16/7/09

La condición posmoderna o cómo apostar al vacío como salida triunfante



I

El siempre actual debate que impugna, desvela, saca al aire de la discusión, la figura de Heidegger, ha generado una polémica en la que se manejan elementos políticos, éticos y de concepción del hombre, en cuanto representa la necesidad de replantear el marco conceptual de nuestra cultura desde fuera de la tradición ilustrada, poniendo en solfa la categoría de «progreso» sobre la que se articulan los fárragos de filósofos, sociólogos e historiadores, los cuales priman exclusivamente las valoraciones a priori realizadas a partir, no sólo de percepciones estereotipadas de la realidad, sino de restos, escombros y desechos de una experiencia desprovista de sentido o forzada a asumir un significado instrumental y limitado, a la manera de los intelectuales judíos de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Bloch, Benjamin, Marcuse, etc.) o de la caterva francesa de los Nuevos Filósofos (Glucksmann, Henry-Levi, etc.), quienes, en tensión cuestionadora y atormentados por la posible pérdida de la historia, del pasado y del recuerdo del mundo fantasmagórico, holocáustico, abogan por una especie de «hermenéutica del desencanto del mundo», que culmina en un cinismo cómplice de cualquier cosa y a cualquier precio. ¿Acaso no acaban compatibilizando la vocación suicida con el más descarado de los narcisismos, incluso describiendo su experiencia de la vida en tono de un romanticismo perverso? De hecho, los intelectuales judíos se convierten en el mundo moderno en guías para detectar el «mal» y desenmascararlo, sin jamás diagnosticar sus causas y prescribir los remedios. Ponen en un listón alto la contemplación irónica de la necesidad como una de las formas posibles del destino. Y lo hacen en el intersticio entre la antropología cultural, la filosofía de la religión y la hermenéutica filosófica y teológica.

A este respecto, como observa Baudrillard, «el caso Heidegger es sintomático del revival colectivo que se ha apoderado de esta sociedad a la hora del balance secular: revival del fascismo, del nazismo, del extermino (...) Todo el mundo, de uno u otro lado, cae en la misma trampa, de un pensamiento pobre, de un pensamiento débil que ya ni siquiera conserva el orgullo de sus propias referencias –y muchos menos la energía de superarlas– y que desperdicia lo que le queda en procesos, memoriales de agravios, justificaciones, verificaciones históricas» (1).



Digamos que Heidegger, más que epígonos, ha tenido (y continúa teniendo) sobrinos talmúdicos que se repiten más o menos de idea en idea hasta llegar, después de cierto manierismo, a la esclerosis escolástica.

Así, dada la influencia ejercida por Heidegger sobre la «tematización de la posmodernidad» (Lyotard), no podemos dejar pasar la posibilidad de cuestionar el problema, frente al universalismo crítico e ilustrado de la concepción democrática, al margen del freudo-marxismo, el posestructuralismo francés, la antipsiquiatría, la teoría crítica alemana y la literatura artística americana (léase New Age, fitness, pop art, etc.), teniendo en cuenta, por tanto, el nihilismo de los últimos cincuenta años, con sus «desperdicios culturales intelectualizados», como diría un intelectual judío cualquiera, a fin de tender hacia una secularización de todos los fenómenos.

En primer lugar se observa que el pensamiento de estos intelectuales posmodernos fluye a saltos, sin establecerse en forma de doctrina o sistema, de donde sus obras se encuentran en forma fragmentaria, sibilina, sinuosa, al modo de: polen (Novalis); cohetes (Baudelaire); dardos (Nietzsche); voces (Antonio Porchia), etc. ¡Hay innumerables apologistas del esbozo, el retazo, el tanteo, el aforismo, el fragmento! Pensamiento discontinuo que anuncia, si no la disolución de lo Absoluto, al menos la proclamación del tedio, el aburrimiento, que funcionan como elementos subversivos, sea zahiriendo o incordiando.

Ernst Jünger los definió como «maestros de la fragmentación», esos que «tienen muy poco que decir, pretenden darse importancia embutiendo una serie de temas dentro de un mismo marco y confiriendo de esa forma una nueva dimensión al aburrimiento» (2).

Casi todos los intelectuales y artistas urbanos se refugian y defienden en la religión de éxito del discurso fragmentario, la prosa suelta, el diario, el volumen de anotaciones breves o la desordenada memoria literaria, abusando del equívoco, las disquisiciones semánticas, los eufemismos y aun las metáforas. Todos tratan de lograr una obra que se caracterice por su despejada independencia de criterio y por su aversión a toda mitología impostada con pretensión de teoría. Sólo que lo hacen con resentimiento, porque han perdido el protagonismo social frente al futbolista famoso, el torero, el nuevo rico, el músico rockero, el cortesano y la cortesana de turno, etc.

