Publicación enraizada en el disenso, que intenta colaborar en la creación de otro sentido al dado y establecido en el orden político, económico, social y cultural.
3/12/08
Ernst Nolte y el pensamiento histórico científico
“La historia es la tradición que un poder victorioso se otorga a sí mismo”
Ernst Jünger
Contra la metáfora dinámica de la historia como “olas” de cambio (según Alvin Toffler), hay que volver a la idea de la naturaleza como fuente del desarrollo hacia una meta. En consecuencia, hay que desterrar los dogmas sumarios del historicismo progresista que predominan sobre la prudencia práctica política, implantados en la cultura occidental desde el siglo XVIII, y cuya genealogía es: iluminismo, racionalismo, positivismo y, finalmente, marxismo.
Esta filosofía del mundo no representa más que una evolución mecánica de la historia, que, en última instancia –como advierte el historiador alemán Ernst Nolte– elimina “la posible existencia de una causa humana concreta en dicho proceso”. Porque los procesos de cambio social y político son naturales, orgánicos. Las civilizaciones, las dinastías, ascienden y caen. Pero también las ciudades, las culturas y las ciencias.
Este es el mensaje último de los creadores de la historiografía moderna, es decir, de quienes han huido de la filosofía de la historia para hacer ciencia de la historia: Herder, Fichte, Savigny, Ranke, Droysen, Burckhardt, el primer Nietzsche, Dilthey, Windelband, Rickert, Treitshke y Meinecke.
Si bien la historiografía tradicional se caracteriza por la cadena lineal de relatos según el esquema “causa/acontecimiento”, la teoría moderna de la historia elaborada en gran medida por historiadores y filósofos de origen judío tras la Segunda Guerra Mundial, se basa en el principio de la fragmentación y el montaje. “Esto significa –en palabras del filósofo judío Walter Benjamin– erigir las grandes construcciones a partir de las unidades más pequeñas, elaboradas de modo preciso y puntual” (1). En consecuencia, la tesis de Benjamin –continuada luego por la Escuela de Frankfurt– era reescribir la historia desde la perspectiva de sus víctimas, y no de los vencedores, “porque, para decirlo al modo del propio Benjamin, cada generación ha recibido la capacidad mesiánica de redimir a todos los que han sufrido en el pasado” (2).
Ya no se trata de construir la Historia como estudio de la historia concreta de una configuración de acontecimientos, analizados en la interacción de sus diversos aspectos (económico, social, político, demográfico, etc.), sino de hechos aislados en una secuencia átona de vivencias aisladas que no alcanzan a encontrar un lugar en el contexto de la historia que las dote de significado, porque no son más que despojos y escombros.
Sin ninguna duda, esta concepción del tiempo lineal, del progreso, obedece a la misma estructura del pensamiento cristiano y judío, y que tiene como origen y motor de todo, la culpa. Así se explica, por ejemplo, que se haya coronado con el mito del Holocausto la construcción de la nueva superstición moderna del progreso.
En este marco, cabe inscribir la obra de Ernst Nolte, historiador alemán conocido por contextualizar los movimientos fascistas situándolos dentro del marco histórico de donde surgieron, lo que le condujo a su tesis acerca de la existencia de una guerra civil europea entre 1917 y 1945, personificada en la lucha entre el nacionalsocialismo y el comunismo bolchevique. Famosa es, a este respecto, su afirmación de que “el gulag precedió a Auschwitz”. Un nexo causal que despertó indignación, porque se le atribuía un fundamentum in re: que el archipiélago Gulag se haya sacado a relucir en relación con Auschwitz. Ahí está el escándalo: el hecho de que Nolte haya investigado de manera razonable y sopesada el período de las dos guerras mundiales, sin convertir “en objeto la ciencia histórica la perpetuación del cuadro propagandístico en blanco y negro creado por sus contemporáneos”. Algo que Nolte exige a todos los historiadores.
Para Nolte, por tanto, sólo se logra acercarse progresivamente a la realidad histórica desde el análisis mismo, y no desde “profesiones de fe y aserciones prematuras”. En consecuencia, sobran las demagogias, los oportunismos intelectuales, los moralismos y todas las reacciones emocionales. Porque la historia debe verse, no como un concepto lineal, sino como un “fenómeno de una pluralidad de grandes culturas”, siendo la civilización la unidad significativa del estudio histórico, no la nación; las culturas, los pueblos, son concebidas como organismos que nacen, se desarrollan y al final mueren. Dicho con otras palabras, cada pueblo, cada cultura, cada civilización, tiene sus propias nuevas posibilidades de autoexpresión que crecen, maduran, decaen y nunca vuelven.
Esta “morfología de la historia” ya fue elaborada por Oswald Spengler en su Decadencia de Occidente (1918), cuya tesis se basa en la aceptación de la decadencia. En dicha obra, Spengler demuestra que las culturas nacen independientes unas de otras, llegan a un período de florecimiento, seguido de una época de técnica pura, y finalmente mueren. Las culturas, en suma, son vistas en su sucesión y su simultaneidad. De esta manera, Spengler cuestionó el axioma relativo al tiempo heredado del siglo XIX, aceptado sobre la visión unilineal y uniforme del “paso” del tiempo, según la cual todos los acontecimientos pueden relacionarse temporalmente. Es más, advirtió cómo el desarrollo de una cultura comporta unos efectos que destruyen las causas que la hicieron posible determinando así su desaparición.
En este orden de ideas, hay que destacar la concepción que Nolte denomina la “versión histórico-genética de la teoría del totalitarismo”, en pugna inevitablemente con la concepción judía, sea la versión politológico-estructural de Hannah Arendt, sea la teoría comunista marxista. Una versión esta última que ha instrumentalizado la obsesión del nazismo y, por ende, del antinazismo, asumiendo la fuerza de una teología. Y que en el fondo, no se ha tratado más que de un medio para ocultar su realidad a los ojos de la opinión. No en vano, según el marxismo se escribe la historia según la economía, el progreso lineal y la lucha de clases, sustituyendo al pueblo judío por la clase obrera en sus esquemas mentales.
