertario, Hans Magnus Enzensberger, sin cuestionar la idea de los “derechos humanos”, admite que es «un peligro grave de hipocresía si pensamos que basta con crecer o con defender los derechos humanos universales para saber cómo debemos comportarnos. Basta con que miremos el mundo político para que nos demos cuenta que hacen falta mediaciones. Hace falta una mediación entre esas ideas y nuestras acciones y eso tiene que ver con que no somos capaces y, según temo, tampoco estamos dispuestos a aplicar con todas las consecuencias esas ideas en todas partes y con independencia de las circunstancias» (14). Como vemos este tipo no puede ni imaginar que dicha mediación entre el respeto general de los «derechos humanos» y nuestras acciones, sólo puede tener efecto si se cree en un sólo Creador, al cual se debe el milagro del ser, el milagro del universo, el milagro de la naturaleza, el milagro de la propia existencia. En otras palabras, sólo puede respetar sus derechos quien se inclina ante la presencia del Creador, la única autoridad de todo lo creado, reduciéndose todos los derechos a uno: ser representante (califa) del Creador en la tierra, permitiendo lo que Él ha permitido y prohibiendo lo que Él ha prohibido. De lo contrario, el discurso de los derechos del hombre se vuelve piadoso, débil, inútil, hipócrita, y aquel que lo defiende sin la mediación del Único Inteligente es un cafre. ¿Cómo es posible creer que el disfrute de los derechos es debido solamente a la inventiva humana capaz de establecer por consenso aquellos que cree buenos y deseables? Entonces, ¿quién determina ese consenso universal de lo que es bueno y deseable? ¿El hombre, con su sorpresa de ironía e ingenio?

Quizá por ello, desde hace algún tiempo, todo el mundo, en coro devenido clamor popular, invoca la ética, con distintos grados de utopía, racionalidad e idealismo, si no como alternativa de la religión, al menos como alternativa a la perversión o la erosión de los llamados “valores de la Ilustración”. Se alimenta una notable producción bibliográfica sobre el tema, con recetas morales para todos los gustos.

Parafraseando un aforismo de El Gay Saber de Nietzsche, «la libertad que se reconocía a un dios frente a los otros acababa el hombre por concedérsela a sí mismo». Entonces, eran tenidos en cuenta, por vez primera, los derechos individuales. En consecuencia, el «monoteísmo» es considerado “el mayor peligro de la humanidad hasta nuestros días” o, lo que es lo mismo, el grado cero de la libertad.


III

Analicemos, entonces, el contenido de esa «tríada hipnótica» (según expresión de Martín Lozano): Libertad, Igualdad y Fraternidad, divisa creada y propalada por los masones, quienes «nunca han interpretado tan capcioso señuelo con el papanatismo habitual de sus incautos destinatarios, sino de un modo distinto. Véase, si no, el modo en que se manifestaba sobre ese particular Jules Boucher, alto grado de la Gran Logia de Francia, en declaraciones recogidas por el órgano oficial de dicha logia, la revista Humanisme, en su número de abril de 1990: “¿Libertad? La libertad masónica es muy relativa. La masonería ha multiplicado las obligaciones a las cuales debe someterse el françmasón, lo que significa obediencia, y dictado reglamentos draconianos cuya enumeración precisaría un volumen de casi doscientas páginas. ¿Igualdad? La masonería es la negación misma de la igualdad. Sus grados y su jerarquía recuerdan constantemente al françmasón que la igualdad es un mito. ¿Fraternidad? El masón sincero constata con pesar que la fraternidad no es más que una palabra vacía de sentido en su aplicación real”. Esto vale como muestra de lo que, desde hace tiempo, se ha convertido ya en táctica habitual de los grupos de poder multinacional, propaladores a través de sus voceros (grandes medios de comunicación) de filantropías y mundialismos de probados efectos hipnóticos sobre las masas, aunque no se trate sino de falacias dirigidas a consolidar la hegemonía de tales grupos, cuyas prácticas constituyen la antítesis de sus espúreas monsergas» (15).



Sofisma de la Libertad

Reparemos, por tanto, en los principios ideales que fundan las constituciones liberales a partir de la “tradición ilustrada” del siglo XVIII. El más discutible, sin duda, es la libertad. Deshagamos, pues, el entuerto de considerar que fueron los hombres del siglo XVIII quienes conquistaron la libertad del individuo frente a la opresión estatal. A este respecto, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) define la libertad como consistente en «poder hacer todo aquello que no perjudica a los demás», que marca las directrices del ideal burgués de la libertad como algo irreal e ilusorio, en cuanto concepto apolítico.

