16/7/09

La condición posmoderna o cómo apostar al vacío como salida triunfante



I

El siempre actual debate que impugna, desvela, saca al aire de la discusión, la figura de Heidegger, ha generado una polémica en la que se manejan elementos políticos, éticos y de concepción del hombre, en cuanto representa la necesidad de replantear el marco conceptual de nuestra cultura desde fuera de la tradición ilustrada, poniendo en solfa la categoría de «progreso» sobre la que se articulan los fárragos de filósofos, sociólogos e historiadores, los cuales priman exclusivamente las valoraciones a priori realizadas a partir, no sólo de percepciones estereotipadas de la realidad, sino de restos, escombros y desechos de una experiencia desprovista de sentido o forzada a asumir un significado instrumental y limitado, a la manera de los intelectuales judíos de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Bloch, Benjamin, Marcuse, etc.) o de la caterva francesa de los Nuevos Filósofos (Glucksmann, Henry-Levi, etc.), quienes, en tensión cuestionadora y atormentados por la posible pérdida de la historia, del pasado y del recuerdo del mundo fantasmagórico, holocáustico, abogan por una especie de «hermenéutica del desencanto del mundo», que culmina en un cinismo cómplice de cualquier cosa y a cualquier precio. ¿Acaso no acaban compatibilizando la vocación suicida con el más descarado de los narcisismos, incluso describiendo su experiencia de la vida en tono de un romanticismo perverso? De hecho, los intelectuales judíos se convierten en el mundo moderno en guías para detectar el «mal» y desenmascararlo, sin jamás diagnosticar sus causas y prescribir los remedios. Ponen en un listón alto la contemplación irónica de la necesidad como una de las formas posibles del destino. Y lo hacen en el intersticio entre la antropología cultural, la filosofía de la religión y la hermenéutica filosófica y teológica.

A este respecto, como observa Baudrillard, «el caso Heidegger es sintomático del revival colectivo que se ha apoderado de esta sociedad a la hora del balance secular: revival del fascismo, del nazismo, del extermino (...) Todo el mundo, de uno u otro lado, cae en la misma trampa, de un pensamiento pobre, de un pensamiento débil que ya ni siquiera conserva el orgullo de sus propias referencias –y muchos menos la energía de superarlas– y que desperdicia lo que le queda en procesos, memoriales de agravios, justificaciones, verificaciones históricas» (1).



Digamos que Heidegger, más que epígonos, ha tenido (y continúa teniendo) sobrinos talmúdicos que se repiten más o menos de idea en idea hasta llegar, después de cierto manierismo, a la esclerosis escolástica.

Así, dada la influencia ejercida por Heidegger sobre la «tematización de la posmodernidad» (Lyotard), no podemos dejar pasar la posibilidad de cuestionar el problema, frente al universalismo crítico e ilustrado de la concepción democrática, al margen del freudo-marxismo, el posestructuralismo francés, la antipsiquiatría, la teoría crítica alemana y la literatura artística americana (léase New Age, fitness, pop art, etc.), teniendo en cuenta, por tanto, el nihilismo de los últimos cincuenta años, con sus «desperdicios culturales intelectualizados», como diría un intelectual judío cualquiera, a fin de tender hacia una secularización de todos los fenómenos.

En primer lugar se observa que el pensamiento de estos intelectuales posmodernos fluye a saltos, sin establecerse en forma de doctrina o sistema, de donde sus obras se encuentran en forma fragmentaria, sibilina, sinuosa, al modo de: polen (Novalis); cohetes (Baudelaire); dardos (Nietzsche); voces (Antonio Porchia), etc. ¡Hay innumerables apologistas del esbozo, el retazo, el tanteo, el aforismo, el fragmento! Pensamiento discontinuo que anuncia, si no la disolución de lo Absoluto, al menos la proclamación del tedio, el aburrimiento, que funcionan como elementos subversivos, sea zahiriendo o incordiando.

Ernst Jünger los definió como «maestros de la fragmentación», esos que «tienen muy poco que decir, pretenden darse importancia embutiendo una serie de temas dentro de un mismo marco y confiriendo de esa forma una nueva dimensión al aburrimiento» (2).

Casi todos los intelectuales y artistas urbanos se refugian y defienden en la religión de éxito del discurso fragmentario, la prosa suelta, el diario, el volumen de anotaciones breves o la desordenada memoria literaria, abusando del equívoco, las disquisiciones semánticas, los eufemismos y aun las metáforas. Todos tratan de lograr una obra que se caracterice por su despejada independencia de criterio y por su aversión a toda mitología impostada con pretensión de teoría. Sólo que lo hacen con resentimiento, porque han perdido el protagonismo social frente al futbolista famoso, el torero, el nuevo rico, el músico rockero, el cortesano y la cortesana de turno, etc.

La «condición posmoderna» admite definiciones para todos los gustos. La más común es aquella que la define como resultado de la simbiosis entre contracultura estética y nihilismo sofisticado. El intelectual judío Lipovetsky, por ejemplo, define el posmodernismo, siguiendo al sociólogo –también judío– Daniel Bell (nacido Belotzki), como «la democratización del hedonismo». Parece que todo se resuelve con palabras. Encuentran una palabreja, la ponen de moda y se hacen la ilusión de que con ese vocablo, que en fuerza de repetirse ha perdido ya su sentido, resuelven los problemas de la realidad.

Una de las panaceas más al uso, hoy, en el mundo, es la “democracia”. Todo el mundo está por la democracia. Pero con una condición: que lo dejen democratizar a él. Los dictadores aceptan la democracia de las reivindicaciones hecha por los técnicos al servicio de la dictadura. Los empresarios aceptan la democracia a condición de que los técnicos a su servicio, infiltrados en el Estado, se encarguen de hacerla. De hecho, cuánto más fuerza pierde el sistema democrático ante el sistema monetarista internacional, más se incrementa en la misma proporción su gloriosa autopropaganda. En suma, todo el mundo aspira a ser demócrata “pro domo sua”.

Sin embargo, lo cierto es que sufrimos un exceso de historia y de comunicación, por lo que urge romper con todas las ilusiones del mito burgués del progreso, dentro de esa falsa dialéctica del individuo autónomo y la colectividad autónoma, que rige desde la ruptura con la idea de una institución heterónoma (mítica o religiosa) de la sociedad, dejando en su lugar la estructura diacrónica del mundo, según la cual el proceso de la historia emerge de una suma de momentos coyunturales y significativos, en su desenvolvimiento lineal. Ha llegado, pues, la hora de superar el «progresismo», el «igualitarismo» y el «economicismo» (la democracia de abstracciones), porque no hay línea de progreso, ni continuo (como defienden los liberales), ni discontinuo (como defienden los marxistas).

Ciertamente el hombre responde siempre a su momento histórico, pero es absurdo creer que el hombre es un producto de la historia, pues ésta es una abstracción, una convención, que no existe a nivel de los hechos mismos y, como tal construcción, sólo se basa en la personificación de las acciones. La historia –siempre abierta e inabarcable– no hace al hombre, sino todo lo contrario, porque la historia no es un camino, un tránsito lineal, simple, seguro, irreversible, ya que, por una parte, la historia es, experimentalmente, continua y, por otra parte, no hay historia en realidad. Esto puede explicarse con la analogía del océano y las olas. De la misma forma que cada ola es única, cada acontecimiento es único; pero cada ola no es un océano, es decir, cada acontecicmiento no es sino historia, que adquiere valor cuando entre los distintos acontecicmientos se establece una «continuidad» en vez de «contigüidad», según la ley de la alternancia, como en una tormenta al trueno sucede el silencio, y al silencio el trueno.

¿Cómo, pues, entender una continuidad temporal como una suma de instantes móviles, como un desarrollo de elementos heterogéneos, como «proyecto en curso»? La historia no es una acumulación de siglos. No está formada por una continuidad de acontecimientos, de instantes que se suceden. Entonces, ¿quién hace la historia? Sin duda alguna no la hace el hombre aislado, pegado al desarrollo de los acontecimientos lineales, ni la masa inorgánica que se mantiene en la confusión y desprecia lo que se le escapa, sino la comunidad humana misma.

La historia es, sin duda, una necesidad del hombre, pero ella no nos constituye en nuestro ser, es decir, nuestro ser no se enlaza a fundamentos filosóficos y a resultados sociológicos, de la misma manera que la felicidad no tiene historia. Por tanto, es absurdo partir, por ejemplo, de una interpretación puramente económica de la historia, porque la fuerza –la “necessita” de Maquiavelo– no es elemento constitutivo de un ser. El hombre no es puro suceder o acontecer. Es un germen, una magnífica posibilidad que pide un desarrollo y exige un proceso de maduración. El hombre, sin duda, crea las fuerzas sociales que acaban por ahogarle. Es producto de la sociedad, de lo que hace, pero no «creado» por el nexo social. De hecho, «el mundo» no es exclusivamente una realidad, sino también una posibilidad. No existimos, pues, porque co-existimos, por conveniencia social, sino que co-existimos para que reconozcamos la Unidad del Creador, que es inherente a nosotros mismos, de la que nos aleja la «existencia».

Pero para reconocer el resultado orgánico de ese patrón natural hemos de segregarnos tanto de la gran corriente «colectivista» (representada en esta época por el marxismo ontológico), como de la exaltación del individualismo (representada por el voluntarismo nietzscheano).

En todo caso, si la historia es una sucesión con referencia a hechos particulares de los que el hombre sigue la línea, el tiempo, en cambio, es un ritmo simultáneo que se obtiene por la potencialidad intrínseca de un ritmo universal, pues todos los hombres tienen el mismo origen, y todos vivimos en círculos concéntricos (familia, ciudad, nación, continentes, mundo, etc.) El hombre no hace más que tomar el ritmo del tiempo y expresarlo, participando así de todo el universo. Porque lo que nunca podrá arrebatar el hombre es el tiempo, entre otras razones porque lo que es en el tiempo nunca es, porque lo que es, es intemporal. El hombre, en cambio, sí puede suprimir la condición temporal. Pero su destino es superar este ritmo.

En definitiva, el hombre no viene de la historia, no se reduce a ella. Por tanto, «lo humano» es irreductible; no puede presentarse como un pensamiento de la totalidad o del sentido único de la historia.

La historia entendida como tiempo manifestado, específico, hipostasiado, no es ningún producto de la actividad humana, mucho menos de causas económicas. No es una yuxtaposición de momentos. «Lo que la historia relata, el hombre lo refleja», ha observado alguien, porque en realidad el tiempo como continuidad es indivisible. No se puede aplicar al tiempo las representaciones del espacio. El tiempo es progresión y retrospección simultáneamente. Nos explicaremos: el presente no está entre lo que se describe y lo que se predice. El hoy vive en el ayer que sigue siendo escrutado infatigablemente y el ayer se prolonga en el hoy. Como dice la tradición sufi: «el mañana es el polo positivo y el ayer el negativo; reunidos, se transforman constantemente en la carga eléctrica del presente». Por tanto, no hay principio ni fin. No existe «eterno retorno», porque el mundo no parte de nada.

La historia, condicionada por la sucesión como por la extensión de las cosas, se repite (c´est tout comme ici), aunque en grados diversos, como después de la primavera se espera la llegada del verano, después del verano la llegada del otoño, y así sucesivamente, y no como nos quieren acostumbrar a creer: que las épocas son marcadas por cambios en la estética, en el estilo de la arquitectura, de la vajilla o de los utensilios técnicos, como si la actividad del historiador fuera la de «establecer hechos».

Digamos que Heidegger, más que epígonos, ha tenido (y continúa teniendo) sobrinos talmúdicos que se repiten más o menos de idea en idea hasta llegar, después de cierto manierismo, a la esclerosis escolástica.

Así, dada la influencia ejercida por Heidegger sobre la «tematización de la posmodernidad» (Lyotard), no podemos dejar pasar la posibilidad de cuestionar el problema, frente al universalismo crítico e ilustrado de la concepción democrática, al margen del freudo-marxismo, el posestructuralismo francés, la antipsiquiatría, la teoría crítica alemana y la literatura artística americana (léase New Age, fitness, pop art, etc.), teniendo en cuenta, por tanto, el nihilismo de los últimos cincuenta años, con sus «desperdicios culturales intelectualizados», como diría un intelectual judío cualquiera, a fin de tender hacia una secularización de todos los fenómenos.

En primer lugar se observa que el pensamiento de estos intelectuales posmodernos fluye a saltos, sin establecerse en forma de doctrina o sistema, de donde sus obras se encuentran en forma fragmentaria, sibilina, sinuosa, al modo de: polen (Novalis); cohetes (Baudelaire); dardos (Nietzsche); voces (Antonio Porchia), etc. ¡Hay innumerables apologistas del esbozo, el retazo, el tanteo, el aforismo, el fragmento! Pensamiento discontinuo que anuncia, si no la disolución de lo Absoluto, al menos la proclamación del tedio, el aburrimiento, que funcionan como elementos subversivos, sea zahiriendo o incordiando.

Ernst Jünger los definió como «maestros de la fragmentación», esos que «tienen muy poco que decir, pretenden darse importancia embutiendo una serie de temas dentro de un mismo marco y confiriendo de esa forma una nueva dimensión al aburrimiento» (2).

Casi todos los intelectuales y artistas urbanos se refugian y defienden en la religión de éxito del discurso fragmentario, la prosa suelta, el diario, el volumen de anotaciones breves o la desordenada memoria literaria, abusando del equívoco, las disquisiciones semánticas, los eufemismos y aun las metáforas. Todos tratan de lograr una obra que se caracterice por su despejada independencia de criterio y por su aversión a toda mitología impostada con pretensión de teoría. Sólo que lo hacen con resentimiento, porque han perdido el protagonismo social frente al futbolista famoso, el torero, el nuevo rico, el músico rockero, el cortesano y la cortesana de turno, etc.

La «condición posmoderna» admite definiciones para todos los gustos. La más común es aquella que la define como resultado de la simbiosis entre contracultura estética y nihilismo sofisticado. El intelectual judío Lipovetsky, por ejemplo, define el posmodernismo, siguiendo al sociólogo –también judío– Daniel Bell (nacido Belotzki), como «la democratización del hedonismo». Parece que todo se resuelve con palabras. Encuentran una palabreja, la ponen de moda y se hacen la ilusión de que con ese vocablo, que en fuerza de repetirse ha perdido ya su sentido, resuelven los problemas de la realidad.

Una de las panaceas más al uso, hoy, en el mundo, es la “democracia”. Todo el mundo está por la democracia. Pero con una condición: que lo dejen democratizar a él. Los dictadores aceptan la democracia de las reivindicaciones hecha por los técnicos al servicio de la dictadura. Los empresarios aceptan la democracia a condición de que los técnicos a su servicio, infiltrados en el Estado, se encarguen de hacerla. De hecho, cuánto más fuerza pierde el sistema democrático ante el sistema monetarista internacional, más se incrementa en la misma proporción su gloriosa autopropaganda. En suma, todo el mundo aspira a ser demócrata “pro domo sua”.

Sin embargo, lo cierto es que sufrimos un exceso de historia y de comunicación, por lo que urge romper con todas las ilusiones del mito burgués del progreso, dentro de esa falsa dialéctica del individuo autónomo y la colectividad autónoma, que rige desde la ruptura con la idea de una institución heterónoma (mítica o religiosa) de la sociedad, dejando en su lugar la estructura diacrónica del mundo, según la cual el proceso de la historia emerge de una suma de momentos coyunturales y significativos, en su desenvolvimiento lineal. Ha llegado, pues, la hora de superar el «progresismo», el «igualitarismo» y el «economicismo» (la democracia de abstracciones), porque no hay línea de progreso, ni continuo (como defienden los liberales), ni discontinuo (como defienden los marxistas).