El Gulag fue anterior a Auschwitz
Como afirma Nolte con razón, los historiadores e intelectuales no han tenido la misma consideración con el comunismo que con el nazismo, haciéndose los distraídos ante los horrores del movimiento comunista, no solamente en el interior de Rusia sino también en Europa. De hecho, la mayoría de los intelectuales procomunistas silenciaron las atrocidades del stalinismo, mientras quienes decían la verdad acerca de la Unión Soviética, siguen sin ser escuchados.
Según Nolte, el nacionalsocialismo no estuvo privado totalmente de razón. “El nacionalsocialismo fue ´una forma extrema de antibolchevismo´. En este sentido, la idea de exterminio de la burguesía como clase por los comunistas señaló el camino al genocidio de los judíos por Hitler y sus partidarios. El gulag fue anterior a Auschwitz. Nolte se esfuerza, en esa línea, en intentar comprender el antisemitismo de los nacionalsocialistas. (…) Nolte niega el carácter totalmente antimoderno del nacionalsocialismo” (3).
Ciertamente fue Stalin el creador de los campos de concentración, pero la novedad del enfoque de Nolte fue ver la interrelación, la interdependencia, entre el comunismo soviético y el nazismo, pero sin igualar nazismo y estalinismo bajo la categoría de totalitarismo, según defendió Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo. “Es un planteamiento –según Antonio Elorza– que lleva de inmediato a preguntarse por las relaciones de causalidad, por las influencias ideológicas y por el juego de similitudes y diferencias” (4). Todo sea por “aliviar la conciencia alemana del peso que pudiera suponer el legado de los crímenes nazis” (5).
No obstante, como advierte Antonio Morillas, “Nolte mantiene que no es posible comprender el carácter particular de los genocidios y la solución final de la cuestión judía de los que se hizo responsable la Alemania nacionalsocialista mediante el simple acto de declararlos singulares, prescindiendo de cualquier otro discernimiento, ya que lo incomparable presupone, precisamente, la comparación, y la identidad en las designaciones con mucha frecuencia encubre la disparidad de los asuntos” (6)
Por tanto, la obra de Nolte “contiene en potencia –como él mismo dice– no sólo la determinación general del fascismo como configuración militante del antimarxismo, sino también la definición particular del nacionalsocialismo en tanto ´fascismo radical´” (7).
Ahora bien, considerar el fascismo como una mera reacción frente al comunismo, resulta bastante reduccionista. Este nexo causal entre ambos totalitarismos no es del todo cierta. ¿Cómo se puede decir que el nazismo tuvo su matriz de origen en la revolución rusa de 1917? Dicha afirmación adolece de un craso error: creer que la historia es la resultante de fuerzas que conforman una serie de causas identificables a distintos niveles del pasado. “Este enfoque –según el historiador francés François Furet–, que constituye un supuesto natural para inventariar como ´totalitarismo´ un ideal tipo, tiene la ventaja de amoldarse mejor a la marcha de los acontecimientos. Presenta el riesgo de ofrecer una interpretación demasiado simple, a través de una causalidad lineal conforme a la cual el antes explica el después” (8).
En consecuencia, no es más que una trivialidad decir que “el comunismo nutre su fe del antifascismo y el fascismo del anticomunismo”, como dice Furet, tras el debate continuado a través de correspondencias con Nolte. Como trivial es la perspectiva histórica que cree que el nazismo fue resultado del fracaso de la democracia y del orden constitucional alemán de la República de Weimar.
Por otra parte, no se trata de ver en los análisis de Nolte un proceso de trivialización de la experiencia nazi, como hacen todos aquellos que le califican como el “espíritu rector de la nueva derecha alemana”, con el objetivo de neutralizar su lúcida obra. Una obra que tiene como eje principal su monumental estudio “1917-1945, la Guerra Civil Europea”, en la que utiliza –en palabras del intelectual escocés Ian Dallas, conocido en el mundo islámico como Shayj Abdalqadir as-Sufi al-Murabit– “una metodología distinta de la crítica dialéctica tan preconizada por los rabinos de la Escuela de Frankfurt, que apareció a partir de 1950 y tomó el poder definitivamente en 1968. (…) Así pues, la victoria de 1945 fue la victoria, no solo de Rusia, sino del Socialismo Internacional. Bajo la inspiración de su libro comenzó a ponerse en claro por qué la historia cesó de enseñarse tras la guerra del 39-45 –apareciendo en su lugar la sociología– y por qué regímenes aparentemente ´capitalistas´ instalaron marxistas militantes en el sistema universitario occidental; los factores comunes ineludibles: judíos, marxistas y estructuralistas. Esto aseguraba que todo el discurso académico quedaría dentro del marco de la crítica dialéctica confirmando así el debate mundial como incluido dentro de una aceptación fundamental del socialismo, que en sí mismo representa el modelo esencial de una sociedad controlada, tan necesaria para el funcionamiento del ´radicalismo liberal´ que no es otra cosa que el monetarismo oligárquico. La ortodoxia de Weber, Marx y Habermas está específicamente diseñada para perpetuar un debate crítico en el que jamás se permitirá la crítica del sistema financiero, que a su vez es el sustento de dicho debate, al mismo tiempo que el encargado de pagar el salario de Habermas.”