La libertad individual irrestricta, como tarea más que como don. La libertad a la medida de los propios sentimientos, de los propios deseos, de los propios caprichos y del propio miedo, como si la libertad se concediera por derecho. De esta manera, esta libertad sistemática lo único que hace es dar más poder al fuerte. No faltan, por ejemplo quienes, tras cualquier guerra, afirman que la libertad existe tan sólo en la medida en que todos son libres. En este supuesto se basa precisamente la intelectualidad jacobina para sistematizar el pensamiento presuntamente progresista de nuestros días.

Para empezar notamos aquí un error típico: el de creer que sólo hay una única libertad (abstracta), cuando todo el mundo no tiene una única naturaleza. De ahí que haya tantas libertades como naturalezas propias. Pero no se trata de libertades «insulares». Cada uno será más libre en cuanto más se vincule al último fundamento, a lo metafísico, a lo trascendente, porque la libertad no es más que su posibilidad de ser. De donde, es absurda esa libertad hueca y amorfa, defendida con algazara, con aspavientos, ahogada por tantos determinismos inconscientes y automatismos educativos e instintivos. En este contexto, se encuentra el empirismo atomizante de Montesquieu, quien distingue entre «libertad civil» (la que se establece entre los hombres) y «libertad política» (la que se establece entre los hombres y el Estado) que promueve el interés por la acción voluntarista (el “stat pro ratione voluntae”, mi simple voluntad me sirve de justificación), que se entiende como la naturaleza de la libertad (Fichte), cuya plasmación es el derecho (Hegel), y su culminación el Estado, el poder, que se resuelve en términos de función y utilidad.

Una libertad sin fundamento, netamente retórica, ya que no tiene en cuenta más que el punto de vista del observador, de sus representaciones subjetivas o, lo que es lo mismo, de las formas, impresiones de reflexiones subjetivas de la percepción, que responden a la concepción del idealismo alemán, desechándose que la libertad esté también en las cosas, en algo más allá del hombre.

En suma, la libertad entendida como «dinámica de conquista», olvidándose que está en proporción del desarrollo de la inteligencia, y que el hombre sólo puede hacerse libre por la Verdad. La libertad como deber («tener que ser»), como «posición de fuerza», como propiedad, mediante la cual la voluntad se autodetermina a obrar. Ni que decir tiene, a este respecto, que pretender anhelar libertad mientras se ignora la voluntad del hombre es empresa absurda. De donde, no ha de participarse ese desapasionado fervor por la «libertad» y los «derechos ciudadanos».

La libertad no es, contra lo que pudiera pensar Descartes, el sometimiento positivo de la voluntad al entendimiento, porque esto expresa una ausencia de determinación del sujeto, que justifica, en último extremo, el desafío a toda autoridad. La libertad no necesita de aceptación racional. No es una cualidad propia del hombre. No hemos de creer, como lo hacía el filósofo de ascendencia judía Henri Bergson, que el problema de la libertad, un seudo-problema, haya nacido «de una confusión de la duración con la existencia». Bergson, sin duda, dio de bruces en la tosquedad de creer que hay una libertad peculiar a cada uno de los actos humanos, sin entender que la libertad es inherente al conocimiento, porque como dimensión, al interiorizarse, toca las raíces de la existencia.

Por tanto, ser un hombre libre consiste, ante todo, en tener libertad interior, la cual sólo puede florecer en el desapego del propio interés; sólo si se acepta (porque no se puede llegar por imposición), si se consiente, más aún, si se desea ir por el camino del renunciamiento, el cual implica tanto la emancipación de las imposiciones familiares, esto es, el desprendimiento de las necesidades, como las imposiciones que uno lleva en sí mismo, esto es, el desprendimiento de los defectos.

Así, todo funcionaría mejor si cada hombre pudiera resolver dentro de sí mismo el equilibrio entre libertad y autoridad, reconciliar la tirantez entre el sujeto y el objeto, entre el elemento subjetivo y el objetivo, porque, en verdad, no hemos sido abandonados a nuestros propios recursos, sino que hemos sido puestos aquí por el Creador para reconocer todos nuestros atributos (que son prestados por Él), y al reconocerlos, poder ver Su faz.