Ciertamente el hombre responde siempre a su momento histórico, pero es absurdo creer que el hombre es un producto de la historia, pues ésta es una abstracción, una convención, que no existe a nivel de los hechos mismos y, como tal construcción, sólo se basa en la personificación de las acciones. La historia –siempre abierta e inabarcable– no hace al hombre, sino todo lo contrario, porque la historia no es un camino, un tránsito lineal, simple, seguro, irreversible, ya que, por una parte, la historia es, experimentalmente, continua y, por otra parte, no hay historia en realidad. Esto puede explicarse con la analogía del océano y las olas. De la misma forma que cada ola es única, cada acontecimiento es único; pero cada ola no es un océano, es decir, cada acontecicmiento no es sino historia, que adquiere valor cuando entre los distintos acontecicmientos se establece una «continuidad» en vez de «contigüidad», según la ley de la alternancia, como en una tormenta al trueno sucede el silencio, y al silencio el trueno.

¿Cómo, pues, entender una continuidad temporal como una suma de instantes móviles, como un desarrollo de elementos heterogéneos, como «proyecto en curso»? La historia no es una acumulación de siglos. No está formada por una continuidad de acontecimientos, de instantes que se suceden. Entonces, ¿quién hace la historia? Sin duda alguna no la hace el hombre aislado, pegado al desarrollo de los acontecimientos lineales, ni la masa inorgánica que se mantiene en la confusión y desprecia lo que se le escapa, sino la comunidad humana misma.

La historia es, sin duda, una necesidad del hombre, pero ella no nos constituye en nuestro ser, es decir, nuestro ser no se enlaza a fundamentos filosóficos y a resultados sociológicos, de la misma manera que la felicidad no tiene historia. Por tanto, es absurdo partir, por ejemplo, de una interpretación puramente económica de la historia, porque la fuerza –la “necessita” de Maquiavelo– no es elemento constitutivo de un ser. El hombre no es puro suceder o acontecer. Es un germen, una magnífica posibilidad que pide un desarrollo y exige un proceso de maduración. El hombre, sin duda, crea las fuerzas sociales que acaban por ahogarle. Es producto de la sociedad, de lo que hace, pero no «creado» por el nexo social. De hecho, «el mundo» no es exclusivamente una realidad, sino también una posibilidad. No existimos, pues, porque co-existimos, por conveniencia social, sino que co-existimos para que reconozcamos la Unidad del Creador, que es inherente a nosotros mismos, de la que nos aleja la «existencia».



Pero para reconocer el resultado orgánico de ese patrón natural hemos de segregarnos tanto de la gran corriente «colectivista» (representada en esta época por el marxismo ontológico), como de la exaltación del individualismo (representada por el voluntarismo nietzscheano).

En todo caso, si la historia es una sucesión con referencia a hechos particulares de los que el hombre sigue la línea, el tiempo, en cambio, es un ritmo simultáneo que se obtiene por la potencialidad intrínseca de un ritmo universal, pues todos los hombres tienen el mismo origen, y todos vivimos en círculos concéntricos (familia, ciudad, nación, continentes, mundo, etc.) El hombre no hace más que tomar el ritmo del tiempo y expresarlo, participando así de todo el universo. Porque lo que nunca podrá arrebatar el hombre es el tiempo, entre otras razones porque lo que es en el tiempo nunca es, porque lo que es, es intemporal. El hombre, en cambio, sí puede suprimir la condición temporal. Pero su destino es superar este ritmo.

En definitiva, el hombre no viene de la historia, no se reduce a ella. Por tanto, «lo humano» es irreductible; no puede presentarse como un pensamiento de la totalidad o del sentido único de la historia.

La historia entendida como tiempo manifestado, específico, hipostasiado, no es ningún producto de la actividad humana, mucho menos de causas económicas. No es una yuxtaposición de momentos. «Lo que la historia relata, el hombre lo refleja», ha observado alguien, porque en realidad el tiempo como continuidad es indivisible. No se puede aplicar al tiempo las representaciones del espacio. El tiempo es progresión y retrospección simultáneamente. Nos explicaremos: el presente no está entre lo que se describe y lo que se predice. El hoy vive en el ayer que sigue siendo escrutado infatigablemente y el ayer se prolonga en el hoy. Como dice la tradición sufi: «el mañana es el polo positivo y el ayer el negativo; reunidos, se transforman constantemente en la carga eléctrica del presente». Por tanto, no hay principio ni fin. No existe «eterno retorno», porque el mundo no parte de nada.

La historia, condicionada por la sucesión como por la extensión de las cosas, se repite (c´est tout comme ici), aunque en grados diversos, como después de la primavera se espera la llegada del verano, después del verano la llegada del otoño, y así sucesivamente, y no como nos quieren acostumbrar a creer: que las épocas son marcadas por cambios en la estética, en el estilo de la arquitectura, de la vajilla o de los utensilios técnicos, como si la actividad del historiador fuera la de «establecer hechos».

Alude a esta relación, la idea de «progreso», que exige la construcción de una teoría de la historia como producto del esfuerzo humano (factum). Esta idea nace en el seno del espíritu cartesiano, y se entiende hoy día como mejora material y moral del hombre, como previsión de futuro o como progreso de la libertad hacia lo Absoluto (Hegel). Todo ello como consecuencia de considerar la historia como crónica objetiva que sigue un plan inmanente, como ontogenia explicativa y normativa (como prescribe el marxismo, esa religión materialista y dialéctica de la historia), buscando siempre la razón de un finalismo (la democracia) o de una providencia (el socialismo), bajo la obsesión del cambio, entendiendo que la historia se repite siempre, ya que parten del prejuicio cientifista de la «dinámica social», consistente en la aplicación inocua de términos tomados de la física a la sociología, en el tratamiento de las cosas colectivas como si fuesen cuerpos físicos o biológicos, etc. Sólo entienden la historia como relación sucesiva, temporal, sin ver que también hay una relación simultánea, espacial, y no de «yuxtaposición», como muchos creen.

En este contexto, proliferan los partidarios de asumir el comportamiento narrativo, aquellos que consideran que debe analizarse el mundo contemporáneo a través de una filosofía que asuma sus componentes narrativos (Barthes, Deleuze, Foucault, etc.), haciendo referencia constantemente a los modos de contarnos los acontecimientos y darles sentido. Deleuze llega a decir: «(...) la adaptación, la evolución, el progreso, la felicidad para todos, el bien de la comunidad: el Hombre-Dios, el hombre moral, el hombre verídico, el hombre social. Estos son los nuevos valores que nos son propuestos en lugar de Dios» (3). Y es que «muerto Dios», al que consideran como un simulacro, ocupan su lugar, según los diversos pensadores modernos con pretensiones de sedicentes renovadores: la Voluntad de Poder (Nietzsche); el Proletariado, las Fuerzas Productivas (Marx); el Ello, la Líbido (Freud); la Razón, el Hombre; el Orgón (Wittgenstein), etc.

Sea como fuere, de la misma manera que la Iglesia Católica –como dice Carl Schmitt– «pareció ofrecerles a los románticos lo que buscaban», esto es, «una amplia comunidad tradicional, una tradición histórica universal y el Dios personal de la antigua metafísica», con lo cual «pudieron creerse que era posible hacerse católicos sin estar obligados a decidirse» (4), de la misma manera ocurre que el Nuevo Orden Ecuménico Mundial ofrece a los «posmodernos» unos nuevos pasatiempos o cacumen sobre lingüística, autopsias de textos literarios o prácticas hermenéuticas, sin tener en cuenta –como advierte Heidegger– que «lo hermenéutico no quiere decir primeramente interpretar sino que, antes aún, significa traer mensaje y noticia» (5). De ahí que se reduzca sistemáticamente los auténticos problemas políticos de la propaganda comercial. No en vano se aprende en las universidades a razonar en el vacío sobre cualquier cosa y lograr que suene convincente.



Llueven libros sobre el tema que permea toda la atmósfera cultural de esta época, en la que las interpretaciones (teorías flotantes) que se formulan, deben leerse dentro de otras interpretaciones, como en el interior de una gran tela de araña. Llueven libros, pues, sobre «la derrota del pensamiento», según expresión acuñada por el intelectual judío-francés Alain Finkielkraut. No obstante, lo cierto es que se renuncia a la espera de un acontecimiento que cambiará la historia, la cual es reducida a miseria, ora desde el lado liberal (Popper) como desde el lado nihilista más desesperado (Cioran).

Pese a todo, todavía hay quienes confían en la ingenuidad progresista, optando por el brillo tentador de la modernidad o, lo que es lo mismo, por la conciencia paradójica (léase: crecimiento y desarrollo económico/ ruina, crimen y conflicto; riqueza/ explotación; poder/ empobrecimiento; duración/ marginación; solidez y continuidad/ pérdida, discontinuidad y quiebra; etc.). Empeñados en seguir huyendo hacia adelante, luchan por adaptarse a la fuerza trágica de la aventura de la modernidad, por cambiar y triunfar, a fin de asumir la historia corriente y moliente o, si se nos apura, la Historia Universal, la cual –según la tesis del filósofo judío Walter Benjamin– es la historia de los vencedores. No en vano, esta tesis que sostiene que la historia como curso unitario es una representación del pasado construida por los grupos dominantes, es el hilo conductor ¡de tanta morralla posmoderna, sea para reivindicarla o refutarla!

Todos afirman, una y otra vez, hasta la náusea, que sólo existen el pasado y el futuro; el presente es un vacío entre los dos. Son –según expresión de Cioran– «los huérfanos de las utopías progresistas», representados, en su gran mayoría, por aquellos que no han superado la fase de desencanto sufrido por la intelectualidad europea después de Mayo del 68.

Pues bien, contra estas conclusiones de corte escolástico-dogmático-elásticas de los hierofantes del «hecho cultural» (alineados bajo la égida del socialismo como justificación estética de la existencia), ya se ha anunciado la negación del sujeto histórico, por tanto, la muerte de lo social. Sin perdernos en categorías ontológicas, empieza a concebirse de nuevo la vida social (el ser-en-el-mundo, según la terminología heideggeriana) como lo opuesto a lo individual, en contraposición a esa visión progresista que concibe la vida social como condición previa para el desarrollo del individuo.

Los primeros apuestan por la sacralización de la subjetividad, pues conciben al hombre como una realidad, una categoría única, propia y auténtica, al margen de toda realidad histórico-social; los segundos, en cambio, apuestan por la sacralización de la objetivación del mundo a través del proceso analítico del proyecto científico, reduciendo al hombre a la condición de subordinado ante el programa totalitario, de esclavizado ante la objetivación de todos los procesos sociales y científicos. Estos evalúan, determinan el valor jerárquico de los sentidos, midiendo y limitando la vida con esos valores. Aquellos, en cambio, interpretan, fijan el sentido de los fenómenos, por lo que necesariamente han de desvalorizar los valores.
Lo que esto demuestra es que todavía hay quien no se ha enterado, por ejemplo, de las aportaciones de la etología, la física cuántica, la psiquiatría neo-jungiana, etc., y continúan apostando por el universalismo democrático y el mecanicismo ilustrado de la «crítica».

¿Fundamentalismo? ¿Integrismo? Llámese como se quiera, pero está llegando la hora de cancelar definitivamente el movimiento emancipador ilustrado. Es la hora de la certezas, de las «identidades culturales», de inteligir, esto es, de hallar el parecido de las cosas diferentes y la diferencia de las cosas parecidas. O dicho con otras palabras, de hallar variedad en la semejanza, y semejanza en la variedad.



II

Desde tiempos inmemoriales, los hechos relevantes en la historia de la humanidad giran en torno a modelos completos de concepción de la existencia. En este sentido, el marxismo –como la culminación de la alienación ontológica en Occidente– cumplió su cometido, pero no volverá porque ya está acabado. Hay que volver, pues, a operar desde los principios de fundamento y orden. Hace falta un sujeto unificador de la heterogeneidad y dispersión de los lenguajes, porque no se trata de agregar nuevos conceptos de tipo vital, sino de cambiar, modificar, poner al revés los signos que han sido malinterpretados en sentido de negatividad por los numerosos «gurús» del catastrofismo cultural, y demás exégetas de “ideas-refugio” (idées reçues), dando como resultado toda clase de formas blandas (neo-liberalismos, neo-conservadurismos, etc.), tales los casos de las lecturas freudianas de la obra de Marx llevadas a cabo por la Escuela de Frankfurt, hasta el extremo de llegar a reconvertir las versiones cientifistas, tantas veces deterministas y mecanicistas del marxismo, a expresión secularizada del profetismo y del mesianismo bíblico (Erich Fromm).

De ahí al famoso «pensamiento débil» del posmodernismo sólo hay un paso. Se trata de una invitación a no pensar, la gran apuesta al vacío como salida triunfante de quienes, incapaces de mover las costras estructurales de la sociedad, se refugian en su especialidad profesional (abundan los estudios sobre autores y temas del siglo XVIII, pues da cierto pedigrí de prestigio ser heredero de viejas raíces ilustradas) y, cómo no, en el mundo privado. En este contexto, no conjuran filosofías, sino conjeturan discursos, bajo la seducción de lo «nuevo» que se alimenta, precisamente, de la depredación de lo pasado. No construyen la «metafísica», sino deconstruyen la «cultura», dentro del lema de «identidad y diferencia», tal y como hacen los estructuralistas.

De hecho, todos estos «violadores del espíritu» —según la acertada expresión con que Gottfried Benn descalificó a Kant—, a fin de recorrer el pensamiento en transversal, han convertido incluso la hermenéutica en una vía profesoral endogámica: el comentario sobre el comentario sobre el comentario..., sin término final. En palabras del filósofo judío Enmanuelle Lévinas: «Se trata de la manera en que el decir se vuelve sobre lo dicho para descubrir qué es lo que lo dicho quiere decir» (6).

De hecho, los «pensadores débiles» (Vattimo, Rovatti, Eco, etc.) tienden a alterar el estado de ánimo más que a expandir la consciencia. Valoran los sentimientos negativos y las pasiones tristes que coadyuvan al triunfo del nihilismo, dadas las fuerzas reactivas que se ocupan de negar. Condenan lo múltiple y el devenir, y acaban por reducir el Ser a mero objeto, merced a un pensar lógico o técnico, objetivista o representativo.

En este orden de ideas, la llamada libertad del «yo», como alguien ha dicho, se ha vuelto esclavitud de la técnica. El hombre, pues, guiado por la razón moral del número, no alcanza a comprender que es en sí mismo la comprensión del ser (Heidegger). Rodeado de los mejores equipos técnicos, fascinado por la electrónica, la informática o la inteligencia artificial (los nuevos «paraísos artificiales»), el hombre actual está perdido, supeditado a las finalidades superiores del poder/seducción, esto es, de la prospectiva tecnocrática. Y es que «la experiencia del vacío —como observa Cioran— es la tentación mística del incrédulo, su posibilidad de oración, su momento de plenitud» (7).

El mensaje es sencillo y claro: el efecto se obtiene “ex opere operato”, por su mera administración: «la informática te salva, si no quieres perder el tren de la historia». De ahí que se aconseje lo siguiente: ¡tenga sentido del deber: conecte, sintonice y caiga (confórmese) ante las energías electrónicas y cuánticas de la era cibernética!, lo cual deja traslucir implícitamente que no ha de creerse en el destino, esto es, en el reto de nuestra libertad, pues existen el pasado y el futuro.