La «condición posmoderna» admite definiciones para todos los gustos. La más común es aquella que la define como resultado de la simbiosis entre contracultura estética y nihilismo sofisticado. El intelectual judío Lipovetsky, por ejemplo, define el posmodernismo, siguiendo al sociólogo –también judío– Daniel Bell (nacido Belotzki), como «la democratización del hedonismo». Parece que todo se resuelve con palabras. Encuentran una palabreja, la ponen de moda y se hacen la ilusión de que con ese vocablo, que en fuerza de repetirse ha perdido ya su sentido, resuelven los problemas de la realidad.

Una de las panaceas más al uso, hoy, en el mundo, es la “democracia”. Todo el mundo está por la democracia. Pero con una condición: que lo dejen democratizar a él. Los dictadores aceptan la democracia de las reivindicaciones hecha por los técnicos al servicio de la dictadura. Los empresarios aceptan la democracia a condición de que los técnicos a su servicio, infiltrados en el Estado, se encarguen de hacerla. De hecho, cuánto más fuerza pierde el sistema democrático ante el sistema monetarista internacional, más se incrementa en la misma proporción su gloriosa autopropaganda. En suma, todo el mundo aspira a ser demócrata “pro domo sua”.

Sin embargo, lo cierto es que sufrimos un exceso de historia y de comunicación, por lo que urge romper con todas las ilusiones del mito burgués del progreso, dentro de esa falsa dialéctica del individuo autónomo y la colectividad autónoma, que rige desde la ruptura con la idea de una institución heterónoma (mítica o religiosa) de la sociedad, dejando en su lugar la estructura diacrónica del mundo, según la cual el proceso de la historia emerge de una suma de momentos coyunturales y significativos, en su desenvolvimiento lineal. Ha llegado, pues, la hora de superar el «progresismo», el «igualitarismo» y el «economicismo» (la democracia de abstracciones), porque no hay línea de progreso, ni continuo (como defienden los liberales), ni discontinuo (como defienden los marxistas).

Ciertamente el hombre responde siempre a su momento histórico, pero es absurdo creer que el hombre es un producto de la historia, pues ésta es una abstracción, una convención, que no existe a nivel de los hechos mismos y, como tal construcción, sólo se basa en la personificación de las acciones. La historia –siempre abierta e inabarcable– no hace al hombre, sino todo lo contrario, porque la historia no es un camino, un tránsito lineal, simple, seguro, irreversible, ya que, por una parte, la historia es, experimentalmente, continua y, por otra parte, no hay historia en realidad. Esto puede explicarse con la analogía del océano y las olas. De la misma forma que cada ola es única, cada acontecimiento es único; pero cada ola no es un océano, es decir, cada acontecicmiento no es sino historia, que adquiere valor cuando entre los distintos acontecicmientos se establece una «continuidad» en vez de «contigüidad», según la ley de la alternancia, como en una tormenta al trueno sucede el silencio, y al silencio el trueno.

¿Cómo, pues, entender una continuidad temporal como una suma de instantes móviles, como un desarrollo de elementos heterogéneos, como «proyecto en curso»? La historia no es una acumulación de siglos. No está formada por una continuidad de acontecimientos, de instantes que se suceden. Entonces, ¿quién hace la historia? Sin duda alguna no la hace el hombre aislado, pegado al desarrollo de los acontecimientos lineales, ni la masa inorgánica que se mantiene en la confusión y desprecia lo que se le escapa, sino la comunidad humana misma.

La historia es, sin duda, una necesidad del hombre, pero ella no nos constituye en nuestro ser, es decir, nuestro ser no se enlaza a fundamentos filosóficos y a resultados sociológicos, de la misma manera que la felicidad no tiene historia. Por tanto, es absurdo partir, por ejemplo, de una interpretación puramente económica de la historia, porque la fuerza –la “necessita” de Maquiavelo– no es elemento constitutivo de un ser. El hombre no es puro suceder o acontecer. Es un germen, una magnífica posibilidad que pide un desarrollo y exige un proceso de maduración. El hombre, sin duda, crea las fuerzas sociales que acaban por ahogarle. Es producto de la sociedad, de lo que hace, pero no «creado» por el nexo social. De hecho, «el mundo» no es exclusivamente una realidad, sino también una posibilidad. No existimos, pues, porque co-existimos, por conveniencia social, sino que co-existimos para que reconozcamos la Unidad del Creador, que es inherente a nosotros mismos, de la que nos aleja la «existencia».

Pero para reconocer el resultado orgánico de ese patrón natural hemos de segregarnos tanto de la gran corriente «colectivista» (representada en esta época por el marxismo ontológico), como de la exaltación del individualismo (representada por el voluntarismo nietzscheano).