“Lo que el libro de Nolte crea es una nueva visión hacia otro modelo histórico que nos permite medir no sólo el desplazamiento tectónico de las crisis de estado –que ahora podemos reconocer como totalmente irrelevante–, sino más bien hacia otro tipo de desplazamiento profundo e inexorable en el cual al tiempo que los estados nacionales desaparecen bajo las estructuras supra-estatales de los mercados comunitarios, en su lugar aparecen las nuevas estructuras de poder del internacionalismo –totalmente liberadas de elementos basados en el terreno contenido entre fronteras– y que son las nuevas e interrelacionadas fuerzas de la banca mundial y las agencias de bolsa” (9).
Efectivamente, estas son las claves de la investigación histórica de Nolte, que muchos tratan con ahínco de neutralizar, sea en grupos o facciones, arrastrándola a ceremonias de expiación, reuniones rituales, cruzadas.
El revisionismo histórico
Revisar la historia, como ciencia que es, de por sí no tiene nada de malo. Si se encara la tarea desde un punto de vista científico, la revisión de la historia aporta por lo general nueva información, perspectivas y conclusiones que nos ayudan a entender el mundo. Por lo que no son admisibles aquellos procesos de revisión que no empleen la metodología científica y que tengan fines diferentes al esclarecimiento de la verdad.
En esta perspectiva, se ha dado en llamar “revisionismo histórico” a aquella actitud comprensiva con los planteamientos que abogan por situar el nazismo y el fascismo al fin y al cabo como una reacción razonable —aunque se afirme que injustificable— frente al totalitarismo socialista de identidad marxista.
Ciertamente, el nacionalsocialismo no fue, en su esencia, más que una respuesta al bolchevismo soviético, dado que éste fue un movimiento con gran apoyo de la comunidad judía. De manera que –según Nolte–, el antisemitismo de Hitler tenía una base racional, que se encuentra “en la realidad fáctica del gran papel representado por cierta cantidad de personalidades de origen judío en el seno del movimiento socialista y comunista”. A este respecto, hay quien sostiene que el exterminio judío fue una reacción ante la inminente victoria de los aliados. Los judíos eran los creadores del bolchevismo y como tales, debían desaparecer. Por tanto, las políticas antijudías del régimen nazi deben considerarse como un producto de la guerra y no como un programa previamente elaborado.
Antes de continuar, vamos a permitirnos una aclaratoria, diciendo que la palabra “antisemitismo” es un “infame término anti-científico” (10), utilizado por doquier como una gran estafa intelectual. Porque de los que pretenden hoy ser los judíos pocos parecen haber asimilado a los últimos judíos semíticos de los tiempos antiguos. Entre ellos, sólo cabe destacar a los sefarditas, y, en absoluto, a los ashkenasim, procedentes de los pueblos kázaros diseminados por Rusia, Polonia y Europa oriental. Y porque los únicos que pueden considerarse, hoy por hoy, semitas son los árabes. En consecuencia, decir “anti-semita” significa, racionalmente, “anti-árabe”.
La palabra “antisemitismo”, por tanto, —cuya construcción misma es absurda—, sirve esencialmente para perseguir a loa adversarios de los judíos, a los que se acusa no de prácticas discriminatorias, sino de crimen del pensamiento por no conformismo ideológico. “El judaísmo adquiere así una verdadera jurisdicción moral y, finalmente, una jurisdicción legal (…). El antisemitismo sería ese mal que procede de una pulsión irracional, injustificada, o patológica. Pero en realidad la palabra misma es una palabra-valija. Es una palabra que realiza la amalgama de todas las oposiciones, críticas, persecuciones, injusticias o atrocidades que los judíos han tenido que enfrentar (…). La acusación de antisemitismo funciona como un mecanismo de denegación de la palabra ajena” (11).
Valga un simple ejemplo, bastante patético, por cierto. En una rueda de prensa el día 23 de abril de 2002 en el V Foro Euromediterráneo celebrado en Valencia, Simón Peres —en calidad de Ministro de Asuntos Exteriores de Israel— argumentó que había “antisemitismo” tras las reacciones al genocidio sistemático perpetrado entonces por el ejército israelí contra varias ciudades palestinas (entre ellas, la ciudad de Yenín), y mostrando como prueba de ello la portada de una revista donde se representaba a Ariel Sharon con cara de cerdo. Sin comentarios.
Volviendo, pues, a nuestro tema, el pensamiento científico –advierte Nolte– no puede callar por más tiempo. “El pensamiento científico sostiene que el acto más inhumano es siempre ´humano´ en el sentido antropológico; que el ´absoluto´ de postulados y máximas morales, como por ejemplo: ´no matarás´, no es tocado por la determinación histórica, en el sentido que desde los principios de la historia hasta el presente la matanza de hombres por hombres, la explotación de hombres por hombres, han sido realidades permanentes; que el historiador no debe ser un mero moralista… El absoluto o sencillamente lo singular en la historia sería un ´numinosum´, al que sólo debería uno acercarse en actitud religiosa, pero no con criterios científicos”. En estos casos, suele ocurrir que la propaganda es a menudo respondida con propaganda en perjuicio de la verdad histórica, a la que los judíos especialmente anegan con una infecta marea moralizadora de sermones humanistas. ¿Acaso no han establecido una relación orgánica entre la difusión militante del deber de recordar el Holocausto y la instrumentalización judicial de la historia?
Por todas estas razones, no creemos —como dice Ian Dallas o Shayj Abdalqadir al-Murabit, como se prefiera— que el “revisionismo histórico” sea en sí mismo “un intento inadecuado y romántico por defender un pasado irremediablemente perdido o de enmendar una devastadora e inalterable derrota”. Entendido así, el revisionismo suele no ser más que redefinición o transvaloración de palabras.