Pues bien, contra estas construcciones y deconstrucciones de los intelectuales, subdivididos en dos clases: los que se limitan a «hacerse cargo», aunque «no conformes en todo» (tendencia ésta que consiste en estar contra todo, por defender la propia individualidad, sin estar de acuerdo con nada), y los que comulgan con milenarismos futurológicos, empeñados aun en explicar racionalmente el mundo exterior, la sociedad y a nosotros mismos, a fin de fortalecer las instituciones tecnocráticas, se impone, pues, una nueva lectura del tiempo, según la cual sólo existe el presente; pasado y futuro son dimensiones interiores a él.

Pero, incluso esto es malinterpretado, y buena muestra de ello es el «revivalismo» posmoderno, que permite –como explica el intelectual judío-francés Giles Lipovetsky– «la coexistencia pacífica de estilos, el descrispamiento de la oposición tradición-modernidad, el fin de la antinomia local-internacional, la desestabilización de los compromisos rígidos por la figuración o la abstracción» (8). Ello presupone que ha de combatirse la moral del cristianismo (Nietzsche), en cuanto que dicha moral es artífice del sentimiento de culpa, al realizar la interiorización del dolor, de la mala conciencia que se engolosina consigo misma, más también ha de combatirse el proceso técnico (Heidegger), por cuanto el hombre, dentro de este proceso, es reducido a criatura perdida.

Por tanto, sí tiene sentido querer valorizar el papel del individuo por encima de lo social, porque el individuo sólo puede existir, no ya en relación a otro, sino en relación a lo que lo supera. En otras palabras, que es frente a otro individuo que él se define como sujeto, pero es frente al Creador Único, que se define como hombre.

Se trata, en suma, de volver a recuperar la Unidad del Ser, que no es una manifestación narcisista, sino un reto ante los fundamentos morales de la sociedad. Por tanto, hay que reivindicar a Heidegger y su discurso sobre el Ser, el único capaz de proporcionarnos las cotas más profundas de nuestro conocimiento, pese a las retóricas de las críticas tendenciosas (Jaspers, Koyré, Weil, Löwith, Lévinas, Farias, Derrida, Habermas, etc.) que se remontan a la tradición de la Escuela de Frankfurt, cuyos rabinos orquestaron toda clase de órdenes propagandísticas para desviar la atención de la obra de Heidegger, conjurando el pasado, liando su pensamiento al contexto político, a las circunstancias políticas que le tocó vivir, según la terca manía naturalista (que halla su característica más proclive en el pensamiento marxista) de tener siempre en cuenta la interdependencia existente entre el pensamiento que surge y se desarrolla en un momento dado y las estructuras económicas, políticas y sociales con vigencia en el mismo, exagerando su valor hasta convertirla en una verdadera relación de causa a efecto. De igual manera, Jürgen Habermas trata de neutralizar el extraordinario pensamiento político de Carl Schmitt. Ni que decir tiene que esta tradición naturalista da pábulo a un determinismo que niega la libertad del hombre. Pero no nos vamos a extender ahora sobre ello.

Urge, pues, liberar al hombre del «progreso» ubicuo que lo enajena, de este mundo de estrechez materialista donde sólo sabe percatarse de su impotencia, de su nihilidad ontológica y de su indignación frente al mundo, manifestándose de manera completamente automática, dejándose vencer por la «impotencia» ante un mundo que no depende de su voluntad, cediendo al emocionalismo del colectivo anónimo, donde puede estar, completamente despersonalizado, porque ya no es, convertido en instrumento de propósitos ajenos (léase «la ciencia», «la democracia», «el dinero», «el desarrollo económico», etc.), haciéndole creer que es víctima de externas tiranías, cuando, en verdad, es víctima de su propio egoísmo.
Nuestra vida, por tanto, requiere una purificación, porque la vida se nos da para que nos perfeccionemos o, lo que es lo mismo, para que, superando al individuo que somos, cumplamos con el objetivo principal, que consiste (o debe consistir) en aprehender lo que nos supera, lo único que puede darnos un sentido, es decir, una unidad de sentido. Pero, claro, ¿cómo entender esto (ya que, en todo caso, puede llegarse a comprender), cuando el hombre tan sólo vive al día, sin fines ni propósitos claros; cuando –en palabras de Heidegger– «todo el mundo es el otro pero nadie es uno mismo»?

No se trata de aventurarse en una suerte de «en busca del Ser perdido», a merced de tal esteticismo o cual realismo comprometido, sino de re-descubrir en sí mismo la raíz de la Unidad del Ser, su significado y su propósito, como cuando se contempla día a día el sol elevándose sobre la tierra, porque tiene sentido, aunque no tenga explicación.



Antonio José Trigo

(Ensayo corregido del publicado con el título “La condición posmoderna: el vacío como salida triunfante”, en mi libro “La sociedad posmoderna”, Claves Latinoamericanas / Instituto Politécnico Nacional, México D. F., 1992, pp. 201-210)




NOTAS


(1).- Jean Baudrillard, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona 1991, pp. 98-99.
(2).- Ernst Jünger, Abejas de cristal, Alianza Editorial, Madrid 1985, pp. 205-206.
(3).- Deleuze, Nietzsche y la filosofía, Ed. Anagrama, col. nº 17, Barcelona 1971, p. 212.
(4).- Carl Schmitt, ¿?
(5).- Heidegger, «Coloquio a la escucha del lenguaje», en De camino al habla, Ed. del Serbal, Barcelona 1987, p. 111.
(6).- Enmanuelle Lévinas, en entrevista de Roberto Blatt, «Enmanuelle Lévinas: tradición bíblica y los ideales de Occidente», en suplemento Culturas del Diario 16, día 2-3-1991, pp. I-II-III.
(7).- E. M. Cioran, Adiós a la filosofía, Alianza Editorial, Madrid 1988, p. 49.
(8).- Giles Lipovetsky, La era del vacío, Ed. Anagrama, Barcelona 1986, p. 122.


6/7/09

La falacia de los “derechos humanos”

derechos vigilados

I

Ante la reclamación vehemente como ideal político de esa incongruencia conceptual de los Derechos Humanos por parte de la «tradición ilustrada», se hace necesario advertir la no efectividad de tales derechos (vagas falacias) en ningún ámbito, máxime ahora que aún se vive en la rémora de los oropeles celebratorios del bicentenario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1789-1989), en la medida en que la utopía de la «revolución» se transforma en proyecto de perturbación permanente y de corto alcance. Porque los hombres no son equivalentes ni intercambiables. Y no hay derechos sociales «otorgados» sin contrapartidas, por lo que es posible quitarlos, amputarlos o suspenderlos, produciéndose así esa típica oposición entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales, siendo estos últimos los que acaban ganando la partida, porque son los que dependen de las disponibilidades financieras.

No se olvide que dichos Derechos Humanos no son más que los principios ideales que fundan las constituciones liberales de los países que reaccionaron antimonárquicamente en el siglo XVIII, y cuyo proceso culminó con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por la Asamblea General de la ONU el día 10 de diciembre de 1948, dando lugar a una filosofía política mundial, que fue ratificada en el Acta Final de Helsinki de 1975, y que configura el ethos masónico de la sociedad cristiana bajo control judío.


Con dicha Declaración Universal de los Derechos del Hombre se inició así una etapa diabólica (la que estamos) en el que los «derechos humanos» son codificados contra los derechos conferidos, otorgados por el Creador. Etapa que se inició con la Ilustración, cuando —en palabras de Harlan Cleveland— «se generalizó la idea de que toda persona tiene derechos que no le son conferidos por la sociedad y que ésta debe reconocer, e incluso proteger», de manera que «la idea de los derechos humanos, de que las sociedades deberían ser gobernados “como si el pueblo importara”, es tan fundamental, tan “natural”, tan obvia una vez revelada, que bien podría ser la primera revolución de alcance global, la primera gran estrella mundial de la historia de la filosofía política». De manera que estos derechos a «“estar libre de” (es decir, los que el Estado puede garantizar por el simple hecho de no maltratar a sus ciudadanos) aparecen enmarcados por un par de derechos a “ser libre para” que sólo pueden ser garantizados mediante medidas positivas por parte del Estado. Se trata de la posibilidad de satisfacer las necesidades humanas básicas... y del derecho a no ser discriminado por razones de diferencia de raza, creencias, sexo» (1).

En consecuencia, la apelación a conceptos como Derecho o Humanidad, Orden o Paz, supone siempre que grupos humanos concretos pretenden utilizarlos para combatir a otros grupos. El caso de los sionistas es, sin duda, el más flagrante. No deja de ser significativo, a este respecto, que la petición de un Tribunal Penal Internacional sea apoyada por judíos y sionistas de toda laya. Un Tribunal Penal Internacional, en cuyas sesiones preparatorias se pusieron en evidencia las contradicciones entre los países, como la que sugirió el embajador judío-norteamericano David Scheffer ante dicho comité —según refiere Hernando Valencia Villa, representante de la Comisión Colombiana de Juristas en Europa— «cuando dijo que a Estados Unidos le interesa el Tribunal Penal Internacional en la medida que no interfiera con su condición de “poder militar global”» (2).

Todos estos encuentros tienen lugar para hallar respuesta a una pregunta, formulada en su día por el intelectual judío-francés Jean-François Revel de tal guisa: «¿Cómo, sin destruirlas y al mismo tiempo dejándolas evolucionar por sí mismas, trascender las culturas con vistas a establecer para toda la Humanidad un sólo sistema de los derechos del hombre y un solo principio de legitimidad de la autoridad política?» (3).

Como la concepción sionista que se impone es la de «la unidad política del universo», el enemigo del sionismo no es, entonces, político. Por consiguiente, la guerra contra la comunidad democrática global (pantalla del sionismo) es considerada como crimen internacional. Esta discriminación del enemigo como criminal ya fue observada por el gran jurista alemán Carl Schmitt: «Al ser convertida hoy en día la guerra en una acción policial contra alteradores de la paz, criminales y elementos antisociales, también es preciso aumentar la justificación de los métodos de este “police bombing”, de modo que se está obligado a llevar hasta un extremo abismático la discriminación del adversario» (4). Y es que —como comenta Montserrat Herrero López, a propósito de estas palabras de Schmitt— «lo único que importa ahora es no perder la paz, una paz que al estar por encima de todas las fronteras políticas, haga posible el máximo desarrollo de la esfera privada y permita el funcionamiento autónomo de la economía. En esta situación, lo político queda convertido en una fachada de fronteras territoriales defensivas —para el caso de guerra—, siendo lo económico el contenido esencial que penetra dichas fronteras» (5).

No es de extrañar, pues, que al mismo tiempo que se trató de establecer el Tribunal Penal Internacional, se estuviera preparando la redacción definitiva del Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), por el cual los Estados permitirían a las grandes multinacionales pasar por encima de los intereses y condiciones de los Estados. La filosofía de dicho acuerdo pudo extraerse de estas palabras de Lord Ralf Dahrendorf, (quien fue miembro de la Comisión Trilateral entre otros aerópagos plutocráticos), en su libro La Cuadratura del Círculo: «Mientras algunos países sean pobres y, lo que es peor, mientras estén condenados a permanecer así —por vivir totalmente al margen del mercado mundial—, la prosperidad seguirá siendo una injusta ventaja. Mientras existan individuos que carezcan de derechos de participación social y política, no podrán considerarse legítimos los derechos de los pocos que gozan de ellos» (6).

De modo que, en contra de quienes presuponen demasiado inocentemente que dichos ideales del siglo XVIII y, por tanto, los de la Revolución Francesa, están por realizar (según propuesta de Jürgen Habermas), sólo cabe decirles que dichas premisas están muertas, sólo sus consecuencias continúan en marcha, las cuales han llegado a ser tan corrientes como las expresadas por las palabras «individualismo», «razón», «tolerancia», «utilidad», «el mayor bienestar para el número mayor», y demás jovialidades y blandicias, según establece la ideología liberal, que no es —en su aplicación inmediata— más que la reducción de las dimensiones de la vida a las vigentes en el campo del comercio. Es en este sentido como debe entenderse aquella oposición franca del que fuera primer ministro de Malasia, Muhammad Mahathir, al «imperialismo de los derechos humanos».

Dichos derechos, pues, no son más que declaraciones de principio susceptibles de distintas interpretaciones y aplicaciones jurídicas, según las tradiciones, las costumbres, las diferentes demandas sociales, el desarrollo técnico y su implantación en la sociedad. Hasta los mismos intelectuales progresistas, a fin de depurarlos de la fuerte carga liberal, dejan ver claramente la nulidad, el cretinismo y la ramplonería de los «derechos humanos».

En este contexto, incluso algún que otro intelectual ilustrado advierte de vez en cuando dicha nulidad. Por ejemplo, la catedrática de ética Victoria Camps –quien fue miembro de la sección española de la Comisión Trilateral— es concluyente cuando afirma que «los derechos humanos no sirven ni para resolver los conflictos pacíficamente ni para asegurar el respeto a la dignidad de las personas ni para acabar con el hambre del Tercer Mundo ni, en general, para suscitar sentimientos más humanos. Como mucho, sirven de puntales para la crítica, puntos de referencia para censurar las conductas claramente inmorales.

»La práctica ética —o la práctica de los derechos fundamentales— es, ciertamente, de carácter negativo, sirva más para decir que no que para construir. Pero es una crítica de la que pueden obtenerse algunas medidas positivas. Se me ocurren dos de esas medidas que habrían de fomentar actitudes de sospecha —no olvidemos las lecciones del mejor Nietzsche— frente a la mera y vacía declaración de principios que suelen ser los derechos fundamentales. Primero, vigilar el cumplimiento de los derechos humanos en el propio país. Los países desarrollados se precipitan a denunciar las violaciones de derechos en otros lugares menos privilegiados, sin querer ver que lo que ocurre o deja de ocurrir en los países pobres depende de la indiferencia y frivolidad de los países ricos» (7). Porque, ¿acaso se aprecian mejoras sustanciales en los países después de que organizaciones como Amnistía Internacional, por ejemplo, acumulan sus denuncias sobre presos políticos, persecuciones, juicios sumarísimos y ejecuciones? Sea como fuere, se ha creado en Europa y, en consecuencia, en la comunidad democrática global, un espacio jurídico común por lo que respecta a los «derechos humanos», y no sólo en el contexto de la transición del comunismo a la democracia como ocurre en los países del Este.

Pero lo que resulta más paradójico es cómo la ayuda internacional, en forma de créditos del Banco Mundial y del FMI afluye de manera desproporcionada a aquellos países que se caracterizan precisamente porque no observan en absoluto ningún compromiso respecto a esos «derechos humanos». En este punto, el intelectual judío Noam Chomsky cita estudios que «revelan una relación estrecha entre la tortura y la ayuda norteamericana» y que facilitan «a la vez su explicación: ambas favorecen un clima propicio para los grandes negocios» (8).



II

Como sabemos por la historia, la Revolución Francesa no consiguió el establecimiento de los ideales que la promovieron, siendo rápidamente reabsorbida por la contrarrevolución. La Revolución, pues, es la palabra final de la historia, por lo que «el pueblo —como dijo Rivarol— no quería realmente la Revolución, sólo quería su espectáculo» (9). Igualmente hoy, tras su bicentenario, sólo impetra fastos y acontecimientos: proyectos de creaciones artísticas, monumentos y grandes espectáculos, coloquios universitarios y científicos, exposiciones, edición de centenares de libros, series de televisión, etc. En definitiva, muchas ansias de conmemoraciones y pocas de acontecimientos nuevos.

Pero la realidad es otra. Los «derechos humanos», basados en la concepción liberal-iusnaturalista que ve al hombre en perpetua guerra con sus semejantes y atiende a salvaguardar el derecho de propiedad sobre todas las cosas, no crean más que un orden negativo, regulador de egoísmos. Porque en el terreno de los ideales especulativos se ha asentado de forma indispensable la exigencia de racionalidad y de lógica para toda clase de práctica propuesta socialmente. Es más, dichos derechos están destinados a ser repetidamente gritados a fin de crear un proceso de identificación entre los individuos–ciudadanos del «pueblo» y entre éste y el Poder, porque para eso se señaló anteriormente la diferencia entre «el hombre» y «el ciudadano», esto es, entre el que tiene y no tiene “droit de cité”, a fin de imponer la “ética del hombre razonable” (extraña mezcla de inquietud, creencia en la experiencia individual y desapasionado fervor por la «libertad» y los «derechos del individuo»).