En todo caso, si la historia es una sucesión con referencia a hechos particulares de los que el hombre sigue la línea, el tiempo, en cambio, es un ritmo simultáneo que se obtiene por la potencialidad intrínseca de un ritmo universal, pues todos los hombres tienen el mismo origen, y todos vivimos en círculos concéntricos (familia, ciudad, nación, continentes, mundo, etc.) El hombre no hace más que tomar el ritmo del tiempo y expresarlo, participando así de todo el universo. Porque lo que nunca podrá arrebatar el hombre es el tiempo, entre otras razones porque lo que es en el tiempo nunca es, porque lo que es, es intemporal. El hombre, en cambio, sí puede suprimir la condición temporal. Pero su destino es superar este ritmo.

En definitiva, el hombre no viene de la historia, no se reduce a ella. Por tanto, «lo humano» es irreductible; no puede presentarse como un pensamiento de la totalidad o del sentido único de la historia.

La historia entendida como tiempo manifestado, específico, hipostasiado, no es ningún producto de la actividad humana, mucho menos de causas económicas. No es una yuxtaposición de momentos. «Lo que la historia relata, el hombre lo refleja», ha observado alguien, porque en realidad el tiempo como continuidad es indivisible. No se puede aplicar al tiempo las representaciones del espacio. El tiempo es progresión y retrospección simultáneamente. Nos explicaremos: el presente no está entre lo que se describe y lo que se predice. El hoy vive en el ayer que sigue siendo escrutado infatigablemente y el ayer se prolonga en el hoy. Como dice la tradición sufi: «el mañana es el polo positivo y el ayer el negativo; reunidos, se transforman constantemente en la carga eléctrica del presente». Por tanto, no hay principio ni fin. No existe «eterno retorno», porque el mundo no parte de nada.

La historia, condicionada por la sucesión como por la extensión de las cosas, se repite (c´est tout comme ici), aunque en grados diversos, como después de la primavera se espera la llegada del verano, después del verano la llegada del otoño, y así sucesivamente, y no como nos quieren acostumbrar a creer: que las épocas son marcadas por cambios en la estética, en el estilo de la arquitectura, de la vajilla o de los utensilios técnicos, como si la actividad del historiador fuera la de «establecer hechos».

Digamos que Heidegger, más que epígonos, ha tenido (y continúa teniendo) sobrinos talmúdicos que se repiten más o menos de idea en idea hasta llegar, después de cierto manierismo, a la esclerosis escolástica.

Así, dada la influencia ejercida por Heidegger sobre la «tematización de la posmodernidad» (Lyotard), no podemos dejar pasar la posibilidad de cuestionar el problema, frente al universalismo crítico e ilustrado de la concepción democrática, al margen del freudo-marxismo, el posestructuralismo francés, la antipsiquiatría, la teoría crítica alemana y la literatura artística americana (léase New Age, fitness, pop art, etc.), teniendo en cuenta, por tanto, el nihilismo de los últimos cincuenta años, con sus «desperdicios culturales intelectualizados», como diría un intelectual judío cualquiera, a fin de tender hacia una secularización de todos los fenómenos.

En primer lugar se observa que el pensamiento de estos intelectuales posmodernos fluye a saltos, sin establecerse en forma de doctrina o sistema, de donde sus obras se encuentran en forma fragmentaria, sibilina, sinuosa, al modo de: polen (Novalis); cohetes (Baudelaire); dardos (Nietzsche); voces (Antonio Porchia), etc. ¡Hay innumerables apologistas del esbozo, el retazo, el tanteo, el aforismo, el fragmento! Pensamiento discontinuo que anuncia, si no la disolución de lo Absoluto, al menos la proclamación del tedio, el aburrimiento, que funcionan como elementos subversivos, sea zahiriendo o incordiando.

Ernst Jünger los definió como «maestros de la fragmentación», esos que «tienen muy poco que decir, pretenden darse importancia embutiendo una serie de temas dentro de un mismo marco y confiriendo de esa forma una nueva dimensión al aburrimiento» (2).

Casi todos los intelectuales y artistas urbanos se refugian y defienden en la religión de éxito del discurso fragmentario, la prosa suelta, el diario, el volumen de anotaciones breves o la desordenada memoria literaria, abusando del equívoco, las disquisiciones semánticas, los eufemismos y aun las metáforas. Todos tratan de lograr una obra que se caracterice por su despejada independencia de criterio y por su aversión a toda mitología impostada con pretensión de teoría. Sólo que lo hacen con resentimiento, porque han perdido el protagonismo social frente al futbolista famoso, el torero, el nuevo rico, el músico rockero, el cortesano y la cortesana de turno, etc.