Censura este intelectual musulmán que el revisionismo sea “básicamente una tapadera”, porque el método histórico debe proponer “un nuevo conjunto de números enteros, nuevos conceptos estructurales, además de un cambio fundamental en lo que son las formas motrices de los sucesos y los imperativos sociales sobre los que se basa la sociedad”. Pero, ¿cuál método histórico? Descartado el método dialéctico, ¿entonces? Propone un modelo “cuyo fundamento sea más biológico”, “que nos permita examinar el crecimiento de los organismos y su posterior expansión, el entrelazado de sus tejidos y las alteraciones de consciencia producidas por la complejificación de su desarrollo a lo largo del cuerpo político” (12).
De acuerdo. Pero lo más gracioso del caso es que, a continuación de todas estas disquisiciones, Shayj Abdalqadir se adentra de pleno en planteamientos de “revisionismo histórico” puro y duro, advirtiendo de que “hasta que no se corrija la historia de este siglo, y ello implica corregir la vergonzosa distorsión de los hechos históricos y los personajes de la Alemana post-Weimar, no podremos comprender la época en la que vivimos”, porque “la visión al uso que presenta a Hitler como un lunático fascinado con la dominación mundial, es probablemente la más perniciosa reevaluación de los hechos en el espectro total de esta época” (13).
Pues bien, esto es lo que hacen precisamente los mejores historiadores revisionistas, con investigación de archivo, con una vasta colección de conocimiento y, en la mayoría de los casos —los más relevantes—, sin invocar las maquinaciones de poderosas y nefastas entidades controladas por sionistas para explicar cualquier testimonio o evidencia que respalde la versión aceptada.
En este sentido, si el revisionismo del Holocausto está ahí debe ser tratado como un hecho histórico, en lugar de un artículo de fe religiosa, debiendo estar sujeto a una continua revisión crítica.
Como resume espléndidamente Norberto Ceresole, hoy por hoy uno de los politólogos más lúcidos, el “revisionismo histórico” ha demostrado:
“1.- que una parte importante del relato canónico de la deportación y de la muerte de los judíos bajo el sistema nazi ha sido arreglada en forma de mito.
2.- que dicho mito es utilizado hoy en día para preservar la existencia de una empresa colonial dotada de una ideología religiosa (monoteísta y místico-mesiánica): la desposesión por Israel de la Palestina árabe.
3.- que ese mito es asimismo utilizado para chantajear financieramente al Estado alemán, a otros Estados europeos ya la propia comunidad judía en los Estados Unidos de América y de otros países con diásporas significativas.
4.- que la existencia de tal empresa política (Israel: un poder concretado en el monopolio del monoteísmo, e implementado por un ejército, varias policías, cárceles, torturas, asesinatos, etc.) busca consolidarse por una serie de manipulaciones ideológicas en el seno del poder hegemónico de los Estados Unidos, que procura por cualquier medio hacerse aceptar como amo del mundo, mediante el terror generalizado y además mediante prácticas disuasivas y persuasivas” (14).
En este punto, cabe reseñar que hay muchos judíos conscientes de la estafa de la que se les hizo cómplices aprovechando las secuelas del espanto y el sentimiento de culpa por haber sobrevivido al nazismo. Justo es destacar el libro del historiador judío Norman G. Finkelstein, La industria del Holocausto (Reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío), donde de manera rotunda se afirma que el negocio alrededor del Holocausto no es para comprender el pasado, sino para manipular el presente. En dicho libro, Finkelstein alerta a los judíos contra los peligros a los que las organizaciones judías israelíes y norteamericanas les están abocando, al pretender ser sus representantes y sus élites, extorsionando a los bancos suizos y a todas las empresas e instituciones de los países de Europa que tenían una población judía antes de la guerra.
Y es que “cuando se trata la cuestión de las dimensiones verdaderas del Holocausto —como advierte Nolte—o se discute incluso si éste se dio o no se dio, las emociones se desbordan” (…) “En el caso del revisionismo se parece estar ante la negación descarada de hechos fehacientes, atestiguados de forma como quien dice irrefutable. Esta indignación también puede dar lugar a esa postura que yo esbocé en mi libro Controversias, y que consiste en la exigencia simple de que se responda con argumentos a los argumentos de los revisionistas, en vez de perseguir a éstos judicialmente” (15).
Por tanto, las cuestiones históricas no deben pasar por el tratamiento legislativo. En definitiva, Nolte condena “la posibilidad de que las manifestaciones, los argumentos y las valoraciones pasen a ser asunto del código penal” (16).
Sin embargo, por todas partes se multiplican los procesos judiciales en aplicación de estas leyes mafiosas, gracias a la presión de poderosas organizaciones judías, como la Orden B´naï B´rith, el Centro Simón Wiesenthal o la LICRA (Liga contra el Racismo y el Antisemitismo), directamente o por organizaciones interpuestas, dedicadas a “la memoria del Holocausto y la lucha contra el antisemitismo, el racismo y la xenofobia”, y reconocidas como ONG. Incluso ya han caído algunas penas de prisión.
La lista de víctimas de esta policía del pensamiento es innumerable. De hecho, bajo la estrecha vigilancia de esta infame policía, todo historiador que trabaja sobre el periodo de la Segunda Guerra Mundial es susceptible de ser acusado de revisionismo, no conociendo más refutación que la censura. Cuando hasta los más prominentes críticos de las pretensiones de los revisionistas del Holocausto, Deborah Lipstadt (19), Pierre Vidal-Naquet y Michael Shermer (los tres, judíos), han declarado públicamente que se oponen a leyes que criminalicen el revisionismo.
Sin embargo, en toda Europa se considera que el “revisionismo histórico” de la Segunda Guerra Mundial constituye un caso de apología del delito. Todavía se insiste, por ejemplo –como hace el lingüista búlgaro residente en Francia, Tzvetan Todorov, en su último libro: Memoria del mal, tentación del bien (17)– en “no aceptar que el genocidio pueda excusarse en nombre del contexto histórico”. En consecuencia, la historia de ayer exige el juicio moral de hoy. Ahora bien, ¿a quiénes tener en cuenta de entre los que realizan las aplicaciones de la evocación del pasado respecto al presente?