Por tanto, los principios formulados por la cultura jurídica de carácter positivista y de inspiración liberal, se van erosionando a medida que la sociedad va sufriendo un cambio intenso, conduciendo a los gobernantes e intérpretes de la ley a actuar pragmáticamente, enfrentando los tres poderes con su casuismo. Finalmente, todo se pone en duda: tanto las jerarquías constitucionales cuanto los principios de interpretación y aplicación de las leyes. Nunca tanto dio tan poco.

El caso es que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en cuanto que se la codifica y manipula introduciéndola en la sociedad, entendida ésta como un mecanismo que sirve de fundamento a una plena tecnificación de la actividad política, no es —en palabras de Tage Lindbom— más que «una fachada ideológica tras la que se disimulan tres fuerzas: la aspiración a la libertad, el deseo de poder y la codicia» (10).

Nos bastará con mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de cómo parece siempre que los «derechos fundamentales» no adquieren vigencia hasta más tarde, cuando así lo establece el jurista de turno fijando su alcance. Hay siempre algo incompatible en la aspiración de los mismos: resultan promesas, proyectos, sueños emancipatorios, al mismo tiempo que condenan a la tensión y a la inseguridad. Nos basta con dar un solo ejemplo histórico: en 1776 Thomas Jefferson, aristócrata dueño de plantaciones y de esclavos, se dedicó a la labor de dotar la Declaración de los Derechos Humanos como la sanción legal de la Declaración de Independencia, convirtiendo así ésta en la carta institucional de EEUU, esto es, en conciencia nacional, cuya tranquilidad alteraba, naturalmente, la presencia de esclavos, negros e indios.

Si a esto añadimos cómo ahora el «paneuropeísmo» (otra máscara del sionismo)ve siempre la crisis económica como la principal amenaza para los derechos humanos, tendremos el cuadro completo. El planteamiento del sionismo lo reduce así el judío Daniel Tarschys, ex secretario general del Consejo de Europa: «En tiempos de recesión económica en toda Europa se incrementan las fricciones étnicas, la xenofobia, el racismo; todo tipo de conflictos humanos están relacionados con las condiciones económicas» (11).

En este orden de ideas, toda Declaración Universal de los Derechos Humanos que afirme la igualdad esencial de los hombres, atenta contra la dignidad humana, porque la «dirección» del Derecho parece ser la efectividad de la «coacción», que incita al quebrantamiento de «solidaridad» y, por lo tanto, violación de derechos, lesión de justicia, renuncia a la cooperación, proyectándose, concretizándose, en las instituciones sociales el más diabólico «darwinismo» (dominio del más fuerte, división tajante de castas, esclavitud, racismo, opresión), conformando ese vicio decimonónico que tiende a confundir lo legal con lo real. Tal es que el Derecho deja paso a la dominación de las «grandes potencias» sobre las «potencias secundarias», que son legítimamente coartadas.

De esta manera, el modelo pentaparadigmático de los derechos que promocionó la masonería neoclásica como ideal burgués, quedaría así:

– El derecho de la existencia presupone que existe un territorio, pueblo, poder y bien común, presto para ser dilapidado y explotado despiadamente. En palabras de Martín Lozano: «Lo realmente significativo, pues, del impulso que movió a los pregoneros de la “libertad”, la “fraternidad” y los “derechos del hombre”, fue su afán no ya de derrotar al oponente, sino de exterminarlo» (12).

En este punto, una vez abolidos los totalitarismos políticos, los «derechos humanos» implican complejas interrogantes, planteadas por los más influyentes sionistas, como Zbigniew Brzezinski (destacado miembro de la Comisión Trilateral), de la siguiente manera: «¿Quién tiene el derecho a dar fin a la vida, ya sea en el útero o en la cama de hospital? Una madre, un sacerdote, un médico, el estado o la iglesia? ¿Qué hay de la auto-alteración genética? ¿Quién tiene el derecho de disfrutar los beneficios de ella, y quién no los tiene? ¿Quién tiene el derecho de determinar su alcance y sus límites? ¿Un hombre de ciencia o un teólogo? Éstas constituyen las nuevas dimensiones de los derechos humanos» (13).

– El derecho de la libertad política, no sólo da pie a la invasión ideológica por todos los medios posibles, a la intervención en el régimen interno de cada pueblo, para que crezcan sin identidad propia, sumiéndolos en el empobrecimiento y humillación; sino que da pie a que los dirigentes se autonombren. A tal efecto, los monopolios industriales, comerciales y bancarios ponen su énfasis en la necesidad de la implantación de la «democracia», a fin de obtener un alto grado de legitimación del dominio social de unas pocas corporaciones sobre el resto de la sociedad.

– El derecho a la autodefensa abre el mercado de armamentos y establece la política de disuasión de los pactos defensivos, esto es, la trama social del miedo, que lleva a pueblos enteros, contra su voluntad, a ser desplazados.

-– El derecho a la libertad social y económica hipoteca la independencia de cada pueblo: unos mediante el mercado retenido, esto es, libertad de precios y de alianzas, según el modelo liberal-capitalista, que sigue el esquema: estructura económica-ideología-institución política; otros, en cambio, mediante la planificación con mercado, que sigue el esquema: ideología-institución política-estructura económica, según el modelo marxista, ya en desuso. En este sentido, la autodeterminación de los pueblos resulta ser pura ficción.

– El derecho a participar proporcionalmente en el bienestar material de la tierra predispone a la sugestión de alcanzar un «mejor nivel de calidad de vida», siempre mediatizado, a expensas de saquear los recursos naturales. Esto es lo que lleva a las grandes empresas y a los bancos inversores multinacionales en manos de unas cuantas familias judías (las cuales creen tener una misión especial que realizar en el mundo) a introducir su orden social y político por todas partes, eliminando los símbolos del rango, rechazando a la verdadera élite intelectual, mediante el «populismo».

Valga un par de ejemplos: la multinacional norteamericana United Fruit Company (ahora llamada Chiquita) controla gran parte de Centroamérica; la empresa petrolera Elf, primer grupo industrial francés, hace y deshace en las décadas de los setenta y ochenta gobiernos africanos. Digamos que las empresas multinacionales se convierten en los brazos seglares de los Estados para cumplir las misiones políticas que éstos no pueden permitirse.
En efecto, a veces lo que está en juego en la retórica de la defensa de los “derechos humanos” no es sino la defensa de la propiedad o la de la conservación de una dominación social, porque, a ver, ¿cuántas veces los regímenes, tanto revolucionarios como reformistas, no han subordinado esa noción de los derechos llamados “del hombre” o “individuales” a razones de Estado o a un interés social o nacional?

He aquí la trampa moral: en la articulación de las ideas de los “derechos humanos universales” con nuestras acciones políticas y personales. Un intelectual libertario, Hans Magnus Enzensberger, sin cuestionar la idea de los “derechos humanos”, admite que es «un peligro grave de hipocresía si pensamos que basta con crecer o con defender los derechos humanos universales para saber cómo debemos comportarnos. Basta con que miremos el mundo político para que nos demos cuenta que hacen falta mediaciones. Hace falta una mediación entre esas ideas y nuestras acciones y eso tiene que ver con que no somos capaces y, según temo, tampoco estamos dispuestos a aplicar con todas las consecuencias esas ideas en todas partes y con independencia de las circunstancias» (14). Como vemos este tipo no puede ni imaginar que dicha mediación entre el respeto general de los «derechos humanos» y nuestras acciones, sólo puede tener efecto si se cree en un sólo Creador, al cual se debe el milagro del ser, el milagro del universo, el milagro de la naturaleza, el milagro de la propia existencia. En otras palabras, sólo puede respetar sus derechos quien se inclina ante la presencia del Creador, la única autoridad de todo lo creado, reduciéndose todos los derechos a uno: ser representante (califa) del Creador en la tierra, permitiendo lo que Él ha permitido y prohibiendo lo que Él ha prohibido. De lo contrario, el discurso de los derechos del hombre se vuelve piadoso, débil, inútil, hipócrita, y aquel que lo defiende sin la mediación del Único Inteligente es un cafre. ¿Cómo es posible creer que el disfrute de los derechos es debido solamente a la inventiva humana capaz de establecer por consenso aquellos que cree buenos y deseables? Entonces, ¿quién determina ese consenso universal de lo que es bueno y deseable? ¿El hombre, con su sorpresa de ironía e ingenio?

Quizá por ello, desde hace algún tiempo, todo el mundo, en coro devenido clamor popular, invoca la ética, con distintos grados de utopía, racionalidad e idealismo, si no como alternativa de la religión, al menos como alternativa a la perversión o la erosión de los llamados “valores de la Ilustración”. Se alimenta una notable producción bibliográfica sobre el tema, con recetas morales para todos los gustos.

Parafraseando un aforismo de El Gay Saber de Nietzsche, «la libertad que se reconocía a un dios frente a los otros acababa el hombre por concedérsela a sí mismo». Entonces, eran tenidos en cuenta, por vez primera, los derechos individuales. En consecuencia, el «monoteísmo» es considerado “el mayor peligro de la humanidad hasta nuestros días” o, lo que es lo mismo, el grado cero de la libertad.


III

Analicemos, entonces, el contenido de esa «tríada hipnótica» (según expresión de Martín Lozano): Libertad, Igualdad y Fraternidad, divisa creada y propalada por los masones, quienes «nunca han interpretado tan capcioso señuelo con el papanatismo habitual de sus incautos destinatarios, sino de un modo distinto. Véase, si no, el modo en que se manifestaba sobre ese particular Jules Boucher, alto grado de la Gran Logia de Francia, en declaraciones recogidas por el órgano oficial de dicha logia, la revista Humanisme, en su número de abril de 1990: “¿Libertad? La libertad masónica es muy relativa. La masonería ha multiplicado las obligaciones a las cuales debe someterse el françmasón, lo que significa obediencia, y dictado reglamentos draconianos cuya enumeración precisaría un volumen de casi doscientas páginas. ¿Igualdad? La masonería es la negación misma de la igualdad. Sus grados y su jerarquía recuerdan constantemente al françmasón que la igualdad es un mito. ¿Fraternidad? El masón sincero constata con pesar que la fraternidad no es más que una palabra vacía de sentido en su aplicación real”. Esto vale como muestra de lo que, desde hace tiempo, se ha convertido ya en táctica habitual de los grupos de poder multinacional, propaladores a través de sus voceros (grandes medios de comunicación) de filantropías y mundialismos de probados efectos hipnóticos sobre las masas, aunque no se trate sino de falacias dirigidas a consolidar la hegemonía de tales grupos, cuyas prácticas constituyen la antítesis de sus espúreas monsergas» (15).



Sofisma de la Libertad

Reparemos, por tanto, en los principios ideales que fundan las constituciones liberales a partir de la “tradición ilustrada” del siglo XVIII. El más discutible, sin duda, es la libertad. Deshagamos, pues, el entuerto de considerar que fueron los hombres del siglo XVIII quienes conquistaron la libertad del individuo frente a la opresión estatal. A este respecto, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) define la libertad como consistente en «poder hacer todo aquello que no perjudica a los demás», que marca las directrices del ideal burgués de la libertad como algo irreal e ilusorio, en cuanto concepto apolítico.

La libertad individual irrestricta, como tarea más que como don. La libertad a la medida de los propios sentimientos, de los propios deseos, de los propios caprichos y del propio miedo, como si la libertad se concediera por derecho. De esta manera, esta libertad sistemática lo único que hace es dar más poder al fuerte. No faltan, por ejemplo quienes, tras cualquier guerra, afirman que la libertad existe tan sólo en la medida en que todos son libres. En este supuesto se basa precisamente la intelectualidad jacobina para sistematizar el pensamiento presuntamente progresista de nuestros días.

Para empezar notamos aquí un error típico: el de creer que sólo hay una única libertad (abstracta), cuando todo el mundo no tiene una única naturaleza. De ahí que haya tantas libertades como naturalezas propias. Pero no se trata de libertades «insulares». Cada uno será más libre en cuanto más se vincule al último fundamento, a lo metafísico, a lo trascendente, porque la libertad no es más que su posibilidad de ser. De donde, es absurda esa libertad hueca y amorfa, defendida con algazara, con aspavientos, ahogada por tantos determinismos inconscientes y automatismos educativos e instintivos. En este contexto, se encuentra el empirismo atomizante de Montesquieu, quien distingue entre «libertad civil» (la que se establece entre los hombres) y «libertad política» (la que se establece entre los hombres y el Estado) que promueve el interés por la acción voluntarista (el “stat pro ratione voluntae”, mi simple voluntad me sirve de justificación), que se entiende como la naturaleza de la libertad (Fichte), cuya plasmación es el derecho (Hegel), y su culminación el Estado, el poder, que se resuelve en términos de función y utilidad.

Una libertad sin fundamento, netamente retórica, ya que no tiene en cuenta más que el punto de vista del observador, de sus representaciones subjetivas o, lo que es lo mismo, de las formas, impresiones de reflexiones subjetivas de la percepción, que responden a la concepción del idealismo alemán, desechándose que la libertad esté también en las cosas, en algo más allá del hombre.

En suma, la libertad entendida como «dinámica de conquista», olvidándose que está en proporción del desarrollo de la inteligencia, y que el hombre sólo puede hacerse libre por la Verdad. La libertad como deber («tener que ser»), como «posición de fuerza», como propiedad, mediante la cual la voluntad se autodetermina a obrar. Ni que decir tiene, a este respecto, que pretender anhelar libertad mientras se ignora la voluntad del hombre es empresa absurda. De donde, no ha de participarse ese desapasionado fervor por la «libertad» y los «derechos ciudadanos».

La libertad no es, contra lo que pudiera pensar Descartes, el sometimiento positivo de la voluntad al entendimiento, porque esto expresa una ausencia de determinación del sujeto, que justifica, en último extremo, el desafío a toda autoridad. La libertad no necesita de aceptación racional. No es una cualidad propia del hombre. No hemos de creer, como lo hacía el filósofo de ascendencia judía Henri Bergson, que el problema de la libertad, un seudo-problema, haya nacido «de una confusión de la duración con la existencia». Bergson, sin duda, dio de bruces en la tosquedad de creer que hay una libertad peculiar a cada uno de los actos humanos, sin entender que la libertad es inherente al conocimiento, porque como dimensión, al interiorizarse, toca las raíces de la existencia.

Por tanto, ser un hombre libre consiste, ante todo, en tener libertad interior, la cual sólo puede florecer en el desapego del propio interés; sólo si se acepta (porque no se puede llegar por imposición), si se consiente, más aún, si se desea ir por el camino del renunciamiento, el cual implica tanto la emancipación de las imposiciones familiares, esto es, el desprendimiento de las necesidades, como las imposiciones que uno lleva en sí mismo, esto es, el desprendimiento de los defectos.

Así, todo funcionaría mejor si cada hombre pudiera resolver dentro de sí mismo el equilibrio entre libertad y autoridad, reconciliar la tirantez entre el sujeto y el objeto, entre el elemento subjetivo y el objetivo, porque, en verdad, no hemos sido abandonados a nuestros propios recursos, sino que hemos sido puestos aquí por el Creador para reconocer todos nuestros atributos (que son prestados por Él), y al reconocerlos, poder ver Su faz.