La «condición posmoderna» admite definiciones para todos los gustos. La más común es aquella que la define como resultado de la simbiosis entre contracultura estética y nihilismo sofisticado. El intelectual judío Lipovetsky, por ejemplo, define el posmodernismo, siguiendo al sociólogo –también judío– Daniel Bell (nacido Belotzki), como «la democratización del hedonismo». Parece que todo se resuelve con palabras. Encuentran una palabreja, la ponen de moda y se hacen la ilusión de que con ese vocablo, que en fuerza de repetirse ha perdido ya su sentido, resuelven los problemas de la realidad.

Una de las panaceas más al uso, hoy, en el mundo, es la “democracia”. Todo el mundo está por la democracia. Pero con una condición: que lo dejen democratizar a él. Los dictadores aceptan la democracia de las reivindicaciones hecha por los técnicos al servicio de la dictadura. Los empresarios aceptan la democracia a condición de que los técnicos a su servicio, infiltrados en el Estado, se encarguen de hacerla. De hecho, cuánto más fuerza pierde el sistema democrático ante el sistema monetarista internacional, más se incrementa en la misma proporción su gloriosa autopropaganda. En suma, todo el mundo aspira a ser demócrata “pro domo sua”.

Sin embargo, lo cierto es que sufrimos un exceso de historia y de comunicación, por lo que urge romper con todas las ilusiones del mito burgués del progreso, dentro de esa falsa dialéctica del individuo autónomo y la colectividad autónoma, que rige desde la ruptura con la idea de una institución heterónoma (mítica o religiosa) de la sociedad, dejando en su lugar la estructura diacrónica del mundo, según la cual el proceso de la historia emerge de una suma de momentos coyunturales y significativos, en su desenvolvimiento lineal. Ha llegado, pues, la hora de superar el «progresismo», el «igualitarismo» y el «economicismo» (la democracia de abstracciones), porque no hay línea de progreso, ni continuo (como defienden los liberales), ni discontinuo (como defienden los marxistas).

Ciertamente el hombre responde siempre a su momento histórico, pero es absurdo creer que el hombre es un producto de la historia, pues ésta es una abstracción, una convención, que no existe a nivel de los hechos mismos y, como tal construcción, sólo se basa en la personificación de las acciones. La historia –siempre abierta e inabarcable– no hace al hombre, sino todo lo contrario, porque la historia no es un camino, un tránsito lineal, simple, seguro, irreversible, ya que, por una parte, la historia es, experimentalmente, continua y, por otra parte, no hay historia en realidad. Esto puede explicarse con la analogía del océano y las olas. De la misma forma que cada ola es única, cada acontecimiento es único; pero cada ola no es un océano, es decir, cada acontecicmiento no es sino historia, que adquiere valor cuando entre los distintos acontecicmientos se establece una «continuidad» en vez de «contigüidad», según la ley de la alternancia, como en una tormenta al trueno sucede el silencio, y al silencio el trueno.

¿Cómo, pues, entender una continuidad temporal como una suma de instantes móviles, como un desarrollo de elementos heterogéneos, como «proyecto en curso»? La historia no es una acumulación de siglos. No está formada por una continuidad de acontecimientos, de instantes que se suceden. Entonces, ¿quién hace la historia? Sin duda alguna no la hace el hombre aislado, pegado al desarrollo de los acontecimientos lineales, ni la masa inorgánica que se mantiene en la confusión y desprecia lo que se le escapa, sino la comunidad humana misma.

La historia es, sin duda, una necesidad del hombre, pero ella no nos constituye en nuestro ser, es decir, nuestro ser no se enlaza a fundamentos filosóficos y a resultados sociológicos, de la misma manera que la felicidad no tiene historia. Por tanto, es absurdo partir, por ejemplo, de una interpretación puramente económica de la historia, porque la fuerza –la “necessita” de Maquiavelo– no es elemento constitutivo de un ser. El hombre no es puro suceder o acontecer. Es un germen, una magnífica posibilidad que pide un desarrollo y exige un proceso de maduración. El hombre, sin duda, crea las fuerzas sociales que acaban por ahogarle. Es producto de la sociedad, de lo que hace, pero no «creado» por el nexo social. De hecho, «el mundo» no es exclusivamente una realidad, sino también una posibilidad. No existimos, pues, porque co-existimos, por conveniencia social, sino que co-existimos para que reconozcamos la Unidad del Creador, que es inherente a nosotros mismos, de la que nos aleja la «existencia».



Pero para reconocer el resultado orgánico de ese patrón natural hemos de segregarnos tanto de la gran corriente «colectivista» (representada en esta época por el marxismo ontológico), como de la exaltación del individualismo (representada por el voluntarismo nietzscheano).

