5/4/17

La muerte como tema de reflexión y aprendizaje

“Trabaja para este mundo como si fueras a vivir siempre, y para el otro mundo como si fueras a morir inmediatamente.”
(Dicho –hadiz– del Profeta Muhammad, la paz y las bendiciones de Allah sean con él)



Quien duda en convertir la muerte en un tema para la reflexión y el aprendizaje, no puede considerarse un hombre o una mujer plenamente.

La muerte es siempre vivificadora, porque no es más que un paso, un puente entre dos vidas, entre “la vida de este mundo [que] no es sino el disfrute engañoso de lo que se acaba” (Corán, 3:185), y la vida perdurable.

Reflexionar sobre la muerte no supone un rechazo de la vida, al contrario, es una enseñanza rotunda para conocer su profundidad. Porque todo aquello que nos derrota, nos agobia, nos hace sufrir, no son cosas de un destino perverso, sino retos contra los que resistir y luchar. Algo que sólo se puede saber si nos situamos en una contemplación distinta de la realidad. 

Desde esta perspectiva, la vida es siempre lucha, y la muerte –esa “posibilidad irrebasable”, según Heidegger– es la proveedora de sentido, porque solo en la muerte se comprende la vida misma, solo en la posibilidad de la imposibilidad de todas las demás posibilidades (esto es, la muerte), podemos percatarnos de la importancia del instante o del acontecimiento que vivimos.

Heidegger en su cabaña


Así pues, quien niega esta sabiduría está huérfano de sentido, de manera que frente al pavor del tedio de la vida suela acabar entregándose al promiscuo entretenimiento ininterrumpido (una vez lograda la “disneyficación” de las ciudades), viviendo con angustia “el día a día” (expresión, por cierto, que todos  los adictos usan para expresar el pacto que hacen consigo mismos), acumulando experiencias, fracasos y objetos de consumo fútiles. Por el contrario, quien lucha en esta vida y aspira siempre a la verdad, a la justicia, a la eternidad de una vida perdurable más allá de esta vida engañosa, que no es más que un instante efímero, está más cerca de descubrir las cotas más elevadas de la existencia humana.

“No digáis de los que han muerto luchando en el camino de Allah que están muertos, porque están vivos aunque no os deis cuenta.” (Corán, 2:154).

Porque somos seres para la muerte, por tanto sólo podemos interesarnos por nuestro propio existir, con el propósito de realizar nuestra plena soberanía, nuestra condición de centro en la existencia. Así pues, quien no reflexione sobre lo que significa la muerte, no podrá saber jamás lo que es y ante Quién existe. Porque la muerte supone nuestra derrota y el triunfo de Dios, porque morimos por determinación Suya.

“Dondequiera que estéis, incluso si estáis en torres fortificadas, os alcanzará la muerte.” (Corán,  4:78).

Por tanto, querer exorcizar la muerte como si fuera la culminación de todos los males y agresiones que sufrimos en esta vida, es evitar enfrentarse con su verdad, y reconocer finalmente a Dios, el único poder que respalda nuestra existencia.

Dado que el tiempo mismo es nada, la vida es, por tanto, un don a la nada, y puesto que es un don, un regalo, uno tiene, por ello mismo, la posibilidad de valorar su grandeza.

Ahora bien, la muerte es siempre “mi” muerte. Porque, “no experimentamos, en sentido propio, el morir de los otros, sino que a lo sumo nos limitamos a ˝asistir˝ a él”. Esto es lo que nos enseñó el filósofo Heidegger, una enseñanza que algunos judíos tratan de subvertir y torpedear con una manipuladora “sensibilidad ética” surgida tras el Holocausto, como “respuesta al sufrimiento del otro”, diciéndonos, por el contrario –con el filósofo Emmanuel Lévinas, al frente, cuya obra es deudora principalmente de Franz Rosenzweig– que “no se ˝asiste˝ a la muerte del otro, no, de ningún modo, de ninguna de las maneras. Se “vive” su muerte. La muerte es la muerte ˝del otro˝.” (1)

