“La Europa que está aún tan lejos de adquirir forma
es una Europa de banqueros, sus héroes son los
Rothschild y los Rockefeller, y se ha extendido una
hagiografía totalmente nueva para alabarlos”
Anthony Sampson (Los nuevos europeos, 1968)
Hay quienes opinan que deben superarse los intereses nacionales y que debe establecerse alguna forma de administración global del ecosistema, en la tendencia mundial a la pacificación tecnoeconómica de los Estados, esto es, hacia la indiferenciación absoluta, como si este objetivo (que no resulta ser más que un primer paso para una total centralización administrativa) fuera la meta última para la cual toda la historia de Europa ha servido como una especie de preparación para la solución total de todos los enigmas y respuesta final a todos los problemas que rodean su existencia. En otras palabras, que, a partir del proceso de integración económico-social —como el operado en el nacimiento de los Estados Unidos—, se espera que fragüe una conciencia nacional y se fortalezca el poder federal europeo.
Se argumenta paradójicamente, a este respecto, que las naciones europeas, a fin de que no sean esclavizadas por la historia, deben afirmar que su destino es hacer historia, máxime cuando no hay una línea de intereses comunes y problemas basados en realidades geopolíticas y vínculos históricos comunes. Porque, ¿qué elementos mantienen la estructura hegemónica sobre la cual se sustenta el conservador ideal europeo, máxime cuando ya se estudia la posibilidad de incluir en la Unión Europea a los países ex comunistas, tras haberse reciclado a la economía de mercado?
Este estímulo de interdependencia, que siempre ha sido impuesto, trae como consecuencia el escepticismo contaminado, el egoísmo, la intolerancia, quedando las banderas nacionales para los campos de deportes y los desfiles.
Los tecnócratas, pues, se han convertido en eurócratas, ocupados siempre de los problemas concretos de procedimientos. Son los conocidos mentecatos del engendro de Maastricht, ese intento de unidad europea con un sólo centro de poder. Pero, ¿qué unidad? Ya que no hay una unidad política, es más bien una mera unión económica y comunicativa o, lo que es lo mismo —en palabras del gran jurista alemán Carl Schmitt, a propósito del “Estado Mundial”— “una corporación de consumo y producción a la búsqueda del punto de indiferencia entre las polaridades ética y económica” (1)
Pero todo ello resulta más desolador cuando uno se percata de esa explosión indiscriminada de sentimientos europeístas, de duras suscitaciones a “pensar Europa” (según expresión del intelectual de origen judío Edgar Morin), de esa machacona labor de información que trata de homologarnos con patrones europeos y que responde a todo un vasto programa dirigido en gran medida desde fuera, a fin de hacernos olvidar nuestras raíces, nuestra propia área de influencia y nuestras históricas relaciones internacionales. Este programa consigue introducir como propios un abanico de valores que nos son extraños y que son, para colmo, estandartes de una sociedad en reconocida crisis, que concibe al hombre como mera cifra computerizada o un elemento productivo monitorizado.
Leontiev supo verlo de manera visionaria al decir que «Europa, en su conjunto, se encuentra en la fase de la simplificación; sus elementos constitutivos se parecen mucho más que antes, son mucho más monótonos; en cuanto a la complejidad de las modalidades del progreso, recuerda la de cierto horrible proceso patológico que, paso a paso, conduce a un organismo complejo hacia la simplificación del cadáver, de la casa hecha polvo» (2).
Por todas partes se oye lo mismo: por un lado, “unión de mercados”, inevitable ante la apertura total de fronteras que hubo a partir de 1992 (cifra, por cierto, que recibió un encumbrante don proteico), y que es correlativa al atropello de los particularismos, esto es, al proceso de arrancar las poblaciones de su modo de vida heterogéneo para aculturarlas al progreso técnico y social; por otro lado, se oyen apuestas por un “horizonte insuperable” mpregnado de infinitos reflejos competitivos y múltiples casos de “multinacionalización” de operaciones empresariales y financieras: formulación de la teoría cuantitativa del dinero, la génesis y desarrollo del mercado de eurodivisas, las exigencias del proceso de unificación monetaria europea y la consiguiente construcción del sistema monetario regional, las manipulaciones cambiarias, las relaciones empresas-banca, etc., todo ello con el único objetivo de establecer una “koyné” supranacional, ecuménica, una especie de lugar utópico que no se deja circunscribir a ningún límite territorial.
La idea unificadora, como resultado de “inyectar una dosis del empirismo británico al proyecto cartesiano de Europa”, según propuesta del financiero judío George Soros, dedicado a instaurar en todo el mundo una forma de organización social que no llegue a estar gobernada por normas establecidas, a fin de que se imponga una “sociedad abierta al cambio y al progreso”, por tanto, ajena a todas las contingencias.
Tal es el propósito de los judíos en su carrera sin límites para controlar la política europea, máxime cuando la proporción de judíos infiltrados en los centros burocráticos de la Unión Europea no tiene ninguna relación con su demografía.
El control judío de la política europea
En 1919 había veintitrés Estados en el continente; en la actualidad, cincuenta. En el Este había siete en 1990; ahora, veintisiete. En toda Europa se constata una tendencia de las regiones y comunidades hacia la autonomía. De hecho, cada nación europea, cada idioma, cada cultura, ofrece una concepción de Europa en su conjunto. “Ésta perdería su identidad —según Regis Debray—, e incluso todo su interés a ojos de los propios europeos, si les impidiera ser ante todo españoles o checos. En tal caso, la vieja Europa de las naciones no quedaría detrás, sino delante de nosotros” (3). Digamos que en cada país hay un intelectual que destaca el conflicto entre y , expresando el temor de que el mismo se diluya en Europa.