En todo caso, si la historia es una sucesión con referencia a hechos particulares de los que el hombre sigue la línea, el tiempo, en cambio, es un ritmo simultáneo que se obtiene por la potencialidad intrínseca de un ritmo universal, pues todos los hombres tienen el mismo origen, y todos vivimos en círculos concéntricos (familia, ciudad, nación, continentes, mundo, etc.) El hombre no hace más que tomar el ritmo del tiempo y expresarlo, participando así de todo el universo. Porque lo que nunca podrá arrebatar el hombre es el tiempo, entre otras razones porque lo que es en el tiempo nunca es, porque lo que es, es intemporal. El hombre, en cambio, sí puede suprimir la condición temporal. Pero su destino es superar este ritmo.

En definitiva, el hombre no viene de la historia, no se reduce a ella. Por tanto, «lo humano» es irreductible; no puede presentarse como un pensamiento de la totalidad o del sentido único de la historia.

La historia entendida como tiempo manifestado, específico, hipostasiado, no es ningún producto de la actividad humana, mucho menos de causas económicas. No es una yuxtaposición de momentos. «Lo que la historia relata, el hombre lo refleja», ha observado alguien, porque en realidad el tiempo como continuidad es indivisible. No se puede aplicar al tiempo las representaciones del espacio. El tiempo es progresión y retrospección simultáneamente. Nos explicaremos: el presente no está entre lo que se describe y lo que se predice. El hoy vive en el ayer que sigue siendo escrutado infatigablemente y el ayer se prolonga en el hoy. Como dice la tradición sufi: «el mañana es el polo positivo y el ayer el negativo; reunidos, se transforman constantemente en la carga eléctrica del presente». Por tanto, no hay principio ni fin. No existe «eterno retorno», porque el mundo no parte de nada.

La historia, condicionada por la sucesión como por la extensión de las cosas, se repite (c´est tout comme ici), aunque en grados diversos, como después de la primavera se espera la llegada del verano, después del verano la llegada del otoño, y así sucesivamente, y no como nos quieren acostumbrar a creer: que las épocas son marcadas por cambios en la estética, en el estilo de la arquitectura, de la vajilla o de los utensilios técnicos, como si la actividad del historiador fuera la de «establecer hechos».

Alude a esta relación, la idea de «progreso», que exige la construcción de una teoría de la historia como producto del esfuerzo humano (factum). Esta idea nace en el seno del espíritu cartesiano, y se entiende hoy día como mejora material y moral del hombre, como previsión de futuro o como progreso de la libertad hacia lo Absoluto (Hegel). Todo ello como consecuencia de considerar la historia como crónica objetiva que sigue un plan inmanente, como ontogenia explicativa y normativa (como prescribe el marxismo, esa religión materialista y dialéctica de la historia), buscando siempre la razón de un finalismo (la democracia) o de una providencia (el socialismo), bajo la obsesión del cambio, entendiendo que la historia se repite siempre, ya que parten del prejuicio cientifista de la «dinámica social», consistente en la aplicación inocua de términos tomados de la física a la sociología, en el tratamiento de las cosas colectivas como si fuesen cuerpos físicos o biológicos, etc. Sólo entienden la historia como relación sucesiva, temporal, sin ver que también hay una relación simultánea, espacial, y no de «yuxtaposición», como muchos creen.

En este contexto, proliferan los partidarios de asumir el comportamiento narrativo, aquellos que consideran que debe analizarse el mundo contemporáneo a través de una filosofía que asuma sus componentes narrativos (Barthes, Deleuze, Foucault, etc.), haciendo referencia constantemente a los modos de contarnos los acontecimientos y darles sentido. Deleuze llega a decir: «(...) la adaptación, la evolución, el progreso, la felicidad para todos, el bien de la comunidad: el Hombre-Dios, el hombre moral, el hombre verídico, el hombre social. Estos son los nuevos valores que nos son propuestos en lugar de Dios» (3). Y es que «muerto Dios», al que consideran como un simulacro, ocupan su lugar, según los diversos pensadores modernos con pretensiones de sedicentes renovadores: la Voluntad de Poder (Nietzsche); el Proletariado, las Fuerzas Productivas (Marx); el Ello, la Líbido (Freud); la Razón, el Hombre; el Orgón (Wittgenstein), etc.

Sea como fuere, de la misma manera que la Iglesia Católica –como dice Carl Schmitt– «pareció ofrecerles a los románticos lo que buscaban», esto es, «una amplia comunidad tradicional, una tradición histórica universal y el Dios personal de la antigua metafísica», con lo cual «pudieron creerse que era posible hacerse católicos sin estar obligados a decidirse» (4), de la misma manera ocurre que el Nuevo Orden Ecuménico Mundial ofrece a los «posmodernos» unos nuevos pasatiempos o cacumen sobre lingüística, autopsias de textos literarios o prácticas hermenéuticas, sin tener en cuenta –como advierte Heidegger– que «lo hermenéutico no quiere decir primeramente interpretar sino que, antes aún, significa traer mensaje y noticia» (5). De ahí que se reduzca sistemáticamente los auténticos problemas políticos de la propaganda comercial. No en vano se aprende en las universidades a razonar en el vacío sobre cualquier cosa y lograr que suene convincente.