Por otro lado, al observar la trayectoria de la concepción de la libertad como proyecto social, no podemos por menos de considerar absurda la creencia según la cual la libertad se alcanza si se acepta que la minoría debe obedecer a la mayoría, premisa clave del Estado liberal y laico, fundado sobre los seudo-principios (summas) de la soberanía nacional y de la igualdad ciudadana. Quizá convenga recordar, a este respecto, la afirmación de Benjamín Constant, según la cual, «el reconocimiento abstracto de la soberanía del pueblo no aumenta en nada la cantidad de libertad de los individuos», a lo que habría que añadir que cuanto más tiempo se mantenga dicho principio de soberanía popular más tiempo seguirá siendo la garantía para el mantenimiento de toda clase de tiranías.

Sería demasiado fácil demostrar que la libertad existe si hay presión social, esto es, divisiones sociales, si hay, en definitiva, jerarquía social. De lo contrario, al uniformarse los estamentos y los hombres, al descentrarse la opinión, la sociedad se desnivela, de la misma manera que si a un cuerpo se le quita la presión arterial, se desangra. He aquí, sin duda, el error tipificado de considerar la «democracia», no como un estado de predominio y gestión de la sociedad, sino como una «forma de gobierno» o «tipo de régimen», de gestación y lucha, basada en los conceptos de la ley y del respeto a la libertad individual —al menos, en teoría—, buscando la manera de conducir, de dirigir, la conducta (según mecanismos estrictos de coerción) de los individuos, mediante lo que se llama el «ejercicio del poder», como si el poder fuera una potencia, cuando no existe más que en acto.

En este sentido, impera la fenomenología, según el axioma eidético del filósofo judío Husserl: «la libertad se consigue en comunidad», que traduce a su manera el concepto de libertad kantiano como «la unidad distributiva de la voluntad de todos». Palabras que no suscribimos, pero que son significativas, por cuanto engendran conformismo, carencia de intimidad y, sobre todo, abandono de todos los estados relativos y particulares de la existencia.

Lo absurdo es que este menosprecio individual se erige en seudo-principio bajo el nombre de «igualdad», en favor del aumento de «libertad» personal, término que se institucionaliza, tendiendo a la dispersión, lo cual, en última instancia, llega a la tiranía de las masas, porque sólo se entiende la libertad como virtud terrena y explícitamente humana, consistente en «poder hacer lo que debe quererse, y en no estar forzado a hacer lo que no debe quererse» (Montesquieu). La libertad como una carga que hay que asumir, cuando no, la más de las veces, como una expugnación. Dicho con otras palabras, el hombre moderno, o bien le da la espalda o bien resbala por la ancha pendiente de la «gollería de la libertad», sin llegar a comprender, en palabras de Titus Burckhardt, que «la libertad y lo arbitrario se contradicen; (que) el hombre es libre de escoger el absurdo, pero no es libre en tanto lo escoge. En la criatura libertad y acto no coinciden» (16).

En definitiva, el hombre es libre si aprende a vivir en libertad, no en un mundo de «igualdades» (imposible de conseguir), sino en un mundo de «diferencias» (imposibles de evitar). A fin de cuentas, «el ser es la desigualdad; la igualdad es la nada» (Leontiev y Berdiaev).




Sofisma de la Igualdad

La “igualdad” del hombre ante la ley por él creada, “igualdad jurídica”, sustituye, en cierta manera, a la igualdad ante el Creador Unico, infiriéndose incluso una supuesta “Santa Igualdad”, como así la llamaron los debridados, piafantes igualitaristas del siglo XVIII.

La «igualdad» se había transformado de una gracia a otorgar a un derecho que podía exigirse, comenzando a discutirse sobre la «igualdad civil», estandarte sobre el que se pone el sospechoso lema «sin distinción de sexo, raza, religión o credo político» (fórmula suspecta de procedencia masónica-judía)

En este contexto, la igualdad no es más que una caricatura de la igualdad religiosa. Igualdad como un hecho, entendida y reconocida como una «aptitud genérica para toda clase de derechos», cumplida por los deberes. Una igualdad obligada e impuesta. Igualdad material, impulsada por la idea de que el mérito de una persona y no su nacimiento, debe determinar la reducción de la desigualdad, el aumento de la competencia y la capacidad de los pobres por ganar, porque todavía se cree que más igualdad económica, por ejemplo, equivale a mejora de los ingresos de los más pobres. Ni que decir tiene —dicho sea de paso—, que en este objetivo igualitarista, en sí confuso, descansa todo programa socialista.