Por todo ello, la fórmula federalista, fundada en la idea de o, lo que es lo mismo, en la idea de la pluralidad en la identidad, es considerada la más apta para organizar Europa. No obstante, la noción jurídica de la nación soberana es incompatible con la idea de un orden internacional. Una autoridad internacional —como observa la filósofa de origen judía, convertida al cristianismo, Simone Weil— sólo puede existir realmente “si posee el poder legítimo, es decir, pública y generalmente reconocido, de dispensar en ciertos casos a los ciudadanos y súbditos de un Estado del deber de obediencia al Estado” (4).
Europa, pues, ve en el Estado federal, a través del laicismo y de un cierto afán relativista-cosmopolita, apátrida —en la acepción de Hegel—, la única solución para salvarse, por un lado, del peligro interno del micronacionalismo (conjurado como metástasis) y, por otro lado, de la amenaza del auge islámico que viene, no sólo de extramuros, sino desde su mismo seno (cada vez son más los europeos que toman el Islam), y que se configura como principal alimento ideológico que sustituye al anticomunismo cerril, según la lógica de los bloques hasta hace poco vigente. Así, como le confiaba un ministro de Asuntos Exteriores de un país de Europa central al analista judío Jacques Attali, refiriéndose a los Balcanes (Bosnia, Albania, una parte de Bulgaria) y Turquía, esto es, refiriéndose a los musulmanes europeos: “sólo merecen ser europeos los católicos y los protestantes; los demás deben ser excluidos de cualquier porvenir común” (5).
La influencia judía en la concepción del “europeísmo” es tan evidente, que sería interminable enumerar a todos los judíos que han marcado la historia de la Europa moderna. Valgan algunos ejemplos significativos, como Joseph Retinger, quien —además de masón y de inspirador del Club Bilderberg— puede ser considerado el verdadero fundador de la Liga europea de cooperación económica, del Movimiento Europeo, y organizador en 1948 en La Haya del Congreso de Europa, en el que tomó parte el Consejo para una Europa Unida (fundado en 1946 por el tecnócrata de la banca judía de los Lazard Frères, Jean Monnet, y por Robert Schumann), del que salió el primer Consejo de Europa, presidido por el judío francés Michel Debré (nieto de rabino).
Otro de los pioneros del «europeísmo” fue Pauel M.G. Levy, quien en 1959 dirigía la información en el Consejo de Europa, junto a Jean Monnet, siendo el diseñador de la bandera europea, para la cual eligió el color azul del símbolo mariano que unifica a católicos y protestantes, añadiéndole las doce estrellas que, además de simbolizar a los doce países que inicialmente suscribieron la unidad europea, simboliza también las doce tribus de Jacob. He aquí, de nuevo, que el mayor secreto de complicidad entre católicos y protestantes es la existencia de ese adversario común..., sencillamente, el Islam. Rechazo compartido por los judíos, que siempre aparecen como “bisagras” en todas las negociaciones. Tales los casos, por ejemplo, de Leon Brittan y Mickey Kantor, comisarios comerciales de Europa y de EEUU, respectivamente, quienes sellaron el “acuerdo global” en las negociaciones de la Ronda Uruguay del GATT; por no citar los numerosos casos de consejeros judíos de presidentes de gobiernos, como fueron sir Joseph Keith, ex ministro del Partido Conservador que inspiró la política monetarista de Margaret Thatcher; o Jacques Attali que pasó diez años junto a Mitterrand; o Lord Levy, el recaudador laborista amigo personal de Tony Blair; o el mítico Kissinger, que todavía ejerce, además de asesor personal de seguridad nacional para varios presidentes de gobierno, de consultor para cientos de empresas multinacionales de todo el mundo.
¡Y qué decir de la figura del judío Jacques Delors, quien llegó a ser presidente de la Comunidad Económica Europea (1985-1995), diseñador del Banco Europeo Unificado y de la moneda europea!
Por otro lado, la presencia de judíos en gabinetes europeos ha sido siempre considerable. Remitiéndonos unos años atrás, en Inglaterra en el gabinete de Margaret Thatcher, además del citado sir Joseph Keith, estuvieron Nigel Lawson, Lord Young, Malcom Rifkind (que llegó a ser incluso ministro de Exteriores en el gabinete de John Mayor), Leon Brittan, Edwina Currie y Jeffrey Archer. En Francia, es un escándalo: antes de que llegara un judío a la presidencia, como es el caso del actual Nicolás Sarkozy, hubo incluso hasta un primer ministro judío, Laurent Fabious, y por el consejo de ministros han ido desfilando J.J. Servan-Schreiber, Simone Veil, Pierre Joxe, Jean-Louis Debré, Bernard Kouchner, etc. En España, en cambio, la lista es corta, con tan sólo cuatro ministros con orígenes judíos: Enrique Múgica Herzog, Joaquín Almunia Amann (actual Comisario Europeo de asuntos económicos y monetarios), Jorge Semprún Maura y Narcís Serra Serra.
El negocio de la identidad europea
La multiplicación de nuevos Estados nacionales aumentan la inestabilidad y la inseguridad del nuevo orden, ya que cada uno de ellos tiene que luchar a la vez contra la presión externa de algún gran poder enemigo y la presión interna de sus propia minorías nacionalistas. En este contexto, se reflexiona, hasta el hartazgo, sobre la identidad y la particularidad. Se ve la particularidad como una enfermedad del pasado de cada pueblo, que no se ha podido todavía dominar. Entonces, la particularidad se toma como un valor a priori, cuando jamás lo es. Por eso, se pone tanto hincapié en crear un proyecto cultural que aúne identidades, una vez despojados todos los particularismos, a fin de preservar lo que denominan “valores universales”. Valores que encuentran sus reflejos más vivos y más estables tanto en el monoteísmo hebraico como en el logos griego y, por tanto, en la función universalizadora de la Roma clásica y cristiana, que fueron reconvertidos por una Ilustración racionalista y laica, y que convergen en la común aceptación del proyecto democrático y liberal, después de las guerras mundiales, según este axioma de la intelligentsia europea (mayoritariamente judía): “Europa viene también de Auschwitz” (expresión acuñada por el filósofo judío Jacques Derrida). En definitiva, son unos valores abstractos y formales que se violan y conculcan de continuo en el momento en que se llevan a la práctica, trátese, por ejemplo, de la libertad de conciencia, de expresión y de asociación, o de la tolerancia o el derecho a la autodeterminación. Por tanto, ni que decir tiene que la cultura autóctona o la religión son consideradas como hipotecas.