Llueven libros sobre el tema que permea toda la atmósfera cultural de esta época, en la que las interpretaciones (teorías flotantes) que se formulan, deben leerse dentro de otras interpretaciones, como en el interior de una gran tela de araña. Llueven libros, pues, sobre «la derrota del pensamiento», según expresión acuñada por el intelectual judío-francés Alain Finkielkraut. No obstante, lo cierto es que se renuncia a la espera de un acontecimiento que cambiará la historia, la cual es reducida a miseria, ora desde el lado liberal (Popper) como desde el lado nihilista más desesperado (Cioran).

Pese a todo, todavía hay quienes confían en la ingenuidad progresista, optando por el brillo tentador de la modernidad o, lo que es lo mismo, por la conciencia paradójica (léase: crecimiento y desarrollo económico/ ruina, crimen y conflicto; riqueza/ explotación; poder/ empobrecimiento; duración/ marginación; solidez y continuidad/ pérdida, discontinuidad y quiebra; etc.). Empeñados en seguir huyendo hacia adelante, luchan por adaptarse a la fuerza trágica de la aventura de la modernidad, por cambiar y triunfar, a fin de asumir la historia corriente y moliente o, si se nos apura, la Historia Universal, la cual –según la tesis del filósofo judío Walter Benjamin– es la historia de los vencedores. No en vano, esta tesis que sostiene que la historia como curso unitario es una representación del pasado construida por los grupos dominantes, es el hilo conductor ¡de tanta morralla posmoderna, sea para reivindicarla o refutarla!

Todos afirman, una y otra vez, hasta la náusea, que sólo existen el pasado y el futuro; el presente es un vacío entre los dos. Son –según expresión de Cioran– «los huérfanos de las utopías progresistas», representados, en su gran mayoría, por aquellos que no han superado la fase de desencanto sufrido por la intelectualidad europea después de Mayo del 68.

Pues bien, contra estas conclusiones de corte escolástico-dogmático-elásticas de los hierofantes del «hecho cultural» (alineados bajo la égida del socialismo como justificación estética de la existencia), ya se ha anunciado la negación del sujeto histórico, por tanto, la muerte de lo social. Sin perdernos en categorías ontológicas, empieza a concebirse de nuevo la vida social (el ser-en-el-mundo, según la terminología heideggeriana) como lo opuesto a lo individual, en contraposición a esa visión progresista que concibe la vida social como condición previa para el desarrollo del individuo.

Los primeros apuestan por la sacralización de la subjetividad, pues conciben al hombre como una realidad, una categoría única, propia y auténtica, al margen de toda realidad histórico-social; los segundos, en cambio, apuestan por la sacralización de la objetivación del mundo a través del proceso analítico del proyecto científico, reduciendo al hombre a la condición de subordinado ante el programa totalitario, de esclavizado ante la objetivación de todos los procesos sociales y científicos. Estos evalúan, determinan el valor jerárquico de los sentidos, midiendo y limitando la vida con esos valores. Aquellos, en cambio, interpretan, fijan el sentido de los fenómenos, por lo que necesariamente han de desvalorizar los valores.
Lo que esto demuestra es que todavía hay quien no se ha enterado, por ejemplo, de las aportaciones de la etología, la física cuántica, la psiquiatría neo-jungiana, etc., y continúan apostando por el universalismo democrático y el mecanicismo ilustrado de la «crítica».

¿Fundamentalismo? ¿Integrismo? Llámese como se quiera, pero está llegando la hora de cancelar definitivamente el movimiento emancipador ilustrado. Es la hora de la certezas, de las «identidades culturales», de inteligir, esto es, de hallar el parecido de las cosas diferentes y la diferencia de las cosas parecidas. O dicho con otras palabras, de hallar variedad en la semejanza, y semejanza en la variedad.