Una “sensibilidad ética” que trata de anteponerse a toda moral, esto es, a cualquier conjunto de valores, normas, hábitos o actitudes humanas que produzca identidad, porque no le interesa ni códigos, ni protocolos, ni caminos de vida, tan sólo la situación del momento que se vive, una experiencia que acaba reduciéndose –según esta narrativa instaurada desde el Holocausto– a simple “respuesta al sufrimiento del otro”, instaurando una amplia gama de construcciones victimarias “a la carta”, de manera que hoy parece ser que los que disfrutan con la autocompasión y la auto-dramatización son mejor aceptados en sociedad, atribuyéndose incluso una autoridad moral indiscutible.

“Ese sentimiento de victimización se convirtió en casi universal, prácticamente todo el mundo empezó a considerarse víctima de algo, brutal o sutil según el caso”, llegando al paroxismo de que “la idea de que una víctima es todo aquel que se considera una víctima ayudó a fomentar ese sentimiento”, como advierte Theodore Dalrymple (seudónimo del médico y escritor británico Anthony Daniels). (2)

Un culto universal a la víctima que incluso “cuando la condición de víctima se convierte en un problema general de la humanidad la verdadera compasión se hace imposible: es como tratar de untar un millón de barras de pan con diez gramos de mantequilla”. (3)

Se trata, por tanto, de reemplazar la autenticidad del propio existir (que lleva implícita la interiorización del propio morir) por la responsabilidad de la muerte de los otros, según propuesta de Emmanuel Lévinas: “Uno no puede dejarse reemplazar respecto a la sustitución como no puede dejarse reemplazar respecto a la muerte”. Como refiere Alberto Sucasas, especialista en filosofía judía moderna: “el pensamiento levinasiano anuncia que solo la responsabilidad, hasta la sustitución, por el otro –sufriente, culpable, mortal–, puede contrarrestar el señorío de Thánatos [la muerte]. Ese y no otro es el proyecto de una filosofía de posguerra que sabe guardar memoria de las víctimas del genocidio invocando su tradición perseguida”, imponiendo incluso “a su lectura un regusto a humo y ceniza”. (4)

Una construcción ideológica montada en torno al exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, y que ha sido una fuente económica para las organizaciones sionistas, que ha llegado incluso a ser criticada por muchos judíos, tal el caso de Norman G. Finkelstein (curiosamente, hijo de supervivientes del Holocausto), autor del magnífico libro “La industria del Holocausto. (Reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío)”, donde desmonta la religión holocáustica, ese fenómeno de propaganda judía utilizado por los lobbys americanos-israelíes para extorsionar a Europa cantidades indebidas de dinero, en desmedro de los reales supervivientes. Así pues, si por un lado el Holocausto judío es uno de los episodios más execrables que ha habido en el siglo XX, totalmente condenable, por otro lado el hecho de que sea instrumentalizado por diversos grupos de judíos para extorsionar, además de ser insolentemente disparatado y deleznable, también debe merecer una condena unánime.

Era fácil que andando el tiempo –extrapolando la idea de que la conciencia de la historia y la relación con la acción son indisociables–, esta “filosofía de posguerra” fuera el principal argumento sobre el que se sustenta todo el “negocio de la pobreza y servicios sociales”, esto es, toda la industria de la caridad laica o “solidaridad estilo ONG”. De hecho esta “mitología de la caridad”, orientada hacia el camino de la alteridad, hunde sus raíces en la filosofía de E. Lévinas (deudor de F. Rosenzweig), que asienta la primera responsabilidad ética “en el éxodo de uno mismo confiando plenamente en el otro, no para retornar sobre sí mismo y sobre la propia casa, sino para abrirse a acoger al otro.” (5)