Por otro lado, al observar la trayectoria de la concepción de la libertad como proyecto social, no podemos por menos de considerar absurda la creencia según la cual la libertad se alcanza si se acepta que la minoría debe obedecer a la mayoría, premisa clave del Estado liberal y laico, fundado sobre los seudo-principios (summas) de la soberanía nacional y de la igualdad ciudadana. Quizá convenga recordar, a este respecto, la afirmación de Benjamín Constant, según la cual, «el reconocimiento abstracto de la soberanía del pueblo no aumenta en nada la cantidad de libertad de los individuos», a lo que habría que añadir que cuanto más tiempo se mantenga dicho principio de soberanía popular más tiempo seguirá siendo la garantía para el mantenimiento de toda clase de tiranías.

Sería demasiado fácil demostrar que la libertad existe si hay presión social, esto es, divisiones sociales, si hay, en definitiva, jerarquía social. De lo contrario, al uniformarse los estamentos y los hombres, al descentrarse la opinión, la sociedad se desnivela, de la misma manera que si a un cuerpo se le quita la presión arterial, se desangra. He aquí, sin duda, el error tipificado de considerar la «democracia», no como un estado de predominio y gestión de la sociedad, sino como una «forma de gobierno» o «tipo de régimen», de gestación y lucha, basada en los conceptos de la ley y del respeto a la libertad individual —al menos, en teoría—, buscando la manera de conducir, de dirigir, la conducta (según mecanismos estrictos de coerción) de los individuos, mediante lo que se llama el «ejercicio del poder», como si el poder fuera una potencia, cuando no existe más que en acto.

En este sentido, impera la fenomenología, según el axioma eidético del filósofo judío Husserl: «la libertad se consigue en comunidad», que traduce a su manera el concepto de libertad kantiano como «la unidad distributiva de la voluntad de todos». Palabras que no suscribimos, pero que son significativas, por cuanto engendran conformismo, carencia de intimidad y, sobre todo, abandono de todos los estados relativos y particulares de la existencia.

Lo absurdo es que este menosprecio individual se erige en seudo-principio bajo el nombre de «igualdad», en favor del aumento de «libertad» personal, término que se institucionaliza, tendiendo a la dispersión, lo cual, en última instancia, llega a la tiranía de las masas, porque sólo se entiende la libertad como virtud terrena y explícitamente humana, consistente en «poder hacer lo que debe quererse, y en no estar forzado a hacer lo que no debe quererse» (Montesquieu). La libertad como una carga que hay que asumir, cuando no, la más de las veces, como una expugnación. Dicho con otras palabras, el hombre moderno, o bien le da la espalda o bien resbala por la ancha pendiente de la «gollería de la libertad», sin llegar a comprender, en palabras de Titus Burckhardt, que «la libertad y lo arbitrario se contradicen; (que) el hombre es libre de escoger el absurdo, pero no es libre en tanto lo escoge. En la criatura libertad y acto no coinciden» (16).

En definitiva, el hombre es libre si aprende a vivir en libertad, no en un mundo de «igualdades» (imposible de conseguir), sino en un mundo de «diferencias» (imposibles de evitar). A fin de cuentas, «el ser es la desigualdad; la igualdad es la nada» (Leontiev y Berdiaev).




Sofisma de la Igualdad

La “igualdad” del hombre ante la ley por él creada, “igualdad jurídica”, sustituye, en cierta manera, a la igualdad ante el Creador Unico, infiriéndose incluso una supuesta “Santa Igualdad”, como así la llamaron los debridados, piafantes igualitaristas del siglo XVIII.

La «igualdad» se había transformado de una gracia a otorgar a un derecho que podía exigirse, comenzando a discutirse sobre la «igualdad civil», estandarte sobre el que se pone el sospechoso lema «sin distinción de sexo, raza, religión o credo político» (fórmula suspecta de procedencia masónica-judía)

En este contexto, la igualdad no es más que una caricatura de la igualdad religiosa. Igualdad como un hecho, entendida y reconocida como una «aptitud genérica para toda clase de derechos», cumplida por los deberes. Una igualdad obligada e impuesta. Igualdad material, impulsada por la idea de que el mérito de una persona y no su nacimiento, debe determinar la reducción de la desigualdad, el aumento de la competencia y la capacidad de los pobres por ganar, porque todavía se cree que más igualdad económica, por ejemplo, equivale a mejora de los ingresos de los más pobres. Ni que decir tiene —dicho sea de paso—, que en este objetivo igualitarista, en sí confuso, descansa todo programa socialista.

El caso es que las diferencias de estatus y de riqueza persisten. En fin, cuando los hombres no pueden satisfacer a su razón, les agrada secundar la agradable aberración de la esperanza, esto es, de la espera de lo sensible. Mientras tanto, se amolda enteramente al destino acuciante, cruel, despiadado, con ese típico estoicismo que confunde a Dios con el mundo, y que cree inútil toda resistencia. De ahí esa especial sensibilidad a la igualdad de los hombres, porque sin resistencia no hay diferencia, cuando hasta el mismo darwinismo descubrió que es casi antinatural aspirar a la igualdad. Es el triunfo de la imperturbabilidad, de la conformidad racional con el orden de las cosas, del fatalismo arriesgado que niega la providencia y, por tanto, la fraternidad, lo único que une a los hombres.

Se reemplaza la ley religiosa, la dignidad inalienable de cada alma creada por el Creador, por una ley civil basada en el interés común, que ni siquiera implica la cooperación en una común buena voluntad. De donde, el principio de equidad y justicia acaba entendiéndose sólo como fundamento de un orden de «capacidades», de probidades atribuibles, nunca de «posibilidades».

En este orden de ideas, todavía hay quienes, imbuidos de craso «progresismo», creen empecinadamente que todos los hombres son iguales políticamente. Si así fuera habría una absoluta nivelación de clases, lo cual es más que utópico, absurdo.

Tal es que se conciben los términos «igualdad» y «libertad» como equivalente de «fuerza social». Recordemos, a tal propósito, que el concepto de fuerza lo tomó Locke de la física de Newton, no siendo más que una entidad matemática. “Fuerza social”, por tanto, en función de la «necesidad» o condición material, para así conquistar el bien y la felicidad, como beneficio aleatorio por un rendimiento. Como se puede ver es una dirección unilateral —el establecimiento ciudadano— del concepto de felicidad, que sugestiona, hoy por hoy, a todo el mundo. Esto afecta o menoscaba e incluso tiende a anular las inevitables diferencias individuales, generando un tipo genérico de hombre, como si la «cantidad» pudiera convertirse ipso facto en «cualidad».

Esta exigencia de igualdad fue prometida por la Revolución Francesa en el siglo XVIII, escamoteada por el individualismo en el siglo XIX y anexionada al socialismo en el siglo XX. A ello contribuye, actualmente, el auge del «asociacionismo» de todo tipo, como ensayos de empresa común donde el reparto de funciones y la retribución no se hacen de acuerdo con las características individuales, sino de acuerdo a un conglomerado de nociones abstractas (estatutos, constituciones, etc...) que sólo retribuye la capacidad y el esfuerzo, nunca la intención y la cualidad.

Por otro lado, la “igualdad” no se debe confundir con la «equidad», que es un criterio impreciso que no se puede definir por la igualdad, sino por la proporción. Sólo los hombres, biológicamente de una misma especie, somos iguales, iguales ante lo que nos supera, centro de origen y de finalidad, de naturaleza y gracia, de camino y meta. De lo contrario, hablar en lo social, en lo moral, de igualdad, es pura necedad. Siempre hay diferencia en la separación. «Cada peculiaridad tiene su razón de ser», decía Montaigne. Es cierto, pero de ahí al escepticismo y al relativismo sólo hay un paso.

Por eso siempre tiene que haber jerarquía, esto es, clasificación arbitraria, atendiendo exclusivamente al orden de las cualidades; cuanto más distinguidas, constituirá un orden superior. Posteriormente estas cualidades, al perseguir determinados objetivos, por los cuales se creen determinadas obligaciones, repristinan las capacidades. Pero atender a las capacidades antes que a las cualidades, es empresa equivocada. Esto no expresa más que la “desincardinación” del derecho con respecto a la moral, llevada a cabo por estos modernos «sacerdotes de la justicia», que como aquellos juristas romanos —según quisieron llamarse—, acaban proscribiendo todo principio ético superior, por ende, subsidiario y dependiente de los criterios metafísicos. Pero no sólo se pierden las normas morales, sino el temor de Dios y la reverencia por los frutos del intelecto. En resumidas cuentas, se rechaza la ética revelada, máxime cuando priman teorías de clara procedencia judía, como la de Wittgenstein, según la cual sólo el lenguaje es apto para decir cómo son las cosas, no como deberían ser, perdida ya toda calidad de signo. Si a esto se le añaden los supuestos de la gramática generativa de Chomsky, según los cuales se analiza el origen del lenguaje como algo que no se aprende, sino que viene predeterminado por una antigua estructura biológica, tendremos al completo la fórmula mágica del evolucionismo, que todo lo explica exclusivamente en el marco del mundo sensible.




Sofisma de la Fraternidad

En un mundo donde todo individuo es potencialmente un rival, un enemigo, compelido a luchar contra los demás, contra su prójimo, contra sí mismo, no queda lugar para la fraternidad, para los sentimientos solidarios, siendo la competencia el principio regulador y la fuerza motriz de la existencia. Pero lo curioso, sin embargo, es que a esos dos contrarios (libertad, igualdad), irreconciliables según la lógica ordinaria, e instituidos mediante una acción legislativa apoyada por la fuerza, sucede un tercer factor: la «fraternidad», que es una cualidad humana fuera del alcance de las instituciones y más allá del nivel de la manipulación. Pero la «fraternidad» jamás tuvo ni siquiera la opción de expresarse mínimamente en la práctica, reducida a un papel puramente utópico y especulativo. De donde creer que la fraternidad universal conduce a la teoría de la comunidad interestatal es puro engaño, porque bajo la cobertura de la colaboración y de la amplitud cordial se ha fomentado —¡tantas veces!— la guerra.

¿Acaso no se fomenta el internacionalismo ciudadano que opera bajo el disfraz de una quimera sociológica y jurídica de raigambre estoica: el “cosmopolitismo” híbrido, indiferenciado y superficial, tan contrario a la fraternidad?

En otras palabras, la doctrina de la fraternidad —convertida en categoría totalizante— se convierte en el más terrible auxiliar de todos los géneros de despotismo. Esto es tan cierto como el hecho de que la soberanía ilimitada de las mayorías, como subrayó Tocqueville, puede significar la tiranía. Esto es algo evidente, y lo vemos, por ejemplo, en los modos del «colectivismo», por cuanto coadyuva a la unificación por abajo, la esclavitud y la masificación.

El colectivismo se funde en el concepto de fraternidad. Su control participa en el movimiento y la continuidad del engranaje social, actuando como lubricante un sucedáneo: la solidaridad, evidente y mágica aglutinadora de masas populares. En lo sucesivo, ya no se buscará entender la solidaridad con la imagen del vínculo y la concordia interdependiente; sus fines políticos y de manipulación determinan su configuración actual en el panorama de las sociedades industriales más complejas, avanzadas y refinadas, por lo que, al mismo tiempo, destaca la agresión, la proeza bélica, la ferocidad emulativa, la actividad depredadora.

Este contraste explica la abusiva propaganda de lo que podría llamarse la «solidaridad ostensible», por parte de la clase política, para mostrar que tienen la suficiente capacidad comprensiva como para gastar tiempo en actividades no utilitarias. De manera que, entonces, son los políticos los que empiezan a utilizar la «solidaridad» en función de sus fines políticos. El proceso es interesante porque la «solidaridad» se ha convertido en ideología, en religión. La solidaridad-espectáculo, la solidaridad-nacionalista, fenómeno social universal, instrumento de equilibrio social y comercial, asociacionismo solidario, medio de comunicación, consumismo, entretenimiento, solidaridad-TV, solidaridad recreativa y solidaridad profesional, son elementos que, con el correr de los años, han sido utilizados por los diversos sistemas imperantes en el mundo para beneficio de la clase dominante de los países altamente desarrollados, en donde la religión de la “solidaridad” es el credo más importante que se discute día a día y año tras año. Es más, se hace artículo de consumo, en cuanto que los gobernantes decretan su consumo, esto es, la aprovechan como elemento de cohesión y fomentan la psicosis colectiva ante la injerencia de los medios de comunicación.

En definitiva, dicha solidaridad es administrada a través de los cauces previstos por las organizaciones e instituciones, a las que pertenecen los donantes y los beneficiarios, porque tanto unos como otros se hallan representados en los organismos e instituciones rectores de ambos y disfrutan de los mismos derechos y obligaciones.

Así, casi muerto el auténtico sentimiento fraterno, reina en el mundo occidental un tipo de hombre que bien podríamos llamar el «solidario cautivo», el cual además de practicar concordia tendenciosa, recibe, obligatoriamente, miles de mensajes políticos que han terminado por modificar sus pautas de conducta y sus vínculos sociales. No se entrega a la causa de los pueblos por el amor inclaudicable a esta manifestación solidaria. Más bien, a intereses políticos, vanidades, debilidades humanas o intereses comerciales. Ser solidario es la carta de presentación que muchos utilizan con diversos fines.

Definitivamente, la solidaridad da para todo, menos para la defensa de su raíz original: la fraternidad. Ahí tenemos, si no, cómo la horrible irracionalidad que crea el proceso de objetivación de todos los procesos sociales y científicos, dando como resultado la incoacción de los derechos humanos más elementales, propone como solución demostraciones o, lo que es lo mismo, representaciones colectivas basadas en la industria de la música rock, en forma de conciertos —extraños ritos de antropofagia homeopática—, cuando es precisamente esta industria la que más se beneficia de tales demostraciones a la hora de imponer aun más su poder consumista sobre las nuevas generaciones, al mismo tiempo que desvían su atención para que ni por un instante piensen qué es lo que en realidad causa la violación constante de los «derechos humanos». En este contexto, como dice Tage Lindbom, «habrá que consolarse con un “compromiso” con un mundo colectivo aunque sin identidad y volverse hacia la propia vacuidad manifestada exteriormente bajo la forma de la “comunidad” simbiótica donde la promiscuidad debe servir de sucedáneo de la fraternidad perdida» (17).

Sea como fuere, todo esto muestra una vez más que la tiranía del orden democrático al mantener la igualdad de los derechos igualmente distribuidos entre todos, lo cual sólo impulsa a la homogeneización mundial. Por tanto, la democracia no es más que un rótulo que se defiende autoritariamente, construido con los fragmentos reacomodados de la visión liberal de la Revolución Francesa, que bien podrían quedar así resumidos, según un reclamo publicitario de la empresa Toshiba: “Libertad, Igualdad, Portabilidad”, con lo cual queda bien claro que los ideales Libertad, Igualdad y Fraternidad no son más que ideales comerciales, cuyo único propósito consiste en asegurar ciertas ventajas a los individuos en desmedro de una vida heroica, señorial.