Los judíos le reprochan a los revisionistas que no vean en el Holocausto una singularidad superior a los crímenes ocurridos en la época comunista del Gulag. Según Bernard-Henri Levy, por ejemplo, Nolte esconde, tras la piel de historiador, a un “ideólogo escabroso u odioso”. Es más, “el problema de Nolte se basa en el clásico pero terrible deslizamiento que hace que, a fuerza de explicar el nazismo, a fuerza de inscribirlo en su siglo y de insertarlo en una trama apretada de razones, se termina por hacerlo evidente, natural, casi legítimo o justificado” (18).
Por su parte, el historiador judeo-británico Eric Hobsbawn llega a afirmar que “la existencia o inexistencia de los hornos de gas de los nazis puede determinarse atendiendo a los datos. Porque se ha determinado que existieron, quienes niegan su existencia no escriben historia, con independencia de las técnicas narrativas que empleen” (20). [Las cursivas son nuestras]. Más claro, imposible. Ellos, los judíos han determinado que los hornos de gas existieron. Ahí está la matraca de los medios de comunicación, las películas, novelas, discursos políticos, monumentos y propaganda que ensalzan el Holocausto (esto es, el “Shoah Business”), como un mantra no sujeto a discusión, explotado por celebridades como Steven Spielberg & Cía.
En definitiva, acaba por anatematizarse la lectura de la obra de Nolte, por provocar prejuicios y distorsiones de la realidad. Historiador del totalitarismo y, en concreto, del fascismo, Nolte considera como “genéricamente fascistas” a todos los movimientos políticos que comparten las siguientes seis notas características: antimarxismo, antiliberalismo, anticonservadurismo, principio del liderazgo, un ejército del partido y el totalitarismo como objetivo. Por el contrario, los liberales opinan que el fascismo se trata de una revuelta política, social e ideológica contra cualquier forma de transcendencia del ser humano. El fascismo es fundamentalmente el ataque al sistema liberal.
Nolte es catalogado (por intelectuales descendientes de la Escuela de Frankfurt) como uno de los intelectuales alemanes de la corriente revisionista, aunque él no acepta ni la mitofilia ni el revisionismo “negacionista”. “Una porque transforma en absoluta una situación que en definitiva es ´histórica´, es decir, ´humana´. La otra porque ´niega´ hechos que, según él, efectivamente ocurrieron, aunque no en la escala que sostienen los constructores del mito. Pero sobre todo es inaceptable –reconoce– que sobre esa construcción se elaboren políticas en el presente” (21).
Pese a todo, el revisionismo tiene que ver con la libertad de expresión, la investigación histórica, la cuestión judía, el libre ejercicio de la razón y el valor del testimonio en historia.
El debate de los historiadores
A raíz de un artículo de Nolte publicado el día 6 de junio de 1986 en el diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung (FAZ), se inició el llamado “debate de los historiadores” (historikerstreit). Por un lado, Ernst Nolte y otros historiadores (como Andreas Hillgruber, Klaus Hildebrand y Michael Stürmer) exigieron una comprensión teórica, de contextualización y de historización de la época nazi; protestaron, reclamando libertad de investigación, proponiendo que el genocidio judío no fue un crimen excepcional en la historia, sino que había sido precedido por las matanzas de Stalin en la Unión Soviética en la década de los treinta, que no sólo habían antecedido al Holocausto sino que también lo habían causado.
Por otro lado, el filósofo Jürgen Habermas (epígono de la rabínica Escuela de Frankfurt) impugnó desde el diario Die Zeit, junto con otro grupo de historiadores, estos argumentos revisionistas desde el universalismo democrático y el mecanismo ilustrado de la “crítica”, que siempre entiende la historia como memoria de frustraciones y, finalmente, como memoria de lo apocalíptico (22). Habermas condenaba todo intento de rectificar los términos más o menos consagrados de la acusación lanzada por los vencedores en la guerra mundial contra el pueblo alemán.
Nolte lo único que pedía –según advierte Ramón Bau– “es que los hechos referentes al pretendido holocausto se estudiasen con el mismo rigor y metodología que la ciencia histórica define para los demás hechos” (…)
“Cualquier historiador sabe cómo debe hacerse para estudiar y analizar un presunto hecho, las pruebas, las comprobaciones, los cuidados que debe tener en su demostración. Estos métodos científicos no son jamás exigidos para el tema holocáustico, y es más: cuando se presentan pruebas científicas contrarias a la versión oficial son rechazados y no aceptados en los tribunales o universidades, ´como insulto a las víctimas´. Esta es la pretensión del sionismo y las autoridades judías: no se puede estudiar el holocausto como un hecho histórico, no se puede dudar, no se puede presentar pruebas ni datos, es una Verdad de Fe, y su mera ´duda´ es un delito al ser un atentado contra el honor de las supuestas víctimas del Hecho Irrefutable. Es pues un tema ´no histórico´, no debatible por la Ciencia, es al fin un hecho religioso” (23).
Pues bien, este debate ocupó una buena parte de la opinión pública alemana desde 1986 a 1989, y al que tampoco fue extraña la polémica en torno a Martin Heidegger y el nacionalsocialismo, así, como más tarde, con el problema suscitado por la unificación de Alemania, tras la caída del muro.
Los principales temas de esta polémica entre historiadores fueron:
1.- El problema de la comparabilidad del nacionalsocialismo y del genocidio nazi.
2.- La cuestión: en qué medida el genocidio nazi puede ser interpretado como reacción comprensible frente a los exterminios masivos de los bolcheviques.