El caso es que las diferencias de estatus y de riqueza persisten. En fin, cuando los hombres no pueden satisfacer a su razón, les agrada secundar la agradable aberración de la esperanza, esto es, de la espera de lo sensible. Mientras tanto, se amolda enteramente al destino acuciante, cruel, despiadado, con ese típico estoicismo que confunde a Dios con el mundo, y que cree inútil toda resistencia. De ahí esa especial sensibilidad a la igualdad de los hombres, porque sin resistencia no hay diferencia, cuando hasta el mismo darwinismo descubrió que es casi antinatural aspirar a la igualdad. Es el triunfo de la imperturbabilidad, de la conformidad racional con el orden de las cosas, del fatalismo arriesgado que niega la providencia y, por tanto, la fraternidad, lo único que une a los hombres.

Se reemplaza la ley religiosa, la dignidad inalienable de cada alma creada por el Creador, por una ley civil basada en el interés común, que ni siquiera implica la cooperación en una común buena voluntad. De donde, el principio de equidad y justicia acaba entendiéndose sólo como fundamento de un orden de «capacidades», de probidades atribuibles, nunca de «posibilidades».

En este orden de ideas, todavía hay quienes, imbuidos de craso «progresismo», creen empecinadamente que todos los hombres son iguales políticamente. Si así fuera habría una absoluta nivelación de clases, lo cual es más que utópico, absurdo.

Tal es que se conciben los términos «igualdad» y «libertad» como equivalente de «fuerza social». Recordemos, a tal propósito, que el concepto de fuerza lo tomó Locke de la física de Newton, no siendo más que una entidad matemática. “Fuerza social”, por tanto, en función de la «necesidad» o condición material, para así conquistar el bien y la felicidad, como beneficio aleatorio por un rendimiento. Como se puede ver es una dirección unilateral —el establecimiento ciudadano— del concepto de felicidad, que sugestiona, hoy por hoy, a todo el mundo. Esto afecta o menoscaba e incluso tiende a anular las inevitables diferencias individuales, generando un tipo genérico de hombre, como si la «cantidad» pudiera convertirse ipso facto en «cualidad».

Esta exigencia de igualdad fue prometida por la Revolución Francesa en el siglo XVIII, escamoteada por el individualismo en el siglo XIX y anexionada al socialismo en el siglo XX. A ello contribuye, actualmente, el auge del «asociacionismo» de todo tipo, como ensayos de empresa común donde el reparto de funciones y la retribución no se hacen de acuerdo con las características individuales, sino de acuerdo a un conglomerado de nociones abstractas (estatutos, constituciones, etc...) que sólo retribuye la capacidad y el esfuerzo, nunca la intención y la cualidad.

Por otro lado, la “igualdad” no se debe confundir con la «equidad», que es un criterio impreciso que no se puede definir por la igualdad, sino por la proporción. Sólo los hombres, biológicamente de una misma especie, somos iguales, iguales ante lo que nos supera, centro de origen y de finalidad, de naturaleza y gracia, de camino y meta. De lo contrario, hablar en lo social, en lo moral, de igualdad, es pura necedad. Siempre hay diferencia en la separación. «Cada peculiaridad tiene su razón de ser», decía Montaigne. Es cierto, pero de ahí al escepticismo y al relativismo sólo hay un paso.

Por eso siempre tiene que haber jerarquía, esto es, clasificación arbitraria, atendiendo exclusivamente al orden de las cualidades; cuanto más distinguidas, constituirá un orden superior. Posteriormente estas cualidades, al perseguir determinados objetivos, por los cuales se creen determinadas obligaciones, repristinan las capacidades. Pero atender a las capacidades antes que a las cualidades, es empresa equivocada. Esto no expresa más que la “desincardinación” del derecho con respecto a la moral, llevada a cabo por estos modernos «sacerdotes de la justicia», que como aquellos juristas romanos —según quisieron llamarse—, acaban proscribiendo todo principio ético superior, por ende, subsidiario y dependiente de los criterios metafísicos. Pero no sólo se pierden las normas morales, sino el temor de Dios y la reverencia por los frutos del intelecto. En resumidas cuentas, se rechaza la ética revelada, máxime cuando priman teorías de clara procedencia judía, como la de Wittgenstein, según la cual sólo el lenguaje es apto para decir cómo son las cosas, no como deberían ser, perdida ya toda calidad de signo. Si a esto se le añaden los supuestos de la gramática generativa de Chomsky, según los cuales se analiza el origen del lenguaje como algo que no se aprende, sino que viene predeterminado por una antigua estructura biológica, tendremos al completo la fórmula mágica del evolucionismo, que todo lo explica exclusivamente en el marco del mundo sensible.