Antonio José Trigo

(Ensayo corregido del publicado con el título “¿Libertad? ¿Igualdad? ¿Fraternidad?” en mi libro “La sociedad posmoderna”, Claves Latinoamericanas / Instituto Politécnico Nacional, México D.F., 1992, pp. 7-19)


NOTAS


(1).- Harlan Cleveland, Nacimiento de un nuevo mundo, El País/Aguilar de Ediciones, Madrid 1994, pp. 54-55.
(2).- Hernando Valencia Villa, «La ONU creará un Tribunal Penal», El País, Madrid, 17-9-1997, p. 10.
(3).- Jean-François Revel, El renacimiento democrático, Plaza&Janés Editores/ Cambio 16, Barcelona 1992, p. 90.
(4).- Carl Schmitt, El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del Just Publicum Europaeum, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1979, p. 299.
(5).- Montserrat Herrero López, El nomos y lo político: la filosofía política de Carl Schmitt, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona 1997, p. 113.
(6).- Lord Ralf Dahrendorf, La cuadratura del círculo, Fondo de Cultura Económica, 1998.
(7).- Victoria Camps, “La identidad europea”, en Claves de Razón Práctica, nº ?, Madrid, pp. 32-34.
(8).- Noam Chomsky, Las intenciones del Tío Sam, Txalaparta Editorial, Tafalla (Navarra) 1994, pp. 27-28.
(9).- Citado por Jean Baudrillard, Las estrategias fatales, Ed. Anagrama, Barcelona, 1984, p. 80.
(10).- Tage Lindbom, La semilla y la cizaña, Taurus Ediciones, Madrid, 1980, p. 15.
(11).- Daniel Tarschys, en entrevista a Miguel Jiménez, «La Unión Europea debe abrirse al Este», en El País, 21-7-94, p. 4.
(12).- Martín Lozano, El Nuevo Orden Mundial (Génesis y desarrollo del capitalismo moderno), Alba Longa Editorial, Valladolid 1996, p. 49.
(13).- Zbigniew Brzezinski, «Las débiles murallas del indulgente Occidente», en Fin de siglo (Grandes pensadores hacen reflexiones sobre nuestro tiempo), McGraw-Hill, México 1996, pp. 44-57.
(14).- Hans Magnus Enzensberger, en entrevista de Luis Meana, «Las máscaras de la razón», en el suplemento Babelia de El País, Madrid 5-3-1994, pp. 9-14-15.
(15).- Martín Lozano, El Nuevo Orden Mundial, op, cit., p. 32.
(16).- Titus Burckhardt, Esoterismo islámico, Taurus Ediciones, Madrid, 1980, p. 60.
(17).- Tage Lindbom, La semilla y la cizaña, op. cit., p. 17.

26/6/09

Europa: la abominación de la desolación

“La Europa que está aún tan lejos de adquirir forma
es una Europa de banqueros, sus héroes son los
Rothschild y los Rockefeller, y se ha extendido una
hagiografía totalmente nueva para alabarlos”

Anthony Sampson (Los nuevos europeos, 1968)


europa


Hay quienes opinan que deben superarse los intereses nacionales y que debe establecerse alguna forma de administración global del ecosistema, en la tendencia mundial a la pacificación tecnoeconómica de los Estados, esto es, hacia la indiferenciación absoluta, como si este objetivo (que no resulta ser más que un primer paso para una total centralización administrativa) fuera la meta última para la cual toda la historia de Europa ha servido como una especie de preparación para la solución total de todos los enigmas y respuesta final a todos los problemas que rodean su existencia. En otras palabras, que, a partir del proceso de integración económico-social —como el operado en el nacimiento de los Estados Unidos—, se espera que fragüe una conciencia nacional y se fortalezca el poder federal europeo.
Se argumenta paradójicamente, a este respecto, que las naciones europeas, a fin de que no sean esclavizadas por la historia, deben afirmar que su destino es hacer historia, máxime cuando no hay una línea de intereses comunes y problemas basados en realidades geopolíticas y vínculos históricos comunes. Porque, ¿qué elementos mantienen la estructura hegemónica sobre la cual se sustenta el conservador ideal europeo, máxime cuando ya se estudia la posibilidad de incluir en la Unión Europea a los países ex comunistas, tras haberse reciclado a la economía de mercado?
Este estímulo de interdependencia, que siempre ha sido impuesto, trae como consecuencia el escepticismo contaminado, el egoísmo, la intolerancia, quedando las banderas nacionales para los campos de deportes y los desfiles.
Los tecnócratas, pues, se han convertido en eurócratas, ocupados siempre de los problemas concretos de procedimientos. Son los conocidos mentecatos del engendro de Maastricht, ese intento de unidad europea con un sólo centro de poder. Pero, ¿qué unidad? Ya que no hay una unidad política, es más bien una mera unión económica y comunicativa o, lo que es lo mismo —en palabras del gran jurista alemán Carl Schmitt, a propósito del “Estado Mundial”— “una corporación de consumo y producción a la búsqueda del punto de indiferencia entre las polaridades ética y económica” (1)
Pero todo ello resulta más desolador cuando uno se percata de esa explosión indiscriminada de sentimientos europeístas, de duras suscitaciones a “pensar Europa” (según expresión del intelectual de origen judío Edgar Morin), de esa machacona labor de información que trata de homologarnos con patrones europeos y que responde a todo un vasto programa dirigido en gran medida desde fuera, a fin de hacernos olvidar nuestras raíces, nuestra propia área de influencia y nuestras históricas relaciones internacionales. Este programa consigue introducir como propios un abanico de valores que nos son extraños y que son, para colmo, estandartes de una sociedad en reconocida crisis, que concibe al hombre como mera cifra computerizada o un elemento productivo monitorizado.
Leontiev supo verlo de manera visionaria al decir que «Europa, en su conjunto, se encuentra en la fase de la simplificación; sus elementos constitutivos se parecen mucho más que antes, son mucho más monótonos; en cuanto a la complejidad de las modalidades del progreso, recuerda la de cierto horrible proceso patológico que, paso a paso, conduce a un organismo complejo hacia la simplificación del cadáver, de la casa hecha polvo» (2).
Por todas partes se oye lo mismo: por un lado, “unión de mercados”, inevitable ante la apertura total de fronteras que hubo a partir de 1992 (cifra, por cierto, que recibió un encumbrante don proteico), y que es correlativa al atropello de los particularismos, esto es, al proceso de arrancar las poblaciones de su modo de vida heterogéneo para aculturarlas al progreso técnico y social; por otro lado, se oyen apuestas por un “horizonte insuperable” mpregnado de infinitos reflejos competitivos y múltiples casos de “multinacionalización” de operaciones empresariales y financieras: formulación de la teoría cuantitativa del dinero, la génesis y desarrollo del mercado de eurodivisas, las exigencias del proceso de unificación monetaria europea y la consiguiente construcción del sistema monetario regional, las manipulaciones cambiarias, las relaciones empresas-banca, etc., todo ello con el único objetivo de establecer una “koyné” supranacional, ecuménica, una especie de lugar utópico que no se deja circunscribir a ningún límite territorial.
La idea unificadora, como resultado de “inyectar una dosis del empirismo británico al proyecto cartesiano de Europa”, según propuesta del financiero judío George Soros, dedicado a instaurar en todo el mundo una forma de organización social que no llegue a estar gobernada por normas establecidas, a fin de que se imponga una “sociedad abierta al cambio y al progreso”, por tanto, ajena a todas las contingencias.
Tal es el propósito de los judíos en su carrera sin límites para controlar la política europea, máxime cuando la proporción de judíos infiltrados en los centros burocráticos de la Unión Europea no tiene ninguna relación con su demografía.

Europa judía

El control judío de la política europea

En 1919 había veintitrés Estados en el continente; en la actualidad, cincuenta. En el Este había siete en 1990; ahora, veintisiete. En toda Europa se constata una tendencia de las regiones y comunidades hacia la autonomía. De hecho, cada nación europea, cada idioma, cada cultura, ofrece una concepción de Europa en su conjunto. “Ésta perdería su identidad —según Regis Debray—, e incluso todo su interés a ojos de los propios europeos, si les impidiera ser ante todo españoles o checos. En tal caso, la vieja Europa de las naciones no quedaría detrás, sino delante de nosotros” (3). Digamos que en cada país hay un intelectual que destaca el conflicto entre y , expresando el temor de que el mismo se diluya en Europa.
Por todo ello, la fórmula federalista, fundada en la idea de o, lo que es lo mismo, en la idea de la pluralidad en la identidad, es considerada la más apta para organizar Europa. No obstante, la noción jurídica de la nación soberana es incompatible con la idea de un orden internacional. Una autoridad internacional —como observa la filósofa de origen judía, convertida al cristianismo, Simone Weil— sólo puede existir realmente “si posee el poder legítimo, es decir, pública y generalmente reconocido, de dispensar en ciertos casos a los ciudadanos y súbditos de un Estado del deber de obediencia al Estado” (4).
Europa, pues, ve en el Estado federal, a través del laicismo y de un cierto afán relativista-cosmopolita, apátrida —en la acepción de Hegel—, la única solución para salvarse, por un lado, del peligro interno del micronacionalismo (conjurado como metástasis) y, por otro lado, de la amenaza del auge islámico que viene, no sólo de extramuros, sino desde su mismo seno (cada vez son más los europeos que toman el Islam), y que se configura como principal alimento ideológico que sustituye al anticomunismo cerril, según la lógica de los bloques hasta hace poco vigente. Así, como le confiaba un ministro de Asuntos Exteriores de un país de Europa central al analista judío Jacques Attali, refiriéndose a los Balcanes (Bosnia, Albania, una parte de Bulgaria) y Turquía, esto es, refiriéndose a los musulmanes europeos: “sólo merecen ser europeos los católicos y los protestantes; los demás deben ser excluidos de cualquier porvenir común” (5).
La influencia judía en la concepción del “europeísmo” es tan evidente, que sería interminable enumerar a todos los judíos que han marcado la historia de la Europa moderna. Valgan algunos ejemplos significativos, como Joseph Retinger, quien —además de masón y de inspirador del Club Bilderberg— puede ser considerado el verdadero fundador de la Liga europea de cooperación económica, del Movimiento Europeo, y organizador en 1948 en La Haya del Congreso de Europa, en el que tomó parte el Consejo para una Europa Unida (fundado en 1946 por el tecnócrata de la banca judía de los Lazard Frères, Jean Monnet, y por Robert Schumann), del que salió el primer Consejo de Europa, presidido por el judío francés Michel Debré (nieto de rabino).
Otro de los pioneros del «europeísmo” fue Pauel M.G. Levy, quien en 1959 dirigía la información en el Consejo de Europa, junto a Jean Monnet, siendo el diseñador de la bandera europea, para la cual eligió el color azul del símbolo mariano que unifica a católicos y protestantes, añadiéndole las doce estrellas que, además de simbolizar a los doce países que inicialmente suscribieron la unidad europea, simboliza también las doce tribus de Jacob. He aquí, de nuevo, que el mayor secreto de complicidad entre católicos y protestantes es la existencia de ese adversario común..., sencillamente, el Islam. Rechazo compartido por los judíos, que siempre aparecen como “bisagras” en todas las negociaciones. Tales los casos, por ejemplo, de Leon Brittan y Mickey Kantor, comisarios comerciales de Europa y de EEUU, respectivamente, quienes sellaron el “acuerdo global” en las negociaciones de la Ronda Uruguay del GATT; por no citar los numerosos casos de consejeros judíos de presidentes de gobiernos, como fueron sir Joseph Keith, ex ministro del Partido Conservador que inspiró la política monetarista de Margaret Thatcher; o Jacques Attali que pasó diez años junto a Mitterrand; o Lord Levy, el recaudador laborista amigo personal de Tony Blair; o el mítico Kissinger, que todavía ejerce, además de asesor personal de seguridad nacional para varios presidentes de gobierno, de consultor para cientos de empresas multinacionales de todo el mundo.
¡Y qué decir de la figura del judío Jacques Delors, quien llegó a ser presidente de la Comunidad Económica Europea (1985-1995), diseñador del Banco Europeo Unificado y de la moneda europea!
Por otro lado, la presencia de judíos en gabinetes europeos ha sido siempre considerable. Remitiéndonos unos años atrás, en Inglaterra en el gabinete de Margaret Thatcher, además del citado sir Joseph Keith, estuvieron Nigel Lawson, Lord Young, Malcom Rifkind (que llegó a ser incluso ministro de Exteriores en el gabinete de John Mayor), Leon Brittan, Edwina Currie y Jeffrey Archer. En Francia, es un escándalo: antes de que llegara un judío a la presidencia, como es el caso del actual Nicolás Sarkozy, hubo incluso hasta un primer ministro judío, Laurent Fabious, y por el consejo de ministros han ido desfilando J.J. Servan-Schreiber, Simone Veil, Pierre Joxe, Jean-Louis Debré, Bernard Kouchner, etc. En España, en cambio, la lista es corta, con tan sólo cuatro ministros con orígenes judíos: Enrique Múgica Herzog, Joaquín Almunia Amann (actual Comisario Europeo de asuntos económicos y monetarios), Jorge Semprún Maura y Narcís Serra Serra.

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El negocio de la identidad europea