Hay quienes, por un lado, ven en el cristianismo y en la actual civilización industrial-productiva-consumista, una etapa de decadencia, barbarie y alienación de los valores puros iniciales indoeuropeos; esto es, quienes ven la identidad europea como resultado de un devenir que arroja el concepto de unidad histórica, con estas características, descritas por uno de los principales ideólogos de las tesis originales de los indoeuropeos, Alain de Benoist: “el politeísmo, la conducta exploradora, la aventura y la adoración de la naturaleza”. De donde, la identidad europea sólo puede admitir estos objetivos: politeísta, pluralista, no proselitista, no dogmática ni fanática, abierta y dinámica.
Digamos que a los europeos (al matar a sus dioses y expulsar a su mito original; al convertir en una fábula el relato bíblico y depositar en la ciencia toda la confianza que tenían en la Revelación) no les queda más que proscribir toda diferencia con las armas de la neutralización y la despolitización. Según las tesis de Carl Schmitt, “en Europa la humanidad está siempre saliendo de un campo de batalla para entrar en un terreno neutral, y una y otra vez el recién alcanzado terreno neutral se vuelve nuevamente campo de batalla y hace necesario buscar nuevas esferas de neutralidad” (6).
En este orden de ideas, una vez caído el antiguo sistema de la guerra fría, se presta especial atención en crear un nuevo sistema de seguridad europeo, el cual contempla las iniciativas reformistas en Rusia, en Ucrania y en las demás repúblicas de la antigua Unión Soviética y las naciones de Europa del Este. Pero este nuevo impulso procede, no de Europa, sino de los Estados Unidos, a través del control de la OTAN. Como observó Jacques Attali en los preliminares de la creación del Banco Europeo de la Reconstrucción y el Desarrollo de la Europa del Este (BERD), que en 1990 presidiría, después de aprobarse el acuerdo por el Grupo de los Siete (G-7) en un castillo de los Rothschild, cerca de Londres: «Washington se propone otorgar (a la OTAN) un cometido de coordinador del conjunto de relaciones del Oeste con el Este e incluso, en cierto momento, de la evolución económica de Europa. La OTAN contra el Mercado Común, problema antiguo... El general norteamericano Brent Scowcroft me explica que conviene convertir a la Alianza en el principal foro para el mantenimiento de la paz en Europa amenazada por el debilitamiento soviético y el fortalecimiento alemán» (7). En otras palabras, ahora que Europa se ve afectada por la inestabilidad económica y las oleadas de refugiados, a causa de los conflictos nacionalistas, se pone todos los medios para reforzar la OTAN y el Consejo de Cooperación del Atlántico Norte, a fin de defender un horizonte amplio que permita mantener la dirección (estructura política y económica de mercado) y salvar la hojarasca.
Por un lado, se trata de llevar a cabo la idea inacabada de George Marshall (el secretario americano que hace cincuenta años impulsó el llamado “plan Marshall”) en Rusia, para que pase de la base imperial a la base democrática, porque “crear una Rusia democrática, no imperial, es la mejor garantía y estabilidad en la nueva Europa”. De ello se han encargado gente como el financiero judío George Soros y compañía. Y por otro lado, prospera la vieja idea italo-española para trasladar al conjunto del Mediterráneo la experiencia de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE).
En suma, desaparecido el imperio de la Unión Soviética, se dota a la OTAN de un nuevo cometido político: frenar el auge del Islam, tanto en el Este como en el Sur de Europa.
No faltan, incluso, elementos escatológicos y soteriológicos que hacen pensar en una “Cruzada de Europa”, por cuanto se estima la doble plenitud de una culminación de los tiempos y de una culminación del espacio humano, en el sentido de que, en el espacio, el signo de la culminación de los tiempos es la reunión de las naciones alrededor de la Europa sagrada y madre, centro del mundo, encerrada en un que nos apremia a ejecutar lo que proyectamos, o a efectuar aquello que se nos encomienda, como prolongación de nuestra propia existencia en los insondables derroteros del universo infinito, que tenemos que recorrer en nuestro incesante caminar adelante.
Ni que decir tiene que cualquier actitud crítica, a fin de rebasar todo estéril mimetismo europeizante, sin caer, claro está, en polémicas historiográficas como las que reivindican “españolizar a Europa” (Unamuno) o “europeizar a España”(Ortega y Gasset), por lo banales que redundan, parece ser que para las élites tendenciosas es sinónimo de afectación pretenciosa. No importa. Queremos dejar bien claro que no impetramos el chalaneo europeísta a todo evento, porque no comulgamos con ruedas de molino, con precisas y excluyentes tablas de valores que nos homogenizan, haciéndonos extraños en el paraíso cibernético. ¿Acaso ese “occidentalismo” decadente, basado en los absurdos igualitarios-mundialistas, no reflejan más que las grandes angustias y las perspectivas de una sociedad atormentada, donde conceptos tales como “espacio social”, “dimensión social”, “diálogo social”, “cohesión social”, “carta social”, “dumping social”, etc., brindan coartadas al despojo, a la expropiación?