Una industria de la “solidaridad estilo ONG”, en la que también participa la iglesia católica y sus órdenes religiosas con un entramado de fundaciones, instituciones que –bajo la apariencia de asociaciones civiles– son subvencionadas inexplicablemente con fondos públicos, siendo la opacidad y la oscuridad financiera una de sus principales características. Una industria de la caridad, a través de la cual –como muy bien refiere Armando B. Ginés– “canalizamos nuestras emociones de salón-comedor no teniendo que comprometernos con ninguna alternativa política crítica con el sistema. Los pobres y desgraciados de la Tierra nada tienen que ver con el sistema-mundo que habitamos. Sus calamidades y miserias son de orden natural, inaprensibles a la voluntad o el entendimiento. Y con la caridad ONG salvamos nuestras responsabilidades personales y colectivas. De esta forma, el primer mundo, Occidente, se exonera de culpa, mitiga su mala conciencia y distorsiona la realidad política doméstica. Donde no hay responsabilidad evidente, nadie es culpable. Más que conciencias tranquilas, la solidaridad ONG crea conductas dormidas y dóciles, masas con una capacidad inmediata de sentir emociones a flor de piel que se olvidan al instante ante otra emoción de distinta naturaleza que exalte su buen corazón de ciudadano medio de la globalización rica u opulenta. Todas las emociones ostentan idéntico valor en el escaparate del consumismo neoliberal. A mayor entrenamiento en discernir emociones dispares, menor disponibilidad para utilizar la inteligencia comparada y la razón crítica”. (6)

De ahí que –debido a esta globalizada “sensibilidad ética” laica, que tiene su origen en la filosofía grecorromana y en la recepción que de la caridad hizo el cristianismo, al que se le añadieron los postulados de la religión holocáustica–, hoy por hoy se impongan los sistemas de caridad ONG y la mercantilización de los servicios sociales, de manera proporcional al repliegue de las administraciones públicas, cuando son éstas las que deben luchar por principio contra la pobreza, con la solidaridad social como concepto guía, utilizando los servicios públicos, siempre y cuando se eluda su institucionalización y burocratización

Una “sensibilidad ética” laica que, en última instancia, acaba desconfiando de las personas moralmente íntegras (a las que se les acaba acusando incluso de fanáticas), prefiriendo a las personas que no saben qué deben hacer, que viven de manera imprevisible, que creen en el mundo como un espacio incierto, que no tienen la conciencia tranquila, que no creen en la justicia, la verdad o el bien absolutos, que no creen que haya un camino correcto, y, por tanto, que no creen en Dios.

cementerio musulmán Cachemira


Tras esta digresión, y retomando de nuevo la enseñanza de Heidegger, podemos decir que el ser humano sabe que va a morir, esta es la posibilidad, va a dejar de ser. Por tanto, nadie puede morir por mí, la muerte me deja solo. Ahora bien, cuando muero no dejo de ser, porque no soy una totalidad, sino una posibilidad. La muerte –que es irrepetible, irreverente, irrebasable– sólo aniquila mi posibilidad de ser.

Así pues, si “tan pronto como el hombre viene a la vida ya es lo suficientemente viejo para morir”, como advierte Heidegger, no queda otro camino que –parafraseando al filósofo alemán– tomar la muerte en mi vida, reconocerlo, y enfrentarme de lleno, para así librarme de la angustia de la muerte y la mezquindad de la vida; sólo entonces seré libre para ser yo mismo.

Curiosamente, la gran meditación sobre la muerte que hizo Heidegger en su obra “Ser y tiempo” coincide con el punto de vista del Islam, en el que la muerte es una parte más de la vida, un hecho que evidencia la igualdad de los hombres ante Dios, porque nadie escapa de la muerte. No puede ser negada, por tanto, como hace la tradición epicúrea reinstalada en el mundo moderno por filósofos judíos como Spinoza y Wittgenstein, entre otros, por no hablar de los muchos judíos que tratan de ridiculizar a Heidegger, en particular, y la vida, la muerte y el más allá, en general, con su habitual insolencia judía (chutzpah), con el propósito de elevar a los altares cualquier tipo de existencia inauténtica, caracterizada por la cobardía, trivializando la angustia a través del miedo y el temor.

¿Cómo negar el signo más evidente y más rotundo de la fragilidad del ser humano? Porque negar que el hombre es ser para la muerte, es negar la finitud.