3.- La discusión de si se puede explicar la historia alemana con la posición geográfica de Alemania en el centro de Europa.
4.- El debate de si se puede y debe "historiar" el nacionalsocialismo; si se debe contemplar la época nazi desde la perspectiva de los contemporáneos o desde la perspectiva distanciada de los historiadores.
El Holocausto como religión de la democracia
La historia como memoria de lo apocalíptico es un reconocimiento que los judíos han impuesto como alternativa al optimismo del progreso y al sentido trágico de la épica heroica. Recordemos que Marx añadió a la concepción materialista de la historia el colofón apocalíptico, no por una simple analogía, sino por una combinación, una fusión entre el mesianismo judío y la teoría utópica de la revolución proletaria. Al advenimiento del Mesías corresponde la interrupción revolucionaria proletaria de la Historia.
Muchos escritores y filósofos judíos elaboraron a principios del siglo XX una versión romántica del mesianismo judío y de la utopía revolucionaria. Uno de ellos, Walter Benjamin, en su desesperada crítica moral y social de la ciencia y la técnica, llegó a considerar que “es necesario fundar el concepto de progreso sobre la idea de catástrofe. Que las cosas continúen ´así como van´ he ahí la catátrofe” (en su obra Charles Baudelaire).
Benjamin se adelantó así a lo que hicieron luego otros judíos, instrumentalizando el mito del Holocausto, piedra angular de la creación del Estado de Israel, el cual –como refiere el escritor judío Georges Corn– “aparece en la conciencia occidental como la justa compensación de la Historia, la cura de una gran herida en la marcha de la historia ´universal´(…) El retorno de Israel es entonces altamente simbólico en la conciencia occidental del progreso de la historia” (24),
El mesianismo forma parte sustancial de la cultura occidental; en esencia, supone un mecanismo que ha culminado en el mito del Holocausto como la religión de la democracia. Ello explica por qué las atrocidades, la injusticia y la violación de la naturaleza siempre van acompañadas de toda una arquitectura de fe que da cierta perspectiva al sentido del horror en que el hombre actual se debate. La siguiente etapa consistía en el establecimiento de la ideología estructuralista (creada, cómo no, por los judíos), la cual proclama abiertamente que el conocimiento de la historia era tan imposible como inútil. En consecuencia, el nihilismo y el relativismo triunfaron finalmente, como bastiones seguros frente al fanatismo ideológico, de tipo religioso o pagano.
Pero, ¿qué hay que obtaculice frente a ese torbellino al que la historia parece arrojar todas las tradiciones? ¿Acaso el hombre de ahora mismo no se aferra a espectaculares descubrimientos científicos, para hilvanar imágenes de catátrofes? ¿Acaso el futuro no aparece hoy como una pura extensión tecnológica de las posibilidades actuales, cuya función mítica es, no ya la crítica utópica del presente, cuanto la glorificación del orden tecnosocial existente, mediante la promesa de una automática difusión de los beneficios tecnológicos a todo el cuerpo social que por sí sola provocará efectos reguladores de las crisis latentes y los conflictos actuales manifiestos? ¿Acaso no son los judíos auténticos especialistas en trabajar la ironía apocalíptica?
Para los judíos, pues —empeñados en “fundar el concepto de progreso sobre la idea de catástrofe”, como quería Walter Benjamin—, la existencia acaba siempre asociándose al sentimiento de un oscuro, incomprensible destino, de una fatalidad y de una condena absurda que domina el conjunto de la condición humana. En consecuencia, la fatalidad acaba siendo explicada mediante estadísticas. ¿Acaso no se justifica ahora la fatalidad histórica como un cúmulo de hechos azarosos debido a intereses políticos, económicos o sociales?
Los judíos, por tanto, entienden la historia como progresivo ocultamiento, lugar de la caducidad y de la precariedad, legitimando finalmente el recuerdo del Holocausto como piedra angular de la identidad democrática. Es más, como nuevo “dogma del progreso”. Una memoria histórica que se convirtió en garantía, no sólo para que la República Federal de Alemania superase su herencia nacionalsocialista, sino para establecer en toda la comunidad democrática global un chantaje emocional estable y de buen funcionamiento. Porque se trata de mantener las preguntas (“¿Qué ha sucedido?”, “¿Por qué sucedió?”, “¿Cómo ha podido suceder?”) y de mantenerlas como exigencia de una vida pública democrática.
Sin embargo, ¿puede entenderse el presente de Alemania sin conocer su pasado nacionalsocialista? Recordar hoy aquel período buscando continuidad con el presente es un ejercicio difícil. En consecuencia, como el pasado cercano suele ser molesto, si se puede, es prudente eludirlo.
Por otro lado, al invocar el Holocausto los judíos se acogen a un estatuto capaz de garantizarles la impunidad por sus actuales abusos.
Este es el panorama actual. La gran historia ha muerto, dando paso a la historia económica, a la historia social y a la historia cultural. Y la influencia judía es clave para entender este cambio de paradigma en la investigación histórica.
A propósito de las teorías del “Fin de la Historia”
Es conocido el historicismo como falsa religión de los intelectuales, obsesionados unos por la idea determinista, otros por una concepción sociológica de la historia. El lema: “Si las teorías no coinciden con los hechos, tanto peor para los hechos”.
Pues bien, los acontecimientos de 1989 pusieron en entredicho —a juicio de Nolte—, no ya al comunismo como sistema social y político, sino algunas convicciones tan viejas en la cultura europea como el “sentido de la historia”. En este sentido, el historiador alemán se muestra partidario de una visión “trágica” de la historia.