Nos resistimos, pues, a vivir en la campana opaca del librecambismo o “fetichismo de la mercancía”, que no nos permite ver entera la realidad, reduciendo, así mismo, las relaciones sociales al choque de intereses, esto es, a una forma de pluralismo de intereses que siempre evoca la “nostalgia de Roma”: culto casi religioso a las obras públicas, apelación constante al Derecho, al orden civil, culto a las asambleas reglamentadas, etc.
La plasticidad de la maquinaria “eurócrata”
Europa resulta ser rehén de los flujos económicos o los equilibrios estratégicos —multinacionales, tipo de interés USA, OTAN, etc.—, que los rebasan, dentro de los parámetros de esa “ideología universalista” que subestima las “identidades culturales”, esto es, la diversidad de las culturas.
Esa Europa como concepto hipostasiado tan caro a los modos del fascismo, se conforma como una entidad “supranacional”, realmente inexistente, tras la cual se camuflan incluso los acuerdos entre las empresas multinacionales, por no hablar de las negociaciones comerciales con Israel, las cuales, por un lado, son utilizadas por Europa como rehén para así avanzar las relaciones comerciales con los otros socios mediterráneos (esto es, los países de tradición islámica); y, por otro lado, sirven a Israel como foro, no sólo para discutir de cooperación regional, sino para tener un acceso sin precedentes al mercado europeo, asistiendo como observador al comité que decide las prioridades europeas en investigación y desarrollo, a cuyos programas está asociado.
Pero, ¿sobre qué bases puede concebirse una pertenencia común europea? ¿En qué consiste la “cultura europea” ? ¿Es que hay una ? No nos llamemos a engaños. Europa es una invención, una añagaza, una entelequia de laboriosas personas neutrales; un armazón montado preferentemente por los grandes “trusts” internacionales, en cuyas manos se reduce a pancarta histriónica. Es más, este esperpento de la ambigüedad de la “hegemonía europea”, del comedero interestatal, de la cuestión de las identidades nacionales, podría llamarse de manera pirandeliana, en su inicio: “doce países en busca de una consultoría de gestión” para la unificación administrativa, siendo sus doce países iniciales: Francia, España, Grecia, Portugal, Alemania, Dinamarca, Italia, Holanda, Irlanda, Bélgica, Reino Unido y Luxemburgo.
Según el Tratado de Roma, es la Comisión, no los gobiernos miembros, la que toma la iniciativa al proponer las políticas y acciones “europeas”. Y es también la Comisión la que realiza las consultas necesarias con las organizaciones no gubernamentales (sindicatos, grupos de presión agrarios y demás lobbys) y con el Parlamento Europeo, elegido directamente. Después de estas consultas, que se dan a conocer y se debaten en los medios de comunicación, las propuestas revisadas de la comisión se presentan al Consejo de Ministros, que procede, en representación de los gobiernos, a aprobarlas o rechazarlas.
En el Tratado de Maastricht (1991), en cambio, el Parlamento Europeo consiguió una nueva arma: la capacidad de vetar acciones ejecutivas de la Comisión, la cual es designada sin el consejo ni el consentimiento del Parlamento. He ahí uno de los fallos más grandes —como observa un influyente analista norteamericano, Harlan Cleveland— para que la Comunidad Europea pueda “parecer una democracia federal” (8).
Mientras tanto, los europeos, al adaptarse a lo que parece ser la “modernidad”, construyen una serie de representaciones nuevas e híbridas que justifican la imagen de Europa a sus propios ojos respecto a la cultura dominante, “proteccionista”, “colonizadora”, dentro de ese proceso de préstamo cultural disgregador y disolvente que acaba por pervertirlo todo. ¿No se habla, por un lado, de los Estados Unidos de Europa, cuando, por otro lado, las nacionalidades tienden a subdividirse en federaciones e incluso en regiones, y éstas en núcleos, centros, asociaciones, organismos, sociedades, instituciones, cooperativas, sindicatos, etc., a fin de satisfacer las inquietudes de sus integrantes en su particular empeño para implantar y extender su fanatismo, baluarte primordial de la incomprensión entre los hombres y los pueblos? En este sentido, la plasticidad de Europa es grande.
Sin embargo, y pese a los acuerdos de asociación firmados con los países de Europa central y balcánica, que contienen cláusulas relativas al librecambio y otras que vinculan la ayuda comunitaria a reformas estructurales (en particular, las privatizaciones), la incapacidad de Europa para funcionar con un mayor número de Estados miembros es evidente. Por eso se ha diseñado un nuevo espacio político, económico y social, basado en “la paz, el desarme, la cooperación y la solidaridad con el resto del mundo”, que el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los círculos plutocráticos imponen, y que consiste en otorgar al capital internacional todo tipo de facilidades y ayudas para su implantación en los nuevos países surgidos por la desaparición de la Unión Soviética. Así, mientras “en el Este, los ´apparátchiks´ comunistas garantizan la transición; en Occidente, los gestores de la guerra fría negocian su propia reconversión” (9).
Porque no se teme a los separatistas vascos, los autonomistas corsos, los flamencos, los valones o los irlandeses del Norte y del Sur, sino a los nacionalismos emergentes del Este, los cuales, después de estar amordazados por el poderío militar soviético, pueden derrapar y amenazar la seguridad europea. Por tanto, para ir allanando el camino de una moderna economía de mercado, tanto los Estados Unidos como sus aliados europeos ayudan a los países del Este a encontrar un equilibrio, combatiendo el crimen organizado y fomentando la creación de Organizaciones No Gubernamentales (ONGs). Todo ello negociado por el BERD, el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo de la Europa del Este, creado en 1990 con un claro mandato: promover la democracia multipartidista y la economía de mercado en Rusia y en la Europa del Este. Curiosamente fue la primera institución internacional “a la cual se han sumado los países del Este, incluso antes de entrar en la ONU” (10), teniendo en sus manos “todos los instrumentos financieros: los préstamos y las participaciones en una sociedad” (11). El BERD nació, pues, con un objetivo específico: “amarrar ese monstruo que es la Unión Soviética a un continente del que ella misma se ha excluido, conduciéndola a la democracia y a la economía de mercado” (12), dándole toda clase de facilidades como “trocar el desmantelamiento de sus armas nucleares por la anulación de su deuda externa”, o “llevar a cabo un programa de reconversión de los oficiales del Ejército ruso en funcionarios civiles” (13).