Hoy por hoy, se impone en todas partes la falsa tradición que manifiesta –según el Corán– que “sólo existe esta vida nuestra de aquí, morimos y vivimos, y no es sino el tiempo lo que acaba con nosotros”, y que incluso cuando “se les recitan Nuestros signos evidentes su único argumento es decir: Traednos a nuestros padres si es verdad lo que decís.” (Corán, Sura de la Arrodillada, 45:24-25). Puras conjeturas sin conocimiento de quienes no salen de su círculo vicioso, de la estrechez de su mundo falto de autenticidad.

Esta falsa tradición no cree en la muerte como el umbral natural a otra vida. Un rechazo que determina el curso de una vida realmente opresora, porque al no tener conciencia de que hay otro mundo, otra vida, donde Dios nos juzgará por nuestros actos, por lo que hayamos hecho en esta vida terrenal de ahora, acaba sumergiéndose en el espacio de la desgracia, la incapacidad, la calamidad, la desesperación, la angustia.

La muerte es presencia de Dios. Por eso, de todas las creencias, Islam es la más completa, la más sofisticada, evidenciando en detalle la aplicación de la justicia divina.

La muerte ya se encuentra en el comienzo mismo de la vida. Y todo hombre o mujer que se precie como tal debería suscribir estas palabras: “Mi proyecto de morir es mi oficio”, como dijo el poeta portugués Daniel Faria (7). Este es el auténtico proyecto con el que nos debemos levantar todos los días para encarar el tiempo cotidiano.

No hay escapatoria: vivir es ir muriendo. Por tanto, aprender a vivir es aprender a morir. Lo cual no quita que vivamos en plenitud, pero teniendo en cuenta que todas las cosas, como nosotros, son transitorias, y que incluso nuestros bienes son prestados, porque no nos llevamos de aquí a la otra vida nada más que lo que hayamos hecho aquí, esto es, nuestras obras. En Islam se dice –según un dicho (hadiz) del Profeta Muhammad, la paz y las bendiciones de Allah sean con él– que sólo tres cosas nos seguirán beneficiando después de muerto: una descendencia digna que reza por nuestra alma, la caridad que hayamos hecho y que siga beneficiando a los hombres, y el conocimiento que hayamos impartido a otros hombres, que estos lo apliquen y a la vez lo sigan transmitiendo.

En este orden de ideas, hay un acto que no encuentra explicación en ninguna civilización auténtica: negar la posibilidad de ser enterrado individualmente, sin desdibujar la identidad del cuerpo en entierros comunes como se suele hacer desgraciadamente, sea en sepulcros compartidos familiarmente, sea en urnas de cenizas, esparcidas o enterradas, sea en columbarios de cementerios o en variopintos no-lugares.

Sin entierro del cuerpo, esto es, sin un poco de tierra viva que acoja al muerto es imposible que la memoria se realice. ¿Cómo rememorar la muerte si no se puede visitar tumba alguna?

Es por esto que la incineración del cadáver está prohibida en Islam, porque es la tierra su morada natural, porque “en la tierra se completa el ciclo vital del hombre”.

“De ella [la tierra] os creamos, a ella os devolveremos y de ella os haremos salir de nuevo”. (Corán, 20:55).

Algo que no contempla la incineración, impidiendo así el duelo totalmente, por tanto, no permitiendo que el mundo continúe, dificultando así el esfuerzo que cada uno quiera o deba hacer por hallar su camino entre los contenidos de su memoria, que siempre es –aunque arbitraria– personal e intransferible, y que por eso repele objeciones e intromisiones.

A este respecto, cabe citar un caso en el que el duelo por una pérdida entra de golpe en la frivolidad. El caso de una madre anciana que, ante las cenizas de un hijo muerto dos días antes, decide –en plena etapa de negación de su pérdida, y sin contar con la opinión de sus otros hijos­– que éstas se entierren junto con las cenizas de su marido, custodiadas en su casa desde hace algunos años. Una decisión nada ejemplar, porque fue tomada rápidamente frente a cualquier deliberación, y encima sin que ella llegara a ver el cuerpo inerte de su hijo, lo que no le permitió asimilar una realidad que estaba negando por dentro. Porque para poder aceptar una pérdida antes debemos personificarla, de lo contrario no hay duelo completo.