A raíz del hundimiento de los regímenes políticos de la Europa del Este, surgieron toda clase de agoreros, videntes y oráculos, que proclamaron enfáticamente (no exenta de sensacionalismo y cinismo provocador) “el fin de la historia”, entendido ese final como el triunfo de la democracia liberal y la irreversible victoria del capitalismo.
Entre todos ellos, cabe destacar a Francis Fukuyama, cuyo libro “El Fin de la Historia y el último hombre” tuvo una extraordinaria difusión, gracias a una deliberada operación de marketing por parte de los centros de poder liberales estadounidenses, con el objetivo de renovar el optimismo histórico en la dinámica del devenir. No en vano, Fukuyama es subdirector del gabinete de estudios y planificación del Departamento de Estado norteamericano, al mismo tiempo que trabaja para la Rand Corporation, poderoso laboratorio de ideas (think tank).
Fukuyama (convertido más en un fenómeno social que un fenómeno intelectual) continúa ese oficio ritual típico de la modernidad consistente en invocar el futuro. Por tanto no es de su interés intentar vaciar el porvenir de todo contenido utópico. Por el contrario, cae en el inane triunfalismo: el triunfo de la epifanía liberal, esto es, del mercado, del liberalismo y de la globalización de la economía, señalando un horizonte de inusitada bondad y expectativas “paruxísticas” (si se nos permite el neologismo compuesto de las palabras: paroxismo y parusía)
Para Fukuyama el tiempo histórico es lineal y no cíclico. Influenciado por la vieja concepción teleológica (explicación en función de un fin) de la historia de Hegel a través de Alexandre Kojève (filósofo francés de origen judío-ruso, nacido Alexander Vladimirovich Kojevnikov, y que acabó como burócrata en la comisión de la Comunidad Económica Europea).
Si bien en el pensamiento de Hegel, el “final de la historia” significa un período de plenitud, Fukuyama defiende el fin del conflicto ideológico y “una universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.
Esta “fantasía lineal de la historia” (como diría Jean Baudrillard) tiene su origen en el postulado racionalista, cuya estructura exige que la historia camine en una dirección y posea un sentido: el de la superación de las imperfecciones de la realidad en un proceso diacrónico lineal dirigido hacia una meta, a saber, la perfección definitiva que es la racionalidad total. Según la tradición hegeliana, el avance del pensamiento se realiza a través de las estructuras dialécticas (tesis, antítesis, …) pero siempre revierte una linealidad que conlleva el progreso.
En este orden de ideas, el liberalismo, con su consideración de la historia como un proceso económico apuntando hacia un fin económico (el mercado mundial), hereda y acentúa, secularizándola, la tradición historicista judeocristiana. Un proyecto extremo que niega las diferencias nacionales, étnicas, culturales en el mundo futuro y ve el mundo que vendrá como el mercado planetario dirigido por las leyes económicas. Digamos que esta es la utopía liberal que existe desde la época de Adam Smith, y que en nuestra época se ha extendido por todo el planeta gracias a la universalización de las ideas de los economistas von Hayek y Friedmann.
Fukuyama afirmó que el proceso histórico tocó a su fin con el entierro de la “guerra fría”. Disuelta la URSS, el liberalismo occidental se proclamó único vencedor en la contienda ideológica. Esto supuso un disolvente para todos los países que, tras la desaparición de la amenaza totalitaria comunista, comenzaban a renacer.
Por tanto, el libro de Fukuyama (editado a lo largo y ancho del planeta en todos los idiomas) fue parte de una estrategia de desestabilización calculada y de engaño, con el objetivo de imponer un nuevo orden internacional basado en los principios de un dinámico pragmatismo. De hecho, todos los países del Este que salieron del yugo comunista creyeron que su historia realmente comenzaba a partir de 1989. Se habló incluso de recuperar el tiempo congelado. Es más —como dijo el filósofo francés de origen judío, André Glucksmann— “salir del comunismo es volver a la historia”.
“Todo el mundo respira ante la idea de que la Historia, asfixiada un momento por el dominio de la ideología totalitaria, recupera su curso de la mejor de las maneras con el levantamiento del bloqueo de los países del Este. El campo de la Historia se ha reabierto finalmente al movimiento imprevisible de los pueblos y a su sed de libertad”, dijo entonces Baudrillard (25).
Los acontecimientos quedaban abolidos por la información de los medios de comunicación con su inflacionaria inmediatez. La historia, por tanto, dejaba de ser lineal.
La cuestión era distraer la atención del mundo de la fase crucial de transición en Europa del Este y la URSS desde el estalinismo hacia la economía de mercado y el pluralismo político. Los cambios estratégicos fueron muy rápidos. Así, una vez deshechos los regímenes marxistas-leninistas, las expectativas alimentadas por las promesas de la comunidad democrática global se vieron defraudadas, dando lugar al retorno de secesión étnica, destierro y genocidio.
La arrogancia y la inquisición liberal que Fukuyama expresa es más que significativa, con el objetivo de decidir cuáles son las partes del viejo mundo que deben morir, y qué es lo que representa el futuro. En consecuencia, como todos los liberales, acaba colocando el apocalipsis por encima de la cosmogonía. Su obra sigue asentada en la conciencia del historicismo revolucionario. Por tanto, la historia no ha llegado a su fin, porque todavía no ha abandonado el carácter mesiánico de que la había dotado la idea de revolución. Porque no falla la utopía. Continúa creyéndose en la utopía hacia delante.
Constatado el vacío ideológico ¿quién cree encontrar en la revolución el sentido de la historia? No quedando certidumbres salvadoras, ¿qué recetas da el liberalismo para remontar la historia? Amar la incertidumbre (principio de la información), aprender de la propia experiencia y navegar contra el viento.
La incertidumbre filtra, desvirtúa y convierte a la historia en simulacro de la realidad. Ya no es posible afirmar la superioridad de una época sobre las otras, ni la de un modelo de sociedad sobre otros. Reina por doquier el escéptico relativismo.