La multiplicación de nuevos Estados nacionales aumentan la inestabilidad y la inseguridad del nuevo orden, ya que cada uno de ellos tiene que luchar a la vez contra la presión externa de algún gran poder enemigo y la presión interna de sus propia minorías nacionalistas. En este contexto, se reflexiona, hasta el hartazgo, sobre la identidad y la particularidad. Se ve la particularidad como una enfermedad del pasado de cada pueblo, que no se ha podido todavía dominar. Entonces, la particularidad se toma como un valor a priori, cuando jamás lo es. Por eso, se pone tanto hincapié en crear un proyecto cultural que aúne identidades, una vez despojados todos los particularismos, a fin de preservar lo que denominan “valores universales”. Valores que encuentran sus reflejos más vivos y más estables tanto en el monoteísmo hebraico como en el logos griego y, por tanto, en la función universalizadora de la Roma clásica y cristiana, que fueron reconvertidos por una Ilustración racionalista y laica, y que convergen en la común aceptación del proyecto democrático y liberal, después de las guerras mundiales, según este axioma de la intelligentsia europea (mayoritariamente judía): “Europa viene también de Auschwitz” (expresión acuñada por el filósofo judío Jacques Derrida). En definitiva, son unos valores abstractos y formales que se violan y conculcan de continuo en el momento en que se llevan a la práctica, trátese, por ejemplo, de la libertad de conciencia, de expresión y de asociación, o de la tolerancia o el derecho a la autodeterminación. Por tanto, ni que decir tiene que la cultura autóctona o la religión son consideradas como hipotecas.
Hay quienes, por un lado, ven en el cristianismo y en la actual civilización industrial-productiva-consumista, una etapa de decadencia, barbarie y alienación de los valores puros iniciales indoeuropeos; esto es, quienes ven la identidad europea como resultado de un devenir que arroja el concepto de unidad histórica, con estas características, descritas por uno de los principales ideólogos de las tesis originales de los indoeuropeos, Alain de Benoist: “el politeísmo, la conducta exploradora, la aventura y la adoración de la naturaleza”. De donde, la identidad europea sólo puede admitir estos objetivos: politeísta, pluralista, no proselitista, no dogmática ni fanática, abierta y dinámica.
Digamos que a los europeos (al matar a sus dioses y expulsar a su mito original; al convertir en una fábula el relato bíblico y depositar en la ciencia toda la confianza que tenían en la Revelación) no les queda más que proscribir toda diferencia con las armas de la neutralización y la despolitización. Según las tesis de Carl Schmitt, “en Europa la humanidad está siempre saliendo de un campo de batalla para entrar en un terreno neutral, y una y otra vez el recién alcanzado terreno neutral se vuelve nuevamente campo de batalla y hace necesario buscar nuevas esferas de neutralidad” (6).
En este orden de ideas, una vez caído el antiguo sistema de la guerra fría, se presta especial atención en crear un nuevo sistema de seguridad europeo, el cual contempla las iniciativas reformistas en Rusia, en Ucrania y en las demás repúblicas de la antigua Unión Soviética y las naciones de Europa del Este. Pero este nuevo impulso procede, no de Europa, sino de los Estados Unidos, a través del control de la OTAN. Como observó Jacques Attali en los preliminares de la creación del Banco Europeo de la Reconstrucción y el Desarrollo de la Europa del Este (BERD), que en 1990 presidiría, después de aprobarse el acuerdo por el Grupo de los Siete (G-7) en un castillo de los Rothschild, cerca de Londres: «Washington se propone otorgar (a la OTAN) un cometido de coordinador del conjunto de relaciones del Oeste con el Este e incluso, en cierto momento, de la evolución económica de Europa. La OTAN contra el Mercado Común, problema antiguo... El general norteamericano Brent Scowcroft me explica que conviene convertir a la Alianza en el principal foro para el mantenimiento de la paz en Europa amenazada por el debilitamiento soviético y el fortalecimiento alemán» (7). En otras palabras, ahora que Europa se ve afectada por la inestabilidad económica y las oleadas de refugiados, a causa de los conflictos nacionalistas, se pone todos los medios para reforzar la OTAN y el Consejo de Cooperación del Atlántico Norte, a fin de defender un horizonte amplio que permita mantener la dirección (estructura política y económica de mercado) y salvar la hojarasca.
Por un lado, se trata de llevar a cabo la idea inacabada de George Marshall (el secretario americano que hace cincuenta años impulsó el llamado “plan Marshall”) en Rusia, para que pase de la base imperial a la base democrática, porque “crear una Rusia democrática, no imperial, es la mejor garantía y estabilidad en la nueva Europa”. De ello se han encargado gente como el financiero judío George Soros y compañía. Y por otro lado, prospera la vieja idea italo-española para trasladar al conjunto del Mediterráneo la experiencia de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE).
En suma, desaparecido el imperio de la Unión Soviética, se dota a la OTAN de un nuevo cometido político: frenar el auge del Islam, tanto en el Este como en el Sur de Europa.
No faltan, incluso, elementos escatológicos y soteriológicos que hacen pensar en una “Cruzada de Europa”, por cuanto se estima la doble plenitud de una culminación de los tiempos y de una culminación del espacio humano, en el sentido de que, en el espacio, el signo de la culminación de los tiempos es la reunión de las naciones alrededor de la Europa sagrada y madre, centro del mundo, encerrada en un que nos apremia a ejecutar lo que proyectamos, o a efectuar aquello que se nos encomienda, como prolongación de nuestra propia existencia en los insondables derroteros del universo infinito, que tenemos que recorrer en nuestro incesante caminar adelante.
Ni que decir tiene que cualquier actitud crítica, a fin de rebasar todo estéril mimetismo europeizante, sin caer, claro está, en polémicas historiográficas como las que reivindican “españolizar a Europa” (Unamuno) o “europeizar a España”(Ortega y Gasset), por lo banales que redundan, parece ser que para las élites tendenciosas es sinónimo de afectación pretenciosa. No importa. Queremos dejar bien claro que no impetramos el chalaneo europeísta a todo evento, porque no comulgamos con ruedas de molino, con precisas y excluyentes tablas de valores que nos homogenizan, haciéndonos extraños en el paraíso cibernético. ¿Acaso ese “occidentalismo” decadente, basado en los absurdos igualitarios-mundialistas, no reflejan más que las grandes angustias y las perspectivas de una sociedad atormentada, donde conceptos tales como “espacio social”, “dimensión social”, “diálogo social”, “cohesión social”, “carta social”, “dumping social”, etc., brindan coartadas al despojo, a la expropiación?
Nos resistimos, pues, a vivir en la campana opaca del librecambismo o “fetichismo de la mercancía”, que no nos permite ver entera la realidad, reduciendo, así mismo, las relaciones sociales al choque de intereses, esto es, a una forma de pluralismo de intereses que siempre evoca la “nostalgia de Roma”: culto casi religioso a las obras públicas, apelación constante al Derecho, al orden civil, culto a las asambleas reglamentadas, etc.

europa plastica

La plasticidad de la maquinaria “eurócrata”

Europa resulta ser rehén de los flujos económicos o los equilibrios estratégicos —multinacionales, tipo de interés USA, OTAN, etc.—, que los rebasan, dentro de los parámetros de esa “ideología universalista” que subestima las “identidades culturales”, esto es, la diversidad de las culturas.
Esa Europa como concepto hipostasiado tan caro a los modos del fascismo, se conforma como una entidad “supranacional”, realmente inexistente, tras la cual se camuflan incluso los acuerdos entre las empresas multinacionales, por no hablar de las negociaciones comerciales con Israel, las cuales, por un lado, son utilizadas por Europa como rehén para así avanzar las relaciones comerciales con los otros socios mediterráneos (esto es, los países de tradición islámica); y, por otro lado, sirven a Israel como foro, no sólo para discutir de cooperación regional, sino para tener un acceso sin precedentes al mercado europeo, asistiendo como observador al comité que decide las prioridades europeas en investigación y desarrollo, a cuyos programas está asociado.
Pero, ¿sobre qué bases puede concebirse una pertenencia común europea? ¿En qué consiste la “cultura europea” ? ¿Es que hay una ? No nos llamemos a engaños. Europa es una invención, una añagaza, una entelequia de laboriosas personas neutrales; un armazón montado preferentemente por los grandes “trusts” internacionales, en cuyas manos se reduce a pancarta histriónica. Es más, este esperpento de la ambigüedad de la “hegemonía europea”, del comedero interestatal, de la cuestión de las identidades nacionales, podría llamarse de manera pirandeliana, en su inicio: “doce países en busca de una consultoría de gestión” para la unificación administrativa, siendo sus doce países iniciales: Francia, España, Grecia, Portugal, Alemania, Dinamarca, Italia, Holanda, Irlanda, Bélgica, Reino Unido y Luxemburgo.
Según el Tratado de Roma, es la Comisión, no los gobiernos miembros, la que toma la iniciativa al proponer las políticas y acciones “europeas”. Y es también la Comisión la que realiza las consultas necesarias con las organizaciones no gubernamentales (sindicatos, grupos de presión agrarios y demás lobbys) y con el Parlamento Europeo, elegido directamente. Después de estas consultas, que se dan a conocer y se debaten en los medios de comunicación, las propuestas revisadas de la comisión se presentan al Consejo de Ministros, que procede, en representación de los gobiernos, a aprobarlas o rechazarlas.
En el Tratado de Maastricht (1991), en cambio, el Parlamento Europeo consiguió una nueva arma: la capacidad de vetar acciones ejecutivas de la Comisión, la cual es designada sin el consejo ni el consentimiento del Parlamento. He ahí uno de los fallos más grandes —como observa un influyente analista norteamericano, Harlan Cleveland— para que la Comunidad Europea pueda “parecer una democracia federal” (8).
Mientras tanto, los europeos, al adaptarse a lo que parece ser la “modernidad”, construyen una serie de representaciones nuevas e híbridas que justifican la imagen de Europa a sus propios ojos respecto a la cultura dominante, “proteccionista”, “colonizadora”, dentro de ese proceso de préstamo cultural disgregador y disolvente que acaba por pervertirlo todo. ¿No se habla, por un lado, de los Estados Unidos de Europa, cuando, por otro lado, las nacionalidades tienden a subdividirse en federaciones e incluso en regiones, y éstas en núcleos, centros, asociaciones, organismos, sociedades, instituciones, cooperativas, sindicatos, etc., a fin de satisfacer las inquietudes de sus integrantes en su particular empeño para implantar y extender su fanatismo, baluarte primordial de la incomprensión entre los hombres y los pueblos? En este sentido, la plasticidad de Europa es grande.
Sin embargo, y pese a los acuerdos de asociación firmados con los países de Europa central y balcánica, que contienen cláusulas relativas al librecambio y otras que vinculan la ayuda comunitaria a reformas estructurales (en particular, las privatizaciones), la incapacidad de Europa para funcionar con un mayor número de Estados miembros es evidente. Por eso se ha diseñado un nuevo espacio político, económico y social, basado en “la paz, el desarme, la cooperación y la solidaridad con el resto del mundo”, que el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los círculos plutocráticos imponen, y que consiste en otorgar al capital internacional todo tipo de facilidades y ayudas para su implantación en los nuevos países surgidos por la desaparición de la Unión Soviética. Así, mientras “en el Este, los ´apparátchiks´ comunistas garantizan la transición; en Occidente, los gestores de la guerra fría negocian su propia reconversión” (9).
Porque no se teme a los separatistas vascos, los autonomistas corsos, los flamencos, los valones o los irlandeses del Norte y del Sur, sino a los nacionalismos emergentes del Este, los cuales, después de estar amordazados por el poderío militar soviético, pueden derrapar y amenazar la seguridad europea. Por tanto, para ir allanando el camino de una moderna economía de mercado, tanto los Estados Unidos como sus aliados europeos ayudan a los países del Este a encontrar un equilibrio, combatiendo el crimen organizado y fomentando la creación de Organizaciones No Gubernamentales (ONGs). Todo ello negociado por el BERD, el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo de la Europa del Este, creado en 1990 con un claro mandato: promover la democracia multipartidista y la economía de mercado en Rusia y en la Europa del Este. Curiosamente fue la primera institución internacional “a la cual se han sumado los países del Este, incluso antes de entrar en la ONU” (10), teniendo en sus manos “todos los instrumentos financieros: los préstamos y las participaciones en una sociedad” (11). El BERD nació, pues, con un objetivo específico: “amarrar ese monstruo que es la Unión Soviética a un continente del que ella misma se ha excluido, conduciéndola a la democracia y a la economía de mercado” (12), dándole toda clase de facilidades como “trocar el desmantelamiento de sus armas nucleares por la anulación de su deuda externa”, o “llevar a cabo un programa de reconversión de los oficiales del Ejército ruso en funcionarios civiles” (13).
No obstante, no sólo se temió la recomposición del ámbito territorial de la antigua Unión Soviética (países bálticos, Cáucaso y repúblicas asiáticas), sino que se temió, por encima de todo, a la Alemania unificada, convertida en potencia económica descomunal, la cual puede satelizar a los países del Este que pasaron a integrar el bloque asignado a Rusia tras los acuerdos de Yalta, como son Polonia, Hungría y Checoslovaquia, y transformar a la Comunidad Económica Europea en una zona monetaria articulada en torno al marco. De ahí que, por un lado, se pusiera en marcha en 1991 el programa Phare de la Comunidad Europea, a fin de suministrarles créditos para la reconstrucción de sus instituciones administrativas, políticas y sociales; y, por otro lado, que se tomaran todas las medidas para que estos países recurrieran a la OTAN, la única institución que puede controlar las posibles tendencias expansionistas de Alemania, por aquello de la Mitteleuropa (14).

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El abismo entre los “expertos” y los “ciudadanos”

Europa se concibe como un espacio para los “expertos” o burócratas rotatorios; como una panacea de los especialistas o “particularistas monolaterizados” (según expresión de Ramón y Cajal), ignorándose que en cada uno de los compartimentos estancos de la ciencia hay una auténtica “perijóresis”, es decir, que en cada uno de ellos actúan los demás. Si algunos especialistas no reconocen esto como propio, es porque no alcanzan a extraer todas las consecuencias de sus teorías.
Esta especialización a ultranza es, en lenguaje weberiano, refugio del conocimiento experto y de la “rutinización” impersonal y funcional de la administración, al margen de mitos sociales o culturales. El caso es que a la vez que se incentiva el desarrollo de las iniciativas se refuerzan las grandes burocracias. ¿No es común, acaso, a los regímenes autoritarios, la instrumentalización de la comunicación por sujetos colectivos e institucionales?
Digámoslo de una vez, ese proceso de integración europea corre el riesgo de centralizar el poder despótico burocratizado, y hacer más profundo el abismo entre los “expertos” y los “ciudadanos”. Es más, seducidos por el dinamismo tecnológico que se asienta sobre la doble pilastra, por un lado, del discurso de razón cartesiana y de individuación leibniziana o hábito de las primeras inducciones especulativas y, por otro lado, de la cibernética o hábito de las primeras verosimilitudes operacionales, ese proceso se proyecta como aventura prometeica del futuro humano, como un hontanar de donde surgen en líneas paralelas y verticales las columnas que sostienen la bóveda de ese gigantesco teatro donde se representa el drama de todos, en un nuevo concepto de geopolítica.
La tecnología, en este contexto, se resuelve como modo de encauzar los excesos del “furor de vivir” y del “desatino salvaje”, dado que representa al mundo por la velocidad, permite fluidez de trámites, reducción de operaciones y economía de tiempo y dinero, aunque —todo hay que decirlo—, vuelve a cubrir más tiempo y más dinero, y así sucesivamente, hasta convertirse en oráculo de entonación del pensamiento a fuerza de considerar los grandes números. Al fin y al cabo, se crea el hábito (en la mayoría) de aceptar las declaraciones de la ciencia como si fueran la última palabra.
En este orden de ideas, el avance tecnológico supone inicialmente la ilusión de un sistema abierto, cuando, en realidad, destruyendo distancias sociales en aras de un valor igualitario, crea un sistema cerrado, anclado en sí mismo, capaz de proveer satisfacciones de una manera tan acelerada que genera sumisión para retraimiento o “infantilización” del hombre, el cual es continuamente modelado, dinamizado, por técnicas que acaban por hacerle caer en la inutilidad y el cinismo.
Tenemos una vez más aquí al mito evolucionista del “progreso” conformando el mecanismo del consumo, con todas sus artificiales construcciones ideológicas sugeridas a la humanidad actual para movilizarla en una dirección que no puede ser otra que infrahumana.
Como consecuencia del vértigo que produce este abismo entre la interdependencia de las ciencias y los individuos, tenemos que el hombre moderno “ele mesmo” y, en lo que nos atañe, el hombre europeo, hipnotizado por un craso “patriotismo europeo”, sólo atiende las apetencias colectivas e individuales, para lo cual se embebe de economía práctica, esto es, de una ciencia que se sustenta sobre tendencias globales o de volumen en la manipulación del factor precio, y que se representa a través de estadísticas, encargándose de hacer la división del trabajo y de posibilitar los excedentes que permitan la “acumulación”, el “ocio”, la “educación”, el “progreso” y el desarrollo material de la ciencia y de las artes, como si el mundo fuera exclusivamente un gran mercado.
En estos presupuestos descansa el mito del “bienestar social” que, en realidad, es incapaz de ofrecer al hombre una explicación satisfactoria sobre sí mismo y sobre su destino fuera del plano social y humano.