Lo peor no es que alguien tenga una decisión tan frívola como ésta, efectuada por impulso sentimental, sino que todo su entorno inmediato (hijos y nietos) pase por el aro, esto es, no la cuestione lo más mínimo, conformándose como si fuera una simple rutina, cuando no puede ser tomada siquiera como una “última voluntad”, en ningún caso. Es como si los hijos y nietos de esa anciana madre, ya mayores de edad, todavía se consideraran un preciado y maravilloso préstamo de ésta, como cuando no podían valerse por sí mismos cuando eran niños, cuando en verdad ya pertenecen a la vida, al destino y a sus propias familias, y encima no tienen posibilidad –en muchos casos– de tejer una trayectoria vital coherente a largo plazo porque van de contrato en contrato. Todos –incapaces de salir de su “zona de confort”, guiados por una política sin conflictos, inmersos en el imperio del yo, y aún peor, en la experiencia libre contra las exigencias de la autoridad, que muchos de ellos suelen ver como tiránicas–, todos cumplen con lo que la madre les manda, y lo hacen sin saber muy bien por qué lo hacen, guiados simplemente por impactos emocionales, que conmueven y generan ilusión, en lugar de guiarse dominando la situación con argumentos coherentes y con rigor.

Una auténtica oda a la fase de negación colectiva, como –dicho sea de paso– lo fue el anuncio televisivo del Sorteo de Navidad del año 2016, encargado por Loterías y Apuestas del Estado a la agencia Leo Burnett y al cineasta Santiago Zannou, donde –como lúcidamente ha advertido Noel Ceballos– un nieto y un hijo mantienen una mentira: que a la abuela Carmina –maestra jubilada con signos evidentes de alzheimer– le haya tocado el Gordo de la lotería el día 21 de diciembre, mientras veía en la televisión imágenes del sorteo del año anterior, prolongando la farsa entre amigos y vecinos, quienes se unen con afecto al juego de seguirle la corriente. “¿Cómo le van a romper el corazón a su madre/idea romántica de la nación? ¿Cómo le van a contar que la casa está en llamas y todos vamos a arder entre gritos inhumanos?”. Una euforia que puede calificarse “como estado del alma, el día de la marmota, y el éxtasis sociopolítico como única manera de bregar con un mundo que se resquebraja a nuestro alrededor.” (8)

ECO FOSA COMUN EN CHINA


En fin, prosigamos. Las únicas religiones que, no solo permiten la cremación, sino que la prescriben, son el hinduismo y el budismo, porque el cristianismo siempre reprobó esta práctica, influido por los principios del judaísmo, hasta que el papa Pablo VI levantó su prohibición en 1963.

Pero aunque la cremación es una costumbre ajena a las tres religiones del Libro (judaísmo, cristianismo e Islam), sólo Islam mantiene su prohibición total.

La tradición judía enseña que los muertos deben ser enterrados lo antes posible, habitualmente al cabo de veinticuatro horas, pero al hacerse popular la cremación a finales del siglo XIX, el judaísmo reformista no puso objeciones a ella, confrontándose así con el judaísmo conservador y ortodoxo.

En cuanto a la Iglesia Católica –a pesar de reafirmar la preferencia de la sepultura de los cuerpos–, acabó accediendo finalmente y aceptando la cremación, dada la proliferación y extensión de esta práctica en el mundo, alegando para ello –para no perder su cuota de mercado– que la cremación no es contraria a “ninguna verdad natural o sobrenatural” (sic), ya que “no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina de resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristina sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo” (sic), cuando en párrafos siguientes –en clarísima contradicción (porque la cremación de un cadáver es un anti-signo de la resurrección, puesto que le quita todo el simbolismo de la inhumación)– alienta continuar con la sepultura de los fallecidos, ya que “enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne, y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia”. (9)

Muy propio del cristianismo moderno: una de cal y otra de arena, como hace desde el Concilio Vaticano II, adaptándose a las necesidades de cada tiempo. Un objetivo para el cual acuñaron la palabra “aggiornamento”, favoreciendo el ecumenismo y todos los postulados laicos. En suma, un comportamiento que se define claramente como “nadar y guardar la ropa”, aplicado a quien pasa por la vida interviniendo con astucia para beneficiarse del provecho que produce cada ocasión, sin arriesgarse.