Sofisma de la Fraternidad

En un mundo donde todo individuo es potencialmente un rival, un enemigo, compelido a luchar contra los demás, contra su prójimo, contra sí mismo, no queda lugar para la fraternidad, para los sentimientos solidarios, siendo la competencia el principio regulador y la fuerza motriz de la existencia. Pero lo curioso, sin embargo, es que a esos dos contrarios (libertad, igualdad), irreconciliables según la lógica ordinaria, e instituidos mediante una acción legislativa apoyada por la fuerza, sucede un tercer factor: la «fraternidad», que es una cualidad humana fuera del alcance de las instituciones y más allá del nivel de la manipulación. Pero la «fraternidad» jamás tuvo ni siquiera la opción de expresarse mínimamente en la práctica, reducida a un papel puramente utópico y especulativo. De donde creer que la fraternidad universal conduce a la teoría de la comunidad interestatal es puro engaño, porque bajo la cobertura de la colaboración y de la amplitud cordial se ha fomentado —¡tantas veces!— la guerra.

¿Acaso no se fomenta el internacionalismo ciudadano que opera bajo el disfraz de una quimera sociológica y jurídica de raigambre estoica: el “cosmopolitismo” híbrido, indiferenciado y superficial, tan contrario a la fraternidad?

En otras palabras, la doctrina de la fraternidad —convertida en categoría totalizante— se convierte en el más terrible auxiliar de todos los géneros de despotismo. Esto es tan cierto como el hecho de que la soberanía ilimitada de las mayorías, como subrayó Tocqueville, puede significar la tiranía. Esto es algo evidente, y lo vemos, por ejemplo, en los modos del «colectivismo», por cuanto coadyuva a la unificación por abajo, la esclavitud y la masificación.

El colectivismo se funde en el concepto de fraternidad. Su control participa en el movimiento y la continuidad del engranaje social, actuando como lubricante un sucedáneo: la solidaridad, evidente y mágica aglutinadora de masas populares. En lo sucesivo, ya no se buscará entender la solidaridad con la imagen del vínculo y la concordia interdependiente; sus fines políticos y de manipulación determinan su configuración actual en el panorama de las sociedades industriales más complejas, avanzadas y refinadas, por lo que, al mismo tiempo, destaca la agresión, la proeza bélica, la ferocidad emulativa, la actividad depredadora.

Este contraste explica la abusiva propaganda de lo que podría llamarse la «solidaridad ostensible», por parte de la clase política, para mostrar que tienen la suficiente capacidad comprensiva como para gastar tiempo en actividades no utilitarias. De manera que, entonces, son los políticos los que empiezan a utilizar la «solidaridad» en función de sus fines políticos. El proceso es interesante porque la «solidaridad» se ha convertido en ideología, en religión. La solidaridad-espectáculo, la solidaridad-nacionalista, fenómeno social universal, instrumento de equilibrio social y comercial, asociacionismo solidario, medio de comunicación, consumismo, entretenimiento, solidaridad-TV, solidaridad recreativa y solidaridad profesional, son elementos que, con el correr de los años, han sido utilizados por los diversos sistemas imperantes en el mundo para beneficio de la clase dominante de los países altamente desarrollados, en donde la religión de la “solidaridad” es el credo más importante que se discute día a día y año tras año. Es más, se hace artículo de consumo, en cuanto que los gobernantes decretan su consumo, esto es, la aprovechan como elemento de cohesión y fomentan la psicosis colectiva ante la injerencia de los medios de comunicación.

En definitiva, dicha solidaridad es administrada a través de los cauces previstos por las organizaciones e instituciones, a las que pertenecen los donantes y los beneficiarios, porque tanto unos como otros se hallan representados en los organismos e instituciones rectores de ambos y disfrutan de los mismos derechos y obligaciones.

Así, casi muerto el auténtico sentimiento fraterno, reina en el mundo occidental un tipo de hombre que bien podríamos llamar el «solidario cautivo», el cual además de practicar concordia tendenciosa, recibe, obligatoriamente, miles de mensajes políticos que han terminado por modificar sus pautas de conducta y sus vínculos sociales. No se entrega a la causa de los pueblos por el amor inclaudicable a esta manifestación solidaria. Más bien, a intereses políticos, vanidades, debilidades humanas o intereses comerciales. Ser solidario es la carta de presentación que muchos utilizan con diversos fines.