No obstante, no sólo se temió la recomposición del ámbito territorial de la antigua Unión Soviética (países bálticos, Cáucaso y repúblicas asiáticas), sino que se temió, por encima de todo, a la Alemania unificada, convertida en potencia económica descomunal, la cual puede satelizar a los países del Este que pasaron a integrar el bloque asignado a Rusia tras los acuerdos de Yalta, como son Polonia, Hungría y Checoslovaquia, y transformar a la Comunidad Económica Europea en una zona monetaria articulada en torno al marco. De ahí que, por un lado, se pusiera en marcha en 1991 el programa Phare de la Comunidad Europea, a fin de suministrarles créditos para la reconstrucción de sus instituciones administrativas, políticas y sociales; y, por otro lado, que se tomaran todas las medidas para que estos países recurrieran a la OTAN, la única institución que puede controlar las posibles tendencias expansionistas de Alemania, por aquello de la Mitteleuropa (14).
El abismo entre los “expertos” y los “ciudadanos”
Europa se concibe como un espacio para los “expertos” o burócratas rotatorios; como una panacea de los especialistas o “particularistas monolaterizados” (según expresión de Ramón y Cajal), ignorándose que en cada uno de los compartimentos estancos de la ciencia hay una auténtica “perijóresis”, es decir, que en cada uno de ellos actúan los demás. Si algunos especialistas no reconocen esto como propio, es porque no alcanzan a extraer todas las consecuencias de sus teorías.
Esta especialización a ultranza es, en lenguaje weberiano, refugio del conocimiento experto y de la “rutinización” impersonal y funcional de la administración, al margen de mitos sociales o culturales. El caso es que a la vez que se incentiva el desarrollo de las iniciativas se refuerzan las grandes burocracias. ¿No es común, acaso, a los regímenes autoritarios, la instrumentalización de la comunicación por sujetos colectivos e institucionales?
Digámoslo de una vez, ese proceso de integración europea corre el riesgo de centralizar el poder despótico burocratizado, y hacer más profundo el abismo entre los “expertos” y los “ciudadanos”. Es más, seducidos por el dinamismo tecnológico que se asienta sobre la doble pilastra, por un lado, del discurso de razón cartesiana y de individuación leibniziana o hábito de las primeras inducciones especulativas y, por otro lado, de la cibernética o hábito de las primeras verosimilitudes operacionales, ese proceso se proyecta como aventura prometeica del futuro humano, como un hontanar de donde surgen en líneas paralelas y verticales las columnas que sostienen la bóveda de ese gigantesco teatro donde se representa el drama de todos, en un nuevo concepto de geopolítica.
La tecnología, en este contexto, se resuelve como modo de encauzar los excesos del “furor de vivir” y del “desatino salvaje”, dado que representa al mundo por la velocidad, permite fluidez de trámites, reducción de operaciones y economía de tiempo y dinero, aunque —todo hay que decirlo—, vuelve a cubrir más tiempo y más dinero, y así sucesivamente, hasta convertirse en oráculo de entonación del pensamiento a fuerza de considerar los grandes números. Al fin y al cabo, se crea el hábito (en la mayoría) de aceptar las declaraciones de la ciencia como si fueran la última palabra.
En este orden de ideas, el avance tecnológico supone inicialmente la ilusión de un sistema abierto, cuando, en realidad, destruyendo distancias sociales en aras de un valor igualitario, crea un sistema cerrado, anclado en sí mismo, capaz de proveer satisfacciones de una manera tan acelerada que genera sumisión para retraimiento o “infantilización” del hombre, el cual es continuamente modelado, dinamizado, por técnicas que acaban por hacerle caer en la inutilidad y el cinismo.
Tenemos una vez más aquí al mito evolucionista del “progreso” conformando el mecanismo del consumo, con todas sus artificiales construcciones ideológicas sugeridas a la humanidad actual para movilizarla en una dirección que no puede ser otra que infrahumana.
Como consecuencia del vértigo que produce este abismo entre la interdependencia de las ciencias y los individuos, tenemos que el hombre moderno “ele mesmo” y, en lo que nos atañe, el hombre europeo, hipnotizado por un craso “patriotismo europeo”, sólo atiende las apetencias colectivas e individuales, para lo cual se embebe de economía práctica, esto es, de una ciencia que se sustenta sobre tendencias globales o de volumen en la manipulación del factor precio, y que se representa a través de estadísticas, encargándose de hacer la división del trabajo y de posibilitar los excedentes que permitan la “acumulación”, el “ocio”, la “educación”, el “progreso” y el desarrollo material de la ciencia y de las artes, como si el mundo fuera exclusivamente un gran mercado.
En estos presupuestos descansa el mito del “bienestar social” que, en realidad, es incapaz de ofrecer al hombre una explicación satisfactoria sobre sí mismo y sobre su destino fuera del plano social y humano.