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La economía como terapia de choque

De todos es sabido cómo la intervención del Estado en la economía se deriva de la teoría keynesiana. Como consecuencia de esta intervención nace “la economía del bienestar” y “el Estado social de derecho”. Pero, la “economía del bienestar” o “Estado de bienestar” está, hoy por hoy, en quiebra. Por eso, se convoca, de nuevo, los valores tradicionales de trabajo y ahorro, que impone el Nuevo Orden Financiero Mundial. Se trata de que los europeos “vendan el coche para comprar gasolina”, esto es, privaticen sus empresas y servicios públicos, con los despidos que llevan asociados, como sacrificio en aras del credo del libre cambio, “aprovechando la fuerte popularidad de los nuevos gobiernos para hacer que el ciudadano acepte las reformas. Es la terapia de choque” (14). De esta manera, muchos beneficios sociales tienden, si no a desaparecer, en algunos casos, al menos ser reformados, tal el caso de los sistemas de seguridad social. Son los efectos de la apertura y globalización de las sociedades y los mercados que por doquier se promueven.
Por su parte, el “Estado social de derecho” representa un pacto entre los grupos sociales. Esto quiere decir que a los trabajadores se les exige una condición para poder integrarse en el sistema democrático: que abdiquen de la violencia como instrumento para transformar la sociedad, según los modelos marxistas vigentes. En otras palabras, el Estado se convierte en el único árbitro de la democracia o, lo que es lo mismo, en el único garante del monopolio legítimo de la violencia en democracia. Los ciudadanos se convierten así en clientes egoístas del Estado.
Por tanto, la Comunidad Económica Europea (CEE) es un conjunto de recursos públicos para el alcance de unos fines particulares, que se miden por la lenta pérdida de algo que antes pertenecía a la gente de modo natural, como las más profundas seguridades, la comunidad basada en el respeto por las diferencias y la aceptación de las jerarquías, la autenticidad, la relación con lo Divino.
¿Cómo hallar, entonces, la convergencia entre las economías comunitarias? ¡Con la implantación de la moneda única! Era el objetivo fundamental del Tratado de Maastricht. Ello exigía una gran disciplina financiera y fiscal en todas las economías para consolidar el Sistema Monetario Europeo (SME). Pero, ¿cómo ligar a las monedas europeas con tipos de cambio fijos e inamovibles?; ¿cómo evitar la cascada de devaluaciones de las mismas? Creando un Instituto Monetario Europeo (IME), germen de lo que más tarde fue el Banco Central Europeo, cuya sede está en Frankfurt.
El caso era convencer a todos de que los trastornos monetarios prueban que un mercado único sin unidad monetaria no funciona. De esta manera, se justifica que Europa sólo sea una construcción jurídico-económica que sólo administra las transacciones económicas y financieras por encima de la soberanía popular. Porque no puede haber voluntad política. El conflicto balcánico mostró evidentemente la indefinición política de Europa. El librecambio, la competencia y la desregulación son los valores de referencia de la Comisión de Bruselas. Los europeos, pues, no son más que consumidores atomizados dentro de un supermercado multinacional.
En efecto, no hay razones de tipo económico para imponer la Unión Monetaria: su finalidad principal es compartir una sola soberanía. ¿Cómo? Porque ello conllevaría un solo espacio geográfico, por tanto, una sola frontera; un solo ámbito religioso, por tanto, una sola historia; un sólo ámbito político-cultural, por tanto, un único destino o un sueño común. ¡Delirio!
El esquema de una unión federal europea podría ser así, según el judío Jacques Attali: “Los Doce constituirían así, de manera progresiva, una verdadera Unión federal dotada de una moneda, una defensa y una política exterior comunes. Se convertiría en un espacio político integrado bajo la égida de una Constitución; el terreno de experimentación de una sociedad de afiliación múltiple donde el europeo no sería ya ciudadano de un solo Estado, sino de varios: del lugar donde ha nacido, de otro en el que vive, de un tercero donde trabaja. Sería una “democracia sin fronteras”... Esto implica, en primer lugar, el establecimiento de la moneda única, cuya creación sólo podría ser decidida de golpe” (15).
Sea como fuere, se impone la economía de mercado entendida como cálculo de cosas subjetivas (el bienestar, etc.), que permite un mercado de intercambio de valores en libre competencia, siendo la moneda única el patrón de medida, en detrimento de todo mercado de intercambio de productos, según una alocación eficaz de los recursos naturales, cuyo patrón sea aun el recurso mismo.
Este proceso llegó a su climax con la implantación generalizada de la utilización del Euro como moneda útil, a fin de consolidar la permanencia competitiva en los movimientos especulativos de los mercados internacionales. Para este fin se estimularon infinidad de teorías de estrategia y control, como guías de intervención y manipulación de la cultura y alcance humanos de los diferentes pueblos, hasta el extremo de justificarse todas las formas de alienación intermedias, uniformizantes y globales, con todas sus cantinelas, gesticulaciones y contradicciones indefendibles.
Desde entonces no se tuvieron en cuenta, más bien todo lo contrario, la diversidad de hecho de los grupos humanos y su innegable desigualdad de valor. Se desconocía la diversidad en el territorio, en el número de habitantes, en las riquezas naturales, en las formas de organización política y económica, en los sistemas sociales. Se impuso, pues, el juicio de la economía, un juicio extremadamente fragmentario.
Dado que la economía moderna se establece como la ciencia de la distribución espacial de bienes y servicios, a merced de estrategias de internacionalización, no es de extrañar el “absolutismo” de lo económico, que acaba entendiendo por el principio de economía (rendimiento y eficacia) la “gestión económica autocéfala”, según expresión de Max Weber.
Por nuestra parte, no creemos en el determinismo económico de los mercantilistas y fisiócratas, en el supuesto de que el desarrollo o ethos económico igualitario, consumista, con sus leyes de hecho y con sus resultados predecibles y cuantificables, sea, ni mucho menos, la clave para el entendimiento de las relaciones humanas, porque la economía no tiene su propia legalidad. Cómo, si no, se explica el que las relaciones humanas se consideren como relaciones sociales de producción, que se remiten, a su vez, a diferencias de grado, no de naturaleza. Porque la economía existe en función de la alta productividad y la supremacía económica en expansión y autogeneradora, con el fin de crear prosperidad y progreso contingente. Puro reduccionismo economicista que sofoca las diferencias naturales. De hecho, al marxismo se debe, al señalar la economía como único factor que explica el devenir histórico, que continúe la conveniencia de eliminar las diversidades culturales.
De esta manera, pues, el hombre europeo aprende “la abominación de la desolación”, que se sustenta —¡no faltaría más!— en un aserto de “buenas intenciones”: “garantías de paz” que acaban provocando las iras de unos y las simpatías de otros, resolviéndose con gases lacrimógenos, metralletas, mangueras, porras, artillería, carros blindados, portaviones, cazabombarderos, cohetes tácticos y estratégicos, armas químicas y bacteriológicas, ingenios nucleares, etc.; “salvaguardas del bien común” que acaban por pervertir la simplicidad natural de los hombres, interesándoles en la informática, las modernas técnicas de comunicación, los nuevos lenguajes semióticos, cine, TV, etc., por cuanto todo ésto amplifica la lógica racional y afila la daga de la controversia; “voluntad de construir el orden más perfecto de todos los tiempos” sobre la disgregación, el desorden y la ruina, y no sobre la entereza, la estabilidad y la calma. En fin.
Por otro lado, ¿cómo puede haber paz, no sólo en Europa, sino en el mundo, si siempre se espera un “futuro conocido”, si no como paisaje desolado tras una probable hecatombe nuclear, al menos —por esa vieja ley de escoger entre dos males el menor—, lleno de máquinas cibernéticas? “Se trata del espíritu comercial que no puede coexistir con la guerra y que, antes o después, se apodera de todos los pueblos”, como hizo notar Kant en su día, sin sospechar que siglos después este “espíritu comercial” dependería en gran medida del imperativo bélico mundial.
Tal es que ese “espíritu comercial” se socializa, se torna colectivo, circula en las distintas manifestaciones sociales, consolidándose, trocándose en condicionamiento de la actividad humana. De esta manera, el hombre tiende a cambiar de contexto, a depender cada vez más del organismo social. La noción de colectividad surge de todas partes.
Digamos que el desarrollo de la economía de mercado, en proporción al progreso de la ciencia del hecho social que, a su vez, se desarrolla, coadyuva al hecho de que el hombre sea cada vez más considerado como esencialmente dependiente del organismo social. He aquí, sin duda, la raíz del socialismo jurídico o, lo que es lo mismo, de la socialización del derecho, que penetra cada vez más profundamente en el espíritu de los legisladores. De hecho, el “socialismo”, al creer en la autoridad colectiva por encima de toda dignidad humana, tiende a incrementar la “ingeniería social”, esto es, las estructuras funcionales, las instituciones esclavizadoras, las “inquisiciones congresionales” (según Albert Einstein) y, por ende, a incrementar un rígido control de la autoproducción social, como una compleja figura tejida sobre un mismo cañamazo, que no tiene centro, porque está un poco en todas partes.
El socialismo ha constituido en Europa los ordenamientos institucionales para mantener y transmitir modelos compartidos de percepción, predicción, juicio y actuación, hasta el extremo de renunciar a un ritual público de solución de represiones. Institucionaliza una “uniformidad en toda variedad”, es decir, institucionaliza la secesión que forma varias “unidades” (federalismo, autonomías, etc.) con la consiguiente proliferación de normas y de oficinas e instancias judiciales. De esta manera, lleva, por uniformidad, a la analogía total de las nociones, intensificando el Estado con un alienante sistema cibernético que gobierne y controle la actividad de los individuos; imponiendo, en definitiva, el “absolutismo presupuestario”, que no es más que la instancia demarcadora del intervencionismo y del totalismo. Ya se sabe: la tiranía siempre se ejerce mejor en nombre de un interés social o colectivo.
No olvidemos, a este respecto, que el socialismo actual es una de las concesiones del fascismo a la modernidad. Representa, sin lugar a dudas, ese isomorfismo de fondo que atraviesa todo el planeta. El fenómeno es general y libre de toda estructura política, y puede considerarse la causa el “miedo al futuro”, porque se vive con mentalidad histórica, esto es —parafraseando a Baudrillard—, con mantener bajo hipnosis múltiples cercos históricos, en cuanto que se impone el talante democrático, según unas actitudes, tales como creer que la historia es un orden abierto, no escrito, y creer que es bueno que sea así; o como creer que el hombre, por el mero hecho de serlo, puede configurar su futuro y el de la humanidad a su antojo; o como creer que no hay más autoridades que las que se demuestran, no las que se proclaman. Dicho talante sólo puede darse con la previa condición de la existencia de cierto género de mitología, en este caso, de predicación mesiánica que converge, circunda e impregna la idea del “progreso” y la “revolución” . Además, el empleo de expresiones en las que se incluye la palabra “reforma” (“reforma social”, “reforma económica”, “reforma educativa”,etc.), ¿no deja entrever esa conciencia endogámica de crisis, de cierta expectación, no exenta de temor, ante el necesario cambio que debería significar un efectivo mejoramiento?
El caso es tender hacia un “paraíso” uniforme (la civilización del “tedium vitae”), hacia esa parusía ontológica que ha de venir, a través de una dialéctica ideal o materialista, como señalan los jurisconsultos de la escatología histórica, como si la historia fuera un simple juego de determinaciones y libertades, una coyuntura de azar y necesidad. Ya se sabe, todo “unitarismo” a ultranza en lo inmanente exige la sumisión de toda diversidad, ya que para aunar esfuerzos se requiere uniformidad dogmática, que sirve, entre otras cosas, para simular el fanatismo, haciendo coincidir fatalmente la libertad con la adaptación social.
Pero hay más: el socialismo al reemplazar la ideología por una especie de pragmatismo administrativo provoca el aumento de oficinas, creando una extensa capa social profesionalizada en la ocupación de los asuntos corrientes, formada por legiones de burócratas, con el fin de establecer una sociedad nivelada de individuos sin rango. En este contexto, el “homo faber aptus” se convierte en “homo sedentarius ineptus”, porque la habituación a los procedimientos operativos restringe, sin duda, las opciones.
Se trata, por todos los medios, de incrementar –predicando un conformismo sin ascesis– una nueva clase de eunucos del “servicio público” y del “interés general”. Meros instrumentos de una voluntad que les supera, ignorándola por ende, permanecen inevitablemente subordinados a ella, inconscientes del papel que efectivamente desempeñan. No se les permite ir en sus apreciaciones más allá de los límites establecidos por los intereses particulares del grupo estadual correspondiente, que marca —de manera totalitaria siempre— las cuestiones de interés general que exceden con mucho de aquellos límites.
Dentro de ese mecanismo transnacional, el hombre no deja de ser más que un “asegurado social”, un “sujeto de derecho”, en definitiva, un “administrativo”, que sólo puede hablar de esa paz provocativa que excluye al “otro”. De esto se sigue que se pongan todos los medios para que el hombre trate de reconocerse en los productos de su trabajo, en sus obras exteriores, las cuales, en su mayoría, carecen de sentido. Su interés se dirige sobre todo a la elevación del nivel de vida y a la “eficiencia funcional”, dentro de lo que se ha dado en llamar “una sobria religiosidad de la acción”.
Dicho de otro modo, se hace ver que lo más ventajoso para el hombre es que obre con demasiado egoísmo, mirando sólo su propio interés, porque ciertamente el egoísmo, es decir, el deseo de estar bien y seguro, no consiente límites. En fin, idiota llamaban los griegos a quien se definía por sus propiedades, esto es, al que ponía el acento en el tener y no en el ser.
Los “eurócratas”, aun invocando un ideal de justicia que desborda claramente sus planteamientos materialistas, al establecer el mercantilismo, el desarraigo intelectual, el deseo de rebajar toda manifestación de grandeza y nobleza, conducen al hombre a uno solo de sus aspectos: el aspecto económico.
Por todo ello, es necesario distanciarse de la convicción de que la Comunidad Económica Europea es nuestro futuro, como la mejor fórmula de trascender ese sentimiento de exaltación nacional y belicista que el estallido de la Primera Guerra Mundial provocó en todos y cada uno de los países europeos. porque ello no es más que una servidumbre al milenarismo prestigioso. Esta convicción se sostiene en la perspectiva nietzscheana “de los fines humanos ecuménicos” que coadyuvan a la lucha por la dominación mundial, máxime cuando las condiciones y formas de predominio vienen dadas por la consigna: “vivir para Europa es predominar” o, lo que es lo mismo, vivir para la degradación y el desposeimiento.
Así pues, debemos evacuar de nuestra mentalidad el conformismo del lucro bajo el signo de los mercados, como marco de un modelo codificado, de una comunidad estatista y de una legalidad sistematizada, que encarna un implacable designio homogeneizador, y volver, de una vez por todas, a la comprensión unitaria de la vida, en sí, fluida, palpitante y dinámica. Heterogénea, en suma.


Antonio José Trigo

(Ensayo corregido del publicado con el mismo título en mi libro: “La Sociedad Posmoderna”, Claves Latinoamericanas / Instituto Politécnico Nacional, México D.F., 1992, pp. 21-31)





NOTAS


(1).- Carl Schmitt, El concepto de lo político, Alianza Editorial, Madrid 1991, p. 86.
(2).- Citado por Vladimir Volkoff, Elogio de la Diferencia. El Complejo de
Procusto, Tusquets Editores, Barcelona 1984, p. 117.
(3).- Regis Debray, , en El País, 7-10-1993, p. 17.
(4).- Citado por Emilia Bea Pérez, Simone Weil, la memoria de los oprimidos,
Ed. Encuentro, Madrid 1992, pp. 282-283.
(5).- Jacques Attali, Europa(s), Seix Barral, Barcelona 1994, p. 129.
(6).- Carl Schmitt, El concepto de lo político, op. cit., p. 117.
(7).- Jacques Attali, Europa(s), op. cit., p. 55.
(8).- Harlan Cleveland, Nacimiento de un nuevo mundo, El País/Aguilar de
Ediciones, Madrid 1994, pp. 108-110.
(9).- Jacques Attali, ibidem, p. 51.
(10).- Jacques Attali, ibidem, p. 102.
(11).- Jacques Attali, ibidem, p. 58.
(12).- Jacques Attali, ibidem, p. 31.
(13).- Jacques Attali, ibidem, p. 101.
(14).- El término Mitteleuropa nació el siglo pasado como término político para
designar una supremacía alemana en el espacio danubiano. “Pero ya en
nuestro siglo –según Claudio Magris– y sobre todo en los últimos decenios y en
sentido literario, significa justamente lo contrario, es decir, designa un
mundo supranacional que se ha expresado sobre todo, pero no sólo, en lengua
alemana y que contempla un alma no alemana, sino una mezcla, un mundo...
Naturalmente, la Mitteleuropa es también un mundo lleno de maldiciones, de
odios nacionales, de obsesiones acerca de sus propias identidades, es también
una Babel de resentimientos y rencores”
(15).- Jacques Attali, Europa(s), op. cit., p. 146.
(16).- Jacques Attali, ibidem, p. 167.