Definitivamente, la solidaridad da para todo, menos para la defensa de su raíz original: la fraternidad. Ahí tenemos, si no, cómo la horrible irracionalidad que crea el proceso de objetivación de todos los procesos sociales y científicos, dando como resultado la incoacción de los derechos humanos más elementales, propone como solución demostraciones o, lo que es lo mismo, representaciones colectivas basadas en la industria de la música rock, en forma de conciertos —extraños ritos de antropofagia homeopática—, cuando es precisamente esta industria la que más se beneficia de tales demostraciones a la hora de imponer aun más su poder consumista sobre las nuevas generaciones, al mismo tiempo que desvían su atención para que ni por un instante piensen qué es lo que en realidad causa la violación constante de los «derechos humanos». En este contexto, como dice Tage Lindbom, «habrá que consolarse con un “compromiso” con un mundo colectivo aunque sin identidad y volverse hacia la propia vacuidad manifestada exteriormente bajo la forma de la “comunidad” simbiótica donde la promiscuidad debe servir de sucedáneo de la fraternidad perdida» (17).

Sea como fuere, todo esto muestra una vez más que la tiranía del orden democrático al mantener la igualdad de los derechos igualmente distribuidos entre todos, lo cual sólo impulsa a la homogeneización mundial. Por tanto, la democracia no es más que un rótulo que se defiende autoritariamente, construido con los fragmentos reacomodados de la visión liberal de la Revolución Francesa, que bien podrían quedar así resumidos, según un reclamo publicitario de la empresa Toshiba: “Libertad, Igualdad, Portabilidad”, con lo cual queda bien claro que los ideales Libertad, Igualdad y Fraternidad no son más que ideales comerciales, cuyo único propósito consiste en asegurar ciertas ventajas a los individuos en desmedro de una vida heroica, señorial.


Antonio José Trigo

(Ensayo corregido del publicado con el título “¿Libertad? ¿Igualdad? ¿Fraternidad?” en mi libro “La sociedad posmoderna”, Claves Latinoamericanas / Instituto Politécnico Nacional, México D.F., 1992, pp. 7-19)


NOTAS


(1).- Harlan Cleveland, Nacimiento de un nuevo mundo, El País/Aguilar de Ediciones, Madrid 1994, pp. 54-55.
(2).- Hernando Valencia Villa, «La ONU creará un Tribunal Penal», El País, Madrid, 17-9-1997, p. 10.
(3).- Jean-François Revel, El renacimiento democrático, Plaza&Janés Editores/ Cambio 16, Barcelona 1992, p. 90.
(4).- Carl Schmitt, El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del Just Publicum Europaeum, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1979, p. 299.
(5).- Montserrat Herrero López, El nomos y lo político: la filosofía política de Carl Schmitt, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona 1997, p. 113.
(6).- Lord Ralf Dahrendorf, La cuadratura del círculo, Fondo de Cultura Económica, 1998.
(7).- Victoria Camps, “La identidad europea”, en Claves de Razón Práctica, nº ?, Madrid, pp. 32-34.
(8).- Noam Chomsky, Las intenciones del Tío Sam, Txalaparta Editorial, Tafalla (Navarra) 1994, pp. 27-28.
(9).- Citado por Jean Baudrillard, Las estrategias fatales, Ed. Anagrama, Barcelona, 1984, p. 80.
(10).- Tage Lindbom, La semilla y la cizaña, Taurus Ediciones, Madrid, 1980, p. 15.
(11).- Daniel Tarschys, en entrevista a Miguel Jiménez, «La Unión Europea debe abrirse al Este», en El País, 21-7-94, p. 4.
(12).- Martín Lozano, El Nuevo Orden Mundial (Génesis y desarrollo del capitalismo moderno), Alba Longa Editorial, Valladolid 1996, p. 49.
(13).- Zbigniew Brzezinski, «Las débiles murallas del indulgente Occidente», en Fin de siglo (Grandes pensadores hacen reflexiones sobre nuestro tiempo), McGraw-Hill, México 1996, pp. 44-57.
(14).- Hans Magnus Enzensberger, en entrevista de Luis Meana, «Las máscaras de la razón», en el suplemento Babelia de El País, Madrid 5-3-1994, pp. 9-14-15.
(15).- Martín Lozano, El Nuevo Orden Mundial, op, cit., p. 32.
(16).- Titus Burckhardt, Esoterismo islámico, Taurus Ediciones, Madrid, 1980, p. 60.
(17).- Tage Lindbom, La semilla y la cizaña, op. cit., p. 17.