La economía como terapia de choque
De todos es sabido cómo la intervención del Estado en la economía se deriva de la teoría keynesiana. Como consecuencia de esta intervención nace “la economía del bienestar” y “el Estado social de derecho”. Pero, la “economía del bienestar” o “Estado de bienestar” está, hoy por hoy, en quiebra. Por eso, se convoca, de nuevo, los valores tradicionales de trabajo y ahorro, que impone el Nuevo Orden Financiero Mundial. Se trata de que los europeos “vendan el coche para comprar gasolina”, esto es, privaticen sus empresas y servicios públicos, con los despidos que llevan asociados, como sacrificio en aras del credo del libre cambio, “aprovechando la fuerte popularidad de los nuevos gobiernos para hacer que el ciudadano acepte las reformas. Es la terapia de choque” (14). De esta manera, muchos beneficios sociales tienden, si no a desaparecer, en algunos casos, al menos ser reformados, tal el caso de los sistemas de seguridad social. Son los efectos de la apertura y globalización de las sociedades y los mercados que por doquier se promueven.
Por su parte, el “Estado social de derecho” representa un pacto entre los grupos sociales. Esto quiere decir que a los trabajadores se les exige una condición para poder integrarse en el sistema democrático: que abdiquen de la violencia como instrumento para transformar la sociedad, según los modelos marxistas vigentes. En otras palabras, el Estado se convierte en el único árbitro de la democracia o, lo que es lo mismo, en el único garante del monopolio legítimo de la violencia en democracia. Los ciudadanos se convierten así en clientes egoístas del Estado.
Por tanto, la Comunidad Económica Europea (CEE) es un conjunto de recursos públicos para el alcance de unos fines particulares, que se miden por la lenta pérdida de algo que antes pertenecía a la gente de modo natural, como las más profundas seguridades, la comunidad basada en el respeto por las diferencias y la aceptación de las jerarquías, la autenticidad, la relación con lo Divino.
¿Cómo hallar, entonces, la convergencia entre las economías comunitarias? ¡Con la implantación de la moneda única! Era el objetivo fundamental del Tratado de Maastricht. Ello exigía una gran disciplina financiera y fiscal en todas las economías para consolidar el Sistema Monetario Europeo (SME). Pero, ¿cómo ligar a las monedas europeas con tipos de cambio fijos e inamovibles?; ¿cómo evitar la cascada de devaluaciones de las mismas? Creando un Instituto Monetario Europeo (IME), germen de lo que más tarde fue el Banco Central Europeo, cuya sede está en Frankfurt.
El caso era convencer a todos de que los trastornos monetarios prueban que un mercado único sin unidad monetaria no funciona. De esta manera, se justifica que Europa sólo sea una construcción jurídico-económica que sólo administra las transacciones económicas y financieras por encima de la soberanía popular. Porque no puede haber voluntad política. El conflicto balcánico mostró evidentemente la indefinición política de Europa. El librecambio, la competencia y la desregulación son los valores de referencia de la Comisión de Bruselas. Los europeos, pues, no son más que consumidores atomizados dentro de un supermercado multinacional.
En efecto, no hay razones de tipo económico para imponer la Unión Monetaria: su finalidad principal es compartir una sola soberanía. ¿Cómo? Porque ello conllevaría un solo espacio geográfico, por tanto, una sola frontera; un solo ámbito religioso, por tanto, una sola historia; un sólo ámbito político-cultural, por tanto, un único destino o un sueño común. ¡Delirio!
El esquema de una unión federal europea podría ser así, según el judío Jacques Attali: “Los Doce constituirían así, de manera progresiva, una verdadera Unión federal dotada de una moneda, una defensa y una política exterior comunes. Se convertiría en un espacio político integrado bajo la égida de una Constitución; el terreno de experimentación de una sociedad de afiliación múltiple donde el europeo no sería ya ciudadano de un solo Estado, sino de varios: del lugar donde ha nacido, de otro en el que vive, de un tercero donde trabaja. Sería una “democracia sin fronteras”... Esto implica, en primer lugar, el establecimiento de la moneda única, cuya creación sólo podría ser decidida de golpe” (15).
Sea como fuere, se impone la economía de mercado entendida como cálculo de cosas subjetivas (el bienestar, etc.), que permite un mercado de intercambio de valores en libre competencia, siendo la moneda única el patrón de medida, en detrimento de todo mercado de intercambio de productos, según una alocación eficaz de los recursos naturales, cuyo patrón sea aun el recurso mismo.
Este proceso llegó a su climax con la implantación generalizada de la utilización del Euro como moneda útil, a fin de consolidar la permanencia competitiva en los movimientos especulativos de los mercados internacionales. Para este fin se estimularon infinidad de teorías de estrategia y control, como guías de intervención y manipulación de la cultura y alcance humanos de los diferentes pueblos, hasta el extremo de justificarse todas las formas de alienación intermedias, uniformizantes y globales, con todas sus cantinelas, gesticulaciones y contradicciones indefendibles.
Desde entonces no se tuvieron en cuenta, más bien todo lo contrario, la diversidad de hecho de los grupos humanos y su innegable desigualdad de valor. Se desconocía la diversidad en el territorio, en el número de habitantes, en las riquezas naturales, en las formas de organización política y económica, en los sistemas sociales. Se impuso, pues, el juicio de la economía, un juicio extremadamente fragmentario.
Dado que la economía moderna se establece como la ciencia de la distribución espacial de bienes y servicios, a merced de estrategias de internacionalización, no es de extrañar el “absolutismo” de lo económico, que acaba entendiendo por el principio de economía (rendimiento y eficacia) la “gestión económica autocéfala”, según expresión de Max Weber.