En resumidas cuentas, sólo Islam, sin engaños, sin actitudes medias, ni personas no definidas, se mantiene firme contra el rito pagano de la cremación, cada vez más extendido en el mundo occidental, no por contagio de prácticas hinduistas y budistas, sino por ignorancia, miedo a la muerte y, cómo no, por intereses mercantiles de las empresas funerarias.

Una costumbre esta de la cremación que se popularizó a finales del siglo XIX, tras presentarse la primera cámara de cremación (hecha por un tipo llamado Bruno Brunetti) en la Exposición de Viena de 1873, y que se extendió rápidamente por Inglaterra, Alemania y Estados Unidos, siendo declarada legal inmediatamente, y promoviéndose como “una ayuda para la salud pública, y para salvaguardar el mundo de los vivos”. Un argumento exacto al empleado un siglo antes para justificar el uso de la guillotina por el Comité Central de Salud Pública al inicio de la Revolución Francesa, para crear una nueva Francia ideal haciendo tabla rasa de los principios tradicionales y construyendo una nueva ideología fanática sobre los conceptos de humanitarismo, idealismo social, laicismo y amor patriótico a la “República de la Virtud”,  promoviendo el culto a la Razón como única religión.

Una costumbre esta de la cremación, por tanto, que ha sido proporcional a la descomposición de las ideologías liberales que han ido dominando el mundo moderno, hasta llegar al extremo más obsceno y demencial de llegar a valorar más, por ejemplo, el cadáver de un animal tenido como mascota, que por regla general pocos permiten su incineración, que el de un ser humano. Algo que parece natural si se tiene en cuenta la vida de marajás que los perros, los gatos y las demás mascotas tienen, como bien advierte Carlos de Urabá, hasta el punto de deducir que “con todo el dinero gastado en animales de compañía se podría paliar las necesidades más prioritarias de los refugiados y desplazados en todo el planeta tierra durante varios años”, por ejemplo, dándose la paradoja que al mismo tiempo que “las cuotas de asilo en Europa son deficitarias”, ocurre que “las sociedades españolas protectoras de animales acogieron 140.000 perros y gatos abandonados en 2015” (10). No en vano, la “mascotamanía” es un claro ejemplo de los excesos de una sociedad cada vez más deshumanizada, regida por una gran orgía de teorías liberacionistas (todas ellas asentadas en el sentimentalismo tóxico), que se caracteriza por ser –como advierte el filósofo Francis Wolff– “tan sensible al sufrimiento animal y tan indiferente al sufrimiento humano”.

¿Acaso quemamos las cosas que amamos? ¿Por qué, entonces, no devolvemos a la tierra el cuerpo de alguien a quien amábamos, si es, no sólo una demostración de amor, sino una demostración de respeto por el ciclo de la naturaleza?

Además, si la vida sólo se manifiesta en sujetos únicos, y cada uno tiene una muerte propia, ¿por qué entonces celebrar la muerte de manera genérica enterrando en grupo?

Si “cada uno” muere como “cada uno”, cada muerto debe ser enterrado individualmente, porque cada muerto es testimonio de su muerte; por tanto, hacerlo en grupo es algo extraño, porque no permite la muerte de “cada uno”. Y más extraño aún, incluso diríamos que perverso (por ser un malentendido panteísta, naturalista o nihilista), enterrar –al mismo tiempo y en el mismo lugar– cenizas de cuerpos de varias personas fallecidas en fechas distantes, aunque tengan lazos de sangre.