II

Desde tiempos inmemoriales, los hechos relevantes en la historia de la humanidad giran en torno a modelos completos de concepción de la existencia. En este sentido, el marxismo –como la culminación de la alienación ontológica en Occidente– cumplió su cometido, pero no volverá porque ya está acabado. Hay que volver, pues, a operar desde los principios de fundamento y orden. Hace falta un sujeto unificador de la heterogeneidad y dispersión de los lenguajes, porque no se trata de agregar nuevos conceptos de tipo vital, sino de cambiar, modificar, poner al revés los signos que han sido malinterpretados en sentido de negatividad por los numerosos «gurús» del catastrofismo cultural, y demás exégetas de “ideas-refugio” (idées reçues), dando como resultado toda clase de formas blandas (neo-liberalismos, neo-conservadurismos, etc.), tales los casos de las lecturas freudianas de la obra de Marx llevadas a cabo por la Escuela de Frankfurt, hasta el extremo de llegar a reconvertir las versiones cientifistas, tantas veces deterministas y mecanicistas del marxismo, a expresión secularizada del profetismo y del mesianismo bíblico (Erich Fromm).

De ahí al famoso «pensamiento débil» del posmodernismo sólo hay un paso. Se trata de una invitación a no pensar, la gran apuesta al vacío como salida triunfante de quienes, incapaces de mover las costras estructurales de la sociedad, se refugian en su especialidad profesional (abundan los estudios sobre autores y temas del siglo XVIII, pues da cierto pedigrí de prestigio ser heredero de viejas raíces ilustradas) y, cómo no, en el mundo privado. En este contexto, no conjuran filosofías, sino conjeturan discursos, bajo la seducción de lo «nuevo» que se alimenta, precisamente, de la depredación de lo pasado. No construyen la «metafísica», sino deconstruyen la «cultura», dentro del lema de «identidad y diferencia», tal y como hacen los estructuralistas.

De hecho, todos estos «violadores del espíritu» —según la acertada expresión con que Gottfried Benn descalificó a Kant—, a fin de recorrer el pensamiento en transversal, han convertido incluso la hermenéutica en una vía profesoral endogámica: el comentario sobre el comentario sobre el comentario..., sin término final. En palabras del filósofo judío Enmanuelle Lévinas: «Se trata de la manera en que el decir se vuelve sobre lo dicho para descubrir qué es lo que lo dicho quiere decir» (6).

De hecho, los «pensadores débiles» (Vattimo, Rovatti, Eco, etc.) tienden a alterar el estado de ánimo más que a expandir la consciencia. Valoran los sentimientos negativos y las pasiones tristes que coadyuvan al triunfo del nihilismo, dadas las fuerzas reactivas que se ocupan de negar. Condenan lo múltiple y el devenir, y acaban por reducir el Ser a mero objeto, merced a un pensar lógico o técnico, objetivista o representativo.

En este orden de ideas, la llamada libertad del «yo», como alguien ha dicho, se ha vuelto esclavitud de la técnica. El hombre, pues, guiado por la razón moral del número, no alcanza a comprender que es en sí mismo la comprensión del ser (Heidegger). Rodeado de los mejores equipos técnicos, fascinado por la electrónica, la informática o la inteligencia artificial (los nuevos «paraísos artificiales»), el hombre actual está perdido, supeditado a las finalidades superiores del poder/seducción, esto es, de la prospectiva tecnocrática. Y es que «la experiencia del vacío —como observa Cioran— es la tentación mística del incrédulo, su posibilidad de oración, su momento de plenitud» (7).

El mensaje es sencillo y claro: el efecto se obtiene “ex opere operato”, por su mera administración: «la informática te salva, si no quieres perder el tren de la historia». De ahí que se aconseje lo siguiente: ¡tenga sentido del deber: conecte, sintonice y caiga (confórmese) ante las energías electrónicas y cuánticas de la era cibernética!, lo cual deja traslucir implícitamente que no ha de creerse en el destino, esto es, en el reto de nuestra libertad, pues existen el pasado y el futuro.

Pues bien, contra estas construcciones y deconstrucciones de los intelectuales, subdivididos en dos clases: los que se limitan a «hacerse cargo», aunque «no conformes en todo» (tendencia ésta que consiste en estar contra todo, por defender la propia individualidad, sin estar de acuerdo con nada), y los que comulgan con milenarismos futurológicos, empeñados aun en explicar racionalmente el mundo exterior, la sociedad y a nosotros mismos, a fin de fortalecer las instituciones tecnocráticas, se impone, pues, una nueva lectura del tiempo, según la cual sólo existe el presente; pasado y futuro son dimensiones interiores a él.

Pero, incluso esto es malinterpretado, y buena muestra de ello es el «revivalismo» posmoderno, que permite –como explica el intelectual judío-francés Giles Lipovetsky– «la coexistencia pacífica de estilos, el descrispamiento de la oposición tradición-modernidad, el fin de la antinomia local-internacional, la desestabilización de los compromisos rígidos por la figuración o la abstracción» (8). Ello presupone que ha de combatirse la moral del cristianismo (Nietzsche), en cuanto que dicha moral es artífice del sentimiento de culpa, al realizar la interiorización del dolor, de la mala conciencia que se engolosina consigo misma, más también ha de combatirse el proceso técnico (Heidegger), por cuanto el hombre, dentro de este proceso, es reducido a criatura perdida.