Por nuestra parte, no creemos en el determinismo económico de los mercantilistas y fisiócratas, en el supuesto de que el desarrollo o ethos económico igualitario, consumista, con sus leyes de hecho y con sus resultados predecibles y cuantificables, sea, ni mucho menos, la clave para el entendimiento de las relaciones humanas, porque la economía no tiene su propia legalidad. Cómo, si no, se explica el que las relaciones humanas se consideren como relaciones sociales de producción, que se remiten, a su vez, a diferencias de grado, no de naturaleza. Porque la economía existe en función de la alta productividad y la supremacía económica en expansión y autogeneradora, con el fin de crear prosperidad y progreso contingente. Puro reduccionismo economicista que sofoca las diferencias naturales. De hecho, al marxismo se debe, al señalar la economía como único factor que explica el devenir histórico, que continúe la conveniencia de eliminar las diversidades culturales.
De esta manera, pues, el hombre europeo aprende “la abominación de la desolación”, que se sustenta —¡no faltaría más!— en un aserto de “buenas intenciones”: “garantías de paz” que acaban provocando las iras de unos y las simpatías de otros, resolviéndose con gases lacrimógenos, metralletas, mangueras, porras, artillería, carros blindados, portaviones, cazabombarderos, cohetes tácticos y estratégicos, armas químicas y bacteriológicas, ingenios nucleares, etc.; “salvaguardas del bien común” que acaban por pervertir la simplicidad natural de los hombres, interesándoles en la informática, las modernas técnicas de comunicación, los nuevos lenguajes semióticos, cine, TV, etc., por cuanto todo ésto amplifica la lógica racional y afila la daga de la controversia; “voluntad de construir el orden más perfecto de todos los tiempos” sobre la disgregación, el desorden y la ruina, y no sobre la entereza, la estabilidad y la calma. En fin.
Por otro lado, ¿cómo puede haber paz, no sólo en Europa, sino en el mundo, si siempre se espera un “futuro conocido”, si no como paisaje desolado tras una probable hecatombe nuclear, al menos —por esa vieja ley de escoger entre dos males el menor—, lleno de máquinas cibernéticas? “Se trata del espíritu comercial que no puede coexistir con la guerra y que, antes o después, se apodera de todos los pueblos”, como hizo notar Kant en su día, sin sospechar que siglos después este “espíritu comercial” dependería en gran medida del imperativo bélico mundial.
Tal es que ese “espíritu comercial” se socializa, se torna colectivo, circula en las distintas manifestaciones sociales, consolidándose, trocándose en condicionamiento de la actividad humana. De esta manera, el hombre tiende a cambiar de contexto, a depender cada vez más del organismo social. La noción de colectividad surge de todas partes.
Digamos que el desarrollo de la economía de mercado, en proporción al progreso de la ciencia del hecho social que, a su vez, se desarrolla, coadyuva al hecho de que el hombre sea cada vez más considerado como esencialmente dependiente del organismo social. He aquí, sin duda, la raíz del socialismo jurídico o, lo que es lo mismo, de la socialización del derecho, que penetra cada vez más profundamente en el espíritu de los legisladores. De hecho, el “socialismo”, al creer en la autoridad colectiva por encima de toda dignidad humana, tiende a incrementar la “ingeniería social”, esto es, las estructuras funcionales, las instituciones esclavizadoras, las “inquisiciones congresionales” (según Albert Einstein) y, por ende, a incrementar un rígido control de la autoproducción social, como una compleja figura tejida sobre un mismo cañamazo, que no tiene centro, porque está un poco en todas partes.
El socialismo ha constituido en Europa los ordenamientos institucionales para mantener y transmitir modelos compartidos de percepción, predicción, juicio y actuación, hasta el extremo de renunciar a un ritual público de solución de represiones. Institucionaliza una “uniformidad en toda variedad”, es decir, institucionaliza la secesión que forma varias “unidades” (federalismo, autonomías, etc.) con la consiguiente proliferación de normas y de oficinas e instancias judiciales. De esta manera, lleva, por uniformidad, a la analogía total de las nociones, intensificando el Estado con un alienante sistema cibernético que gobierne y controle la actividad de los individuos; imponiendo, en definitiva, el “absolutismo presupuestario”, que no es más que la instancia demarcadora del intervencionismo y del totalismo. Ya se sabe: la tiranía siempre se ejerce mejor en nombre de un interés social o colectivo.
No olvidemos, a este respecto, que el socialismo actual es una de las concesiones del fascismo a la modernidad. Representa, sin lugar a dudas, ese isomorfismo de fondo que atraviesa todo el planeta. El fenómeno es general y libre de toda estructura política, y puede considerarse la causa el “miedo al futuro”, porque se vive con mentalidad histórica, esto es —parafraseando a Baudrillard—, con mantener bajo hipnosis múltiples cercos históricos, en cuanto que se impone el talante democrático, según unas actitudes, tales como creer que la historia es un orden abierto, no escrito, y creer que es bueno que sea así; o como creer que el hombre, por el mero hecho de serlo, puede configurar su futuro y el de la humanidad a su antojo; o como creer que no hay más autoridades que las que se demuestran, no las que se proclaman. Dicho talante sólo puede darse con la previa condición de la existencia de cierto género de mitología, en este caso, de predicación mesiánica que converge, circunda e impregna la idea del “progreso” y la “revolución” . Además, el empleo de expresiones en las que se incluye la palabra “reforma” (“reforma social”, “reforma económica”, “reforma educativa”,etc.), ¿no deja entrever esa conciencia endogámica de crisis, de cierta expectación, no exenta de temor, ante el necesario cambio que debería significar un efectivo mejoramiento?
El caso es tender hacia un “paraíso” uniforme (la civilización del “tedium vitae”), hacia esa parusía ontológica que ha de venir, a través de una dialéctica ideal o materialista, como señalan los jurisconsultos de la escatología histórica, como si la historia fuera un simple juego de determinaciones y libertades, una coyuntura de azar y necesidad. Ya se sabe, todo “unitarismo” a ultranza en lo inmanente exige la sumisión de toda diversidad, ya que para aunar esfuerzos se requiere uniformidad dogmática, que sirve, entre otras cosas, para simular el fanatismo, haciendo coincidir fatalmente la libertad con la adaptación social.