La historia consiste ahora en una aproximación sentimental al pasado, aboliéndose cualquier característica que la considere como una disciplina, entre ellas: la toma de distancia. La historiografía judeocristiana se encarga de que siga prosperando la confusión entre memoria e historia, y de que se siga tiñendo el presente con pasiones no tamizadas por el tiempo, porque siempre quieren que la historia sea psicológica, apelando al substrato de emociones, pasiones y reacciones donde tienen su raíz los estados de opinión. Por todos los medios impiden que el oficio del historiador no proyecte sobre el pasado una mirada analítica, no selectiva y desprovista de tabúes, con el objetivo de que la memoria permanezca turbia. De manera que –por decirlo con palabras de Baudrillard—, “la historia ya no llega a sobrepasarse ni a soñar su propio fin; la historia se hunde en su efecto inmediato, se agota en sus efectos especiales, implosiona en la actualidad” (26).
Por tanto, no son ya posibles ni el silencio, ni los eufemismos, ni las coartadas, ni la neutralidad moral. Ante la dictadura cultural del judaísmo, que ve la historia como catástrofe continua, urge renegar de las lucubraciones que toda utopía suscita. Y volver al modelo básico del movimiento de lo real: lo cíclico, la estructura dinámica de lo natural, de los procesos de la naturaleza, donde cada parte recibe su sentido último a través de su relación con el todo.
NOTAS
1.- Cit. Por Helga Geyer-Ryan, “Construcciones contrafácticas: la filosofía de la historia de Walter Benjamin”, en Debats, nº 26, dic. 1988, Valencia, pp. 43-51.
2.- Ibidem.
3.- Pedro Carlos González Cuevas, “Tres libros de Ernst Nolte”, en Veintiuno, nº 33, Madrid, primavera 1997, pp. 137-140.
4.- Antonio Elorza, “El revisionismo de Ernst Nolte”, ABC Cultural, Madrid, 8-7-2000, p. 27.
5.- Ibidem.
6.- Antonio Morillas Esteban, “El papel de los fascismos y la polémica sobre la unicidad de los Holocaustos”, http://www.agongen.com
7.- Ernst Nolte, “Más allá de las barreras ideológicas”, en Françoist Furet y Ernst Nolte, Fascismo y comunismo, Alianza Editorial, Madrid 1999, pp. 25-26.
8.- François Furet, “Sobre la interpretación del fascismo por Ernst Nolte”, ibidem, p. 12.
9.- Shayj Abdalqadir al-Murabit, La primera guerra de los banqueros, Murabitun, Granada, s/f.
10.- Expresión acuñada por Shayj Abdalqadir al-Murabit.
11.- Ver: http://www.abbc.com/aaargh/espa/Vtizquierda.html
12.- Shayj Abdalqadir al-Murabit, Para el hombre que viene, Ediciones Ribat, Granada 1988, p. 23.
13.- Ibidem, p. 76
14.- Norberto Ceresole, “Palestina: la única víctima del Holocausto”, ver: http://www.ceindoeuropeos.com/palestina.htm, y http://www.abbc.com/aaargh/espa/ceres/Venezuela2000.html
15.- F. Furet y E. Nolte, Fascismo y comunismo, op. cit., p. 70.
16.- Ibidem, p. 97.
17.- Tzvetan Todorov, Memoria del mal, tentación del bien, Ed. Península, Barcelona 2002.
18.- Bernard-Henri Levy, “El caso Nolte: respuesta a Jean-François Revel”, diario El Mundo, 19-5-2000, p.18.
19.- Dicho sea de paso, Deborah Lipstadt, en su particular juicio por injurias con el historiador británico David Irving, reconoció que éste “está en lo correcto al indicar que los documentos contemporáneos, planes, correspondencia con los contratantes y afines, brindan poca evidencia clara de la existencia de cámaras de gas diseñadas para matar humanos”.
20.- Ver cita 12 de: http://clio.redirir.es/articulos/Problemas.htm
21.- Norberto Ceresole, “Conversaciones con Ernst Nolte”, en La falsificación de la realidad, Ediciones Libertarias-Prodhufi, Madrid 1998, p. 362.
22.- Valgan dos ejemplos: Uno del filósofo angloaustríaco de origen judío Karl Popper, siempre constante en su irónico canto a la relatividad del conocimiento, para quien “la historia es una sucesión de ideas idiotas” (ver Patxi Ibarrondo, “Karl Popper: La historia es una sucesión de ideas idiotas”, diario El Sol, Madrid 4-8-1991, p. 47). Otro ejemplo es la opinión del historiador judeobritánico Eric Hobsbawn, para quien “la historia es el registro de los crímenes y de las locuras de la humanidad” (Eric Hobsbawn, “Historia del siglo XX”, diario El País, 29-10-1995, pp. 18-19).
23.- Ramón Bau, “E. Nolte y el Debate de los Historiadores”, en Bajo la Tiranía, nº 38, enero 2002, pp. 13-14.
24.- Georges Corm, Le Prôche-Orient Eclaté —II. Mirages de la paix et blocages identitaires 1990-1996, La Découverte, París, marzo de 1997, pp. 227-228; citado por Norberto Ceresole, “El Mito del Holocausto y la conciencia occidental”, en La Falsificación de la realidad, Ediciones Libertarias, Madrid 1998, p. 333.
25.- Jean Baudrillard, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona 1991, p. 103.
26.- Jean Baudrillard, La ilusión del fin (La huelga de los acontecimientos), Anagrama, Barcelona 1993.
Yasin Trigo
(Publicado en la revista de Historia y pensamiento “Handschar”, nº 4, Año III, Otoño/Invierno 2002, Ponteceso (A Coruña), pág. 9-20)