TIME IN ASHES


¿Y qué decir de  la gente que se muere mal y sufre innecesariamente en los hospitales, a consecuencia de los arbitrarios “cuidados paliativos”?. Ya Rilke advirtió esa banalidad de morir en serie en los hospitales: “ahora se muere en quinientas cincuentas y nueve camas. En serie, naturalmente. Es evidente que, a causa de una producción tan intensa, cada muerte particular no queda tan bien acabada, pero esto importa poco. El número es lo que cuenta. ¿Quién concede todavía importancia a una muerte bien acabada? Nadie.” (Los apuntes de Malte Laurids Brigge).

Ante este panorama realmente siniestro, lo más honorable es no asistir a funeral de ningún incrédulo, porque no se puede mostrar solidaridad con quienes (tanto él como sus familiares, también incrédulos) no tienen buenos actos que mostrar en la otra vida, ya que son recompensados por ellos en esta vida.

Es por esta razón por la que no está permitido que un musulmán acuda al funeral de un no musulmán, incluso si es un pariente, porque no está permitido mostrar respeto, honor y amistad a un incrédulo (kafir), mucho menos en una iglesia, porque ahí se escucha la negación o el rechazo de Allah (kufr), y se presencia innovación, todo un enredo de teorías y elucubraciones para, no solo no reconocer, sino para rechazar al Profeta Muhammad (la paz y las bendiciones de Allah sean con él).

Dice Allah: “Ya se os Reveló en el Libro que cuando oyerais los signos de Allah y vierais cómo ellos los negaban y se burlaban, no os sentarais en su compañía hasta que no hubieran entrado en otra conversación; pues en verdad que si lo hicierais, seríais iguales que ellos. Es cierto que Allah reunirá a los hipócritas y a los incrédulos, todos juntos, en Yahannam [lago de fuego].” (Corán, 4:140)

Y aún más: “No reces nunca por ninguno de ellos que haya muerto ni permanezcas en pie ante su tumba, ellos renegaron de Allah y de Su Mensajero y murieron fuera de Su obediencia.” (Corán, 9:84)

El mismo Profeta Muhammad (la paz y las bendiciones de Allah sean con él), cuando murió su tío paterno Abu Taalib en estado de kafir (murió siendo politeísta, concretamente), no asistió al funeral ni al entierro, dando solo instrucciones a ´Ali (quien era hijo de Abu Taalib) de que lo enterrara, aún cuando Abu Taalib le había apoyado y defendido.

Allah, a este respecto, le reveló al Profeta Muhammad (la paz y las bendiciones de Allah sean con él): “Ciertamente tú no guías a quien amas sino que Allah guía a quien quiere, y Él sabe mejor quiénes pueden seguir la guía.” (Corán, 28:56)

Solo en caso de que no haya otros incrédulos presentes para enterrarlos, está permitido a un musulmán hacerlo, como hizo el Profeta (la paz y las bendiciones de Allah sean con él) con los caídos en la batalla de Badr.

Y si finalmente se asiste por compromiso al funeral de un incrédulo (kafir, que puede ser –según el Corán– tanto un idólatra, un judío o un cristiano), y se escuchan las declaraciones de un rabino judío o un sacerdote cristiano, deben detestarse con el corazón.

Porque el Kufr, según Imân al-Gazzâli, es un “juicio legal” (Hukm Shari´i), no un juicio de valor, porque lo que hace legítima la espiritualidad es el rigor en afrontar las exigencias de Allah, y no entregarse a los frutos de la imaginación o del ego, como hacen todos aquellos que siguen aquellas religiones, aquellas espiritualidades y aquellas morales que rechazan y niegan a Allah, y no aceptan al Profeta Muhammad (la paz y las bendiciones de Allah sean con él), quedando inmersos en maquinaciones y en todo tipo de poses, elevadas a categoría de ídolos.

No obstante, si bien el Islam promueve mantener los lazos de sangre y el buen trato con los parientes, prohíbe a su vez la alianza entre el creyente y el incrédulo. Porque éste siempre permanece enredado en un laberinto de mentiras y frustraciones  creadas sobre mentiras y frustraciones, siempre se rige con desconfianza, tiene muchos miedos y prevenciones, muchos recelos, para poder orientarse sin condiciones en la dirección de su Creador, sin equívocos ni ambigüedades ni concesiones.