Por tanto, sí tiene sentido querer valorizar el papel del individuo por encima de lo social, porque el individuo sólo puede existir, no ya en relación a otro, sino en relación a lo que lo supera. En otras palabras, que es frente a otro individuo que él se define como sujeto, pero es frente al Creador Único, que se define como hombre.

Se trata, en suma, de volver a recuperar la Unidad del Ser, que no es una manifestación narcisista, sino un reto ante los fundamentos morales de la sociedad. Por tanto, hay que reivindicar a Heidegger y su discurso sobre el Ser, el único capaz de proporcionarnos las cotas más profundas de nuestro conocimiento, pese a las retóricas de las críticas tendenciosas (Jaspers, Koyré, Weil, Löwith, Lévinas, Farias, Derrida, Habermas, etc.) que se remontan a la tradición de la Escuela de Frankfurt, cuyos rabinos orquestaron toda clase de órdenes propagandísticas para desviar la atención de la obra de Heidegger, conjurando el pasado, liando su pensamiento al contexto político, a las circunstancias políticas que le tocó vivir, según la terca manía naturalista (que halla su característica más proclive en el pensamiento marxista) de tener siempre en cuenta la interdependencia existente entre el pensamiento que surge y se desarrolla en un momento dado y las estructuras económicas, políticas y sociales con vigencia en el mismo, exagerando su valor hasta convertirla en una verdadera relación de causa a efecto. De igual manera, Jürgen Habermas trata de neutralizar el extraordinario pensamiento político de Carl Schmitt. Ni que decir tiene que esta tradición naturalista da pábulo a un determinismo que niega la libertad del hombre. Pero no nos vamos a extender ahora sobre ello.

Urge, pues, liberar al hombre del «progreso» ubicuo que lo enajena, de este mundo de estrechez materialista donde sólo sabe percatarse de su impotencia, de su nihilidad ontológica y de su indignación frente al mundo, manifestándose de manera completamente automática, dejándose vencer por la «impotencia» ante un mundo que no depende de su voluntad, cediendo al emocionalismo del colectivo anónimo, donde puede estar, completamente despersonalizado, porque ya no es, convertido en instrumento de propósitos ajenos (léase «la ciencia», «la democracia», «el dinero», «el desarrollo económico», etc.), haciéndole creer que es víctima de externas tiranías, cuando, en verdad, es víctima de su propio egoísmo.
Nuestra vida, por tanto, requiere una purificación, porque la vida se nos da para que nos perfeccionemos o, lo que es lo mismo, para que, superando al individuo que somos, cumplamos con el objetivo principal, que consiste (o debe consistir) en aprehender lo que nos supera, lo único que puede darnos un sentido, es decir, una unidad de sentido. Pero, claro, ¿cómo entender esto (ya que, en todo caso, puede llegarse a comprender), cuando el hombre tan sólo vive al día, sin fines ni propósitos claros; cuando –en palabras de Heidegger– «todo el mundo es el otro pero nadie es uno mismo»?

No se trata de aventurarse en una suerte de «en busca del Ser perdido», a merced de tal esteticismo o cual realismo comprometido, sino de re-descubrir en sí mismo la raíz de la Unidad del Ser, su significado y su propósito, como cuando se contempla día a día el sol elevándose sobre la tierra, porque tiene sentido, aunque no tenga explicación.



Antonio José Trigo

(Ensayo corregido del publicado con el título “La condición posmoderna: el vacío como salida triunfante”, en mi libro “La sociedad posmoderna”, Claves Latinoamericanas / Instituto Politécnico Nacional, México D. F., 1992, pp. 201-210)




NOTAS


(1).- Jean Baudrillard, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona 1991, pp. 98-99.
(2).- Ernst Jünger, Abejas de cristal, Alianza Editorial, Madrid 1985, pp. 205-206.
(3).- Deleuze, Nietzsche y la filosofía, Ed. Anagrama, col. nº 17, Barcelona 1971, p. 212.
(4).- Carl Schmitt, ¿?
(5).- Heidegger, «Coloquio a la escucha del lenguaje», en De camino al habla, Ed. del Serbal, Barcelona 1987, p. 111.
(6).- Enmanuelle Lévinas, en entrevista de Roberto Blatt, «Enmanuelle Lévinas: tradición bíblica y los ideales de Occidente», en suplemento Culturas del Diario 16, día 2-3-1991, pp. I-II-III.
(7).- E. M. Cioran, Adiós a la filosofía, Alianza Editorial, Madrid 1988, p. 49.
(8).- Giles Lipovetsky, La era del vacío, Ed. Anagrama, Barcelona 1986, p. 122.