Pero hay más: el socialismo al reemplazar la ideología por una especie de pragmatismo administrativo provoca el aumento de oficinas, creando una extensa capa social profesionalizada en la ocupación de los asuntos corrientes, formada por legiones de burócratas, con el fin de establecer una sociedad nivelada de individuos sin rango. En este contexto, el “homo faber aptus” se convierte en “homo sedentarius ineptus”, porque la habituación a los procedimientos operativos restringe, sin duda, las opciones.
Se trata, por todos los medios, de incrementar –predicando un conformismo sin ascesis– una nueva clase de eunucos del “servicio público” y del “interés general”. Meros instrumentos de una voluntad que les supera, ignorándola por ende, permanecen inevitablemente subordinados a ella, inconscientes del papel que efectivamente desempeñan. No se les permite ir en sus apreciaciones más allá de los límites establecidos por los intereses particulares del grupo estadual correspondiente, que marca —de manera totalitaria siempre— las cuestiones de interés general que exceden con mucho de aquellos límites.
Dentro de ese mecanismo transnacional, el hombre no deja de ser más que un “asegurado social”, un “sujeto de derecho”, en definitiva, un “administrativo”, que sólo puede hablar de esa paz provocativa que excluye al “otro”. De esto se sigue que se pongan todos los medios para que el hombre trate de reconocerse en los productos de su trabajo, en sus obras exteriores, las cuales, en su mayoría, carecen de sentido. Su interés se dirige sobre todo a la elevación del nivel de vida y a la “eficiencia funcional”, dentro de lo que se ha dado en llamar “una sobria religiosidad de la acción”.
Dicho de otro modo, se hace ver que lo más ventajoso para el hombre es que obre con demasiado egoísmo, mirando sólo su propio interés, porque ciertamente el egoísmo, es decir, el deseo de estar bien y seguro, no consiente límites. En fin, idiota llamaban los griegos a quien se definía por sus propiedades, esto es, al que ponía el acento en el tener y no en el ser.
Los “eurócratas”, aun invocando un ideal de justicia que desborda claramente sus planteamientos materialistas, al establecer el mercantilismo, el desarraigo intelectual, el deseo de rebajar toda manifestación de grandeza y nobleza, conducen al hombre a uno solo de sus aspectos: el aspecto económico.
Por todo ello, es necesario distanciarse de la convicción de que la Comunidad Económica Europea es nuestro futuro, como la mejor fórmula de trascender ese sentimiento de exaltación nacional y belicista que el estallido de la Primera Guerra Mundial provocó en todos y cada uno de los países europeos. porque ello no es más que una servidumbre al milenarismo prestigioso. Esta convicción se sostiene en la perspectiva nietzscheana “de los fines humanos ecuménicos” que coadyuvan a la lucha por la dominación mundial, máxime cuando las condiciones y formas de predominio vienen dadas por la consigna: “vivir para Europa es predominar” o, lo que es lo mismo, vivir para la degradación y el desposeimiento.
Así pues, debemos evacuar de nuestra mentalidad el conformismo del lucro bajo el signo de los mercados, como marco de un modelo codificado, de una comunidad estatista y de una legalidad sistematizada, que encarna un implacable designio homogeneizador, y volver, de una vez por todas, a la comprensión unitaria de la vida, en sí, fluida, palpitante y dinámica. Heterogénea, en suma.
Antonio José Trigo
(Ensayo corregido del publicado con el mismo título en mi libro: “La Sociedad Posmoderna”, Claves Latinoamericanas / Instituto Politécnico Nacional, México D.F., 1992, pp. 21-31)
NOTAS
(1).- Carl Schmitt, El concepto de lo político, Alianza Editorial, Madrid 1991, p. 86.
(2).- Citado por Vladimir Volkoff, Elogio de la Diferencia. El Complejo de
Procusto, Tusquets Editores, Barcelona 1984, p. 117.
(3).- Regis Debray, , en El País, 7-10-1993, p. 17.
(4).- Citado por Emilia Bea Pérez, Simone Weil, la memoria de los oprimidos,
Ed. Encuentro, Madrid 1992, pp. 282-283.
(5).- Jacques Attali, Europa(s), Seix Barral, Barcelona 1994, p. 129.
(6).- Carl Schmitt, El concepto de lo político, op. cit., p. 117.
(7).- Jacques Attali, Europa(s), op. cit., p. 55.
(8).- Harlan Cleveland, Nacimiento de un nuevo mundo, El País/Aguilar de
Ediciones, Madrid 1994, pp. 108-110.
(9).- Jacques Attali, ibidem, p. 51.
(10).- Jacques Attali, ibidem, p. 102.
(11).- Jacques Attali, ibidem, p. 58.
(12).- Jacques Attali, ibidem, p. 31.
(13).- Jacques Attali, ibidem, p. 101.
(14).- El término Mitteleuropa nació el siglo pasado como término político para
designar una supremacía alemana en el espacio danubiano. “Pero ya en
nuestro siglo –según Claudio Magris– y sobre todo en los últimos decenios y en
sentido literario, significa justamente lo contrario, es decir, designa un
mundo supranacional que se ha expresado sobre todo, pero no sólo, en lengua
alemana y que contempla un alma no alemana, sino una mezcla, un mundo...
Naturalmente, la Mitteleuropa es también un mundo lleno de maldiciones, de
odios nacionales, de obsesiones acerca de sus propias identidades, es también
una Babel de resentimientos y rencores”
(15).- Jacques Attali, Europa(s), op. cit., p. 146.
(16).- Jacques Attali, ibidem, p. 167.