“¡Vosotros que creéis! No toméis por amigos aliados a gente con la que Allah se ha enojado. Ellos han desesperado de la Última Vida al igual que los incrédulos no esperan nada con respecto a los que están en las tumbas” (Corán, 60:13).

¿Qué amistad se puede tener o qué alianza se puede hacer con quienes no esperan que los que están en las tumbas vuelvan a la vida, y aún más, no esperan nada de la otra vida?

Sean unos desapercibidos o unos desmemoriados, y siempre necesiten sentirse buenas personas (y, por lo tanto, les cueste reconocer sus debilidades), o sean unos encontradizos con sus contradicciones y sus inconsistencias, los incrédulos acaban siempre cruzando voces atropelladas y destempladas, esto es, berridos neurasténicos, algo que cuando ocurre, por ejemplo, en un evento en torno a un recordatorio de muerte, resulta de lo más lamentable, porque en lugar de ser un proceso, acaba siendo una sucesión ininterrumpida de intensidades.

En estos casos, el hecho de que alguien anteponga lo sentimental y el utilitarismo, y cunda su ejemplo entre los demás incrédulos, es causa de que se destruya lo que no se entiende, que se embista en definitiva contra la belleza y el pensamiento, y que acaben agrupándose por los intereses más mezquinos, estallando finalmente en luchas intestinas, con prácticas cainitas y endogámicas.

Un panorama donde el juicio, la reflexión, brillan por su ausencia, siendo imposible de que halla propuestas más allá de lo que ocupa el escenario, inundado completamente por el sentimentalismo tóxico.

Por eso, no cabe otro consejo a un incrédulo, esto es, a alguien que idolatra su existencia como si no fuera a llegar nunca el momento del adiós definitivo,  y que no cree, por tanto, en la otra vida, que decirle: yo no te creo, Allah es grande. Porque no hay más verdad que Allah, “no hay más dios que Allah” (Lâ ilâha illâ llâh).



Antonio José Trigo

(Sevilla, 16-12-2017, en el noveno aniversario de la muerte de mi padre)







NOTAS:

(1).- Joan-Carles Mélich, “La prosa de la vida. Fragmentos Filosóficos II”, Fragmenta Editorial, Barcelona 2016, p. 43.

(2).- Theodore Dalrymple, Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad, Alianza editorial, Madrid 2016, pp. 143-144.

(3).- ibidem, p. 157.

(4).- Alberto Sucasas, “La Shoa en Lévinas: un eco inaudible”, Editorial Devenir, Torrejón de la Calzada, Madrid, 2015, pp.128-129.

(5).- Salvador Pié-Ninot, “La Teología Fundamental”, Secretariado Trinitario, Salamanca, 2002, quinta edición, p. 301.

(6).- Armando B. Ginés, “Conformismo low cost. En busca de un relato ideológico y un sujeto político para el siglo XXI”. Rebelión, https://www.rebelion.org/noticia.php?id=218077

(7).- Daniel Faria, que había nacido el 10 de abril de 1971 en la localidad de Baltar (Peñafiel, Portugal), y que desde muy temprana edad sintió la vocación sacerdotal, finalmente murió el 9 de junio de 1999 a la edad temprana de 28 años tras sufrir un accidente doméstico en el monasterio benedictino de Singeverga, donde se encontraba como novicio tras ingresar un año antes en la vida monástica como postulante en el monasterio benedictino de San Bento da Vitória, dejando una breve pero admirable obra poética.

(8).- Noel Ceballos, “Ya está aquí el anuncio de lotería de navidad, una bonita oda a la fase de negación”, Revista GQ, 14-11-2016, http://www.revistagq.com/noticias/articulos/anuncio-loteria-navidad-2016-fase-de-negacion/24921

(9).- Textos del documento presentado a finales de octubre de 2016 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, el órgano que custodia la doctrina católica en la Iglesia, sobre la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas luego de la cremación.

(10).- Carlos de Urabá, “Perros humanizados, refugiados animalizados”, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220139