24/3/09

Mi iniciación a los libros

“Un exceso de infancia es un germen de poema”
Gaston Bachelard


Carnet Ballena Alegre

Como en alguna ocasión he dicho, recuerdo mi infancia como la región más transparente de mi vida. Niño solitario, serio, reservado, era más feliz en medio del campo que en el colegio o entre las personas. Era previsible que, unos pocos años más tarde, para recuperar ese estado en que el mundo era un espectáculo de amor por todo aquello que puebla la naturaleza, donde las cosas viven y se corresponden, y que mi padre me mostró a través de innumerables paseos y acampadas, descubrí la literatura, sobre todo la poesía, para permitir que el árbol, la piedra, el pájaro, el agua, crecieran dentro de mí.

Tenía catorce años. Entonces entré en la biblioteca de mi padre, y para mi asombro descubrí que había libros dedicados a mí, algunos de ellos comprados años antes de nacer y que me dedicaba con el apelativo de “Nin” (de “chiquinín”, mientras a mi madre la llamaba “Nina”, de “chiquinina”, y él se autodenominaba “Llón”, de “grandullón”). Eran los libros magníficamente editados de la colección Biblioteca de Premios Nobel de la editorial Aguilar. Tras tocarlos, abrirlos, leer las dedicatorias y ver en todos ellos su estética firma estampada en tinta verde, y acompañada siempre de la fecha exacta de su envío, me decidí por leer el primer tomo de la poesía de Juan Ramón Jiménez (cuya fecha de llegada a casa fue el 28 de octubre de 1960, seis meses antes de mi nacimiento). Comencé a leerlo vorazmente, y tras terminar, leí los otros dos tomos. Más tarde vinieron Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, W. B. Yeats, Giousue Carducci, Hermann Hesse, etc.

La lectura de la obra de Juan Ramón Jiménez inauguró mi adolescencia. A partir de entonces comencé a mirar las cosas desde otro ángulo, siempre en estado de fascinación, exigiendo a las palabras que me entregaran presencias, que me depararan sosiego ante la grandeza del universo. ¿Cómo no recordar que la infancia —como sugirió este poeta universal de Moguer— se abre como un pozo, húmedo y profundo, jamás oscuro, un pozo desde donde se levanta, se perfila nuestra conciencia de estar en el mundo?

Pero al lado de la Biblioteca de Premios Nobel de Editorial Aguilar había otros libros, magníficamente ilustrados: era la colección de novelas y cuentos del Club del libro juvenil La Ballena Alegre, editados por Doncel, y que mi padre fue comprando por entregas entre los años 1960 y 1962, haciéndome socio de dicho Club (cuyo carnet con foto mía de pocos meses, firmé entonces). En uno de aquellos libros mi padre insertó una cuartilla de papel en la que escribió este texto que transcribo a continuación:

“Para mis hijos Antonio José y Juan Jesús cuando sean mayores. Entonces veréis cómo os gusta que os lo leamos mamá o yo, y también os gustará leerlos vosotros. También os alegrará saber lo que hacíais en este día: El envío vino a nombre de Antonio José, por ser el mayor. Juan Jesús estaba dormido. Despertó al entrar yo en la casa. Estaba muy gracioso, con sólo cuatro meses intentaba dar vueltas sobre sí mismo en su cuna. Por fin se quedó dormido otra vez. Antoñito, tú, estabas comiendo (patatas y pescado) pero no tenías apetito. En tu lenguaje de 16 meses pedías ˝tete˝ que era un vaso de leche. Al fin comiste algo y mientras lo hacías, te enseñé estos dos libros: “El Jardín de las 7 Puertas” [de Concha Castroviejo] y “Cuentos del Ángel Custodio” [de Laura Draghi]. Mamá te daba de comer, y sonreía dichosa. Te gustaron mucho y sonreías también, dando besitos al Ángel de la portada. Te leí el primer cuento del Ángel, pero como no entendías nada, te quedabas distraído. De vez en cuando le dabas un besito a la pasta del libro. Yo deposito aquí uno que será perdurable y otro de mamá…” (11 de septiembre de 1962).

Cuando leí este texto por vez primera en 1975 sentí como si me hablara la voz de mi conciencia y me dijera: “Desde ahora, has de exigirte escribir una página por día. Un poema. Un relato. Un artículo. Un ensayo. Te ayudará a encontrar el lugar que te albergue, a fijar un punto, un centro donde girar, caminar, huir, hablar, devenir”. Mucho más tarde supe con el filósofo Heidegger a propósito del poeta Hölderlin que “ser hombre significa habitar”, y que “el hombre habita como poeta”. De modo que me mantuve desde entonces en actitud de cumplir estrictamente aquellas palabras. Escribir una página por día. Un poema. Un relato. Un artículo. Un ensayo. Ése era el llamado que debía seguir aun cuando los demás me indicaran otro camino. Aquel acontecimiento determinó mi vida y, en el mejor de los casos, me condenó a ser hombre de letras. De hecho, siempre he estado vinculado —incluso laboralmente— al mundo de los libros y de las publicaciones periódicas.

¡Cuánta razón tuvo Edmundo de Amicis cuando dijo que "el destino de muchos hombres dependió de haber existido o no una biblioteca en su casa paterna"!


Antonio José Trigo
(Sevilla, marzo 2009)


Carta papá1

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