(Composición hecha a partir de una portada literaria de J. Caro)
La historia de estos seres de condición contradicha y de voluntad incierta que son los intelectuales, ese gremio de los que han trocado el conocimiento en artificio y han sintonizado el compromiso con la conveniencia, es muy antigua. Desde un principio, los intelectuales han nacido siempre bajo el signo de protesta contra el poder, como si éste tuviera alguna titularidad cuando siempre se extiende insidioso. Siempre han creído que lo más efectivo es bajar a la arena política, «tomar partido», lo cual entienden como encarnar la mala conciencia de la sociedad, haciendo pues negocio literario con el recuerdo de algún pasado culpable y mezclándolo en los temas cotidianos.
Con el designio de abrir audiencia aquí o allá: designio de incoar un proceso, de armar un alegato o de reanudar, fomentar y dirimir una querella, los intelectuales han oscilando —en todos los casos— «entre el pesimismo de la razón y el optimismo de la pasión» o, lo que es lo mismo, «entre el optimismo de la barbarie y el pesimismo de la inteligencia» (según expresión de Gramsci), en definitiva, entre el idealismo («la razón al poder») y el cinismo («el poder a la razón»), con ópticas incisivas, intransigentes, lúcidas, pesimistas, porque como dice uno de sus voceros más atormentados (Cioran), pedirle optimismo a la filosofía es la más descarada hipocresía.
Con mucha experiencia de la vida, mucho cinismo, muchos desengaños, mucho egoísmo, muchos achaques, mucho humor, muchos excesos y muchos deseos de pequeños y egocéntricos placeres cotidianos, si alguna vez contribuyen los intelectuales a la formación de la conciencia política de un país, buscan crear, con paradójicas ansias, ebrias de eterno, una «opinión pública» cualificada que legitime sus pretensiones reformistas, en calidad de gestores sociales o ideológicos de la autoridad establecida. Sean cuales sean sus grados de oportunismo o de autopromoción, su oficio debe mucho a la capacidad que manifiestan para recusar la realidad, glorificando sin cesar las emociones negativas, las atmósferas sicopáticas que den dimensión a sus alaridos, a modo de chamán pero a la inversa.
Hay conatos literarios, contorsiones, desafueros e imposturas para todos los gustos. Desde hurgar en las llagas de la herida del hombre urbano para poner a la vista y escudriñar empedernidamente el mal, el dolor, la estupidez y lo sucio, hasta llevar –en la banalidad de los gestos– una cinta azul o roja en la solapa por tal o cual martingala, lo cual no supone más que uno de los modos de autoexculpación que no exigen demasiado sacrificio.
En todos los sentidos, la ética se manipula según lo que dicten las leyes del mercado. Así, ante el auge de los nuevos movimientos sociales (ecologismos, feminismos, pacifismos, etc.), según los afanes laicos de la modernidad, se trata de reformular una moral individual, a fin de que el hombre recomponga un nuevo orden amoroso o familiar o decida su propia muerte. Se impone, en definitiva, la teatralidad de los dilemas morales, como si la moral fuera ambulatoria. Y es que, en el fondo, se considera al hombre como la mayor enfermedad, de donde se trata de alentar a los jóvenes para que sigan los ideales por los que estar dispuestos a inmolarse. ¿Cuáles? Pues, la acrimonia, la insolencia o el abatimiento.
En todos los sentidos, se trata —en palabras de Algazel— de «el modo de proceder de los cortos de entendimiento, quienes afirman que algo es verdad según los hombres que lo dicen y no a la inversa, pues no son capaces de saber si un hombre dice verdad a partir de la verdad en sí. El inteligente, en cambio, sigue al señor de los inteligentes, Sayyduna ’Ali bin Abi Talib, cuando dice: «No conozcas la verdad atendiendo a los hombres, más bien conoce la verdad y conocerás a la gente»» (1).
Si tenemos en cuenta el discurrir histórico debemos citar, cómo no, a los goliardos, ese grupo de individuos de origen urbano, campesino y hasta noble, que atacaba cruelmente la sociedad de su época (siglo XII), y cuyo centro fue París. No hay que olvidar que la figura del intelectual como esclavo rebelde, liberto, nació conjuntamente con el crecimiento que en dicha época se produjo en las ciudades. ¿Cuántas veces, si no, desde entonces, los intelectuales se han identificado con las ciudades que sufren?
Sin embargo, el término «intelectual» surgió en torno a 1898 con el Manifiesto de los intelectuales que Emile Zola, Anatole France y Marcel Proust publicaron con ocasión del «asunto Dreyfus», siendo, a partir de esa fecha, cuando la protesta intelectual deja de ser sólo interior, nacional, para convertirse en internacional, conformándose una distinción histórica del intelectual como hombre desprendido, valiente moralmente, compasivo e insobornable.
Desde el «asunto Dreyfus» los intelectuales hacen de los intelectuales la clave del futuro; ya que no pueden ser nunca un grupo de gobierno, porque a priori se quieren mantener apartados de todos los «establecimientos» (en inglés, stablishments), se agitan a posteriori, con sus críticas políticas demoledoras, como fieles servidores de la comunidad democrática global que les tutela, gravitando decididamente en las actitudes, creencias y valores de la sociedad abierta. «Se forja así — según José Luis Abellán— la expresión “intelectual” como vinculada a una conciencia crítica de la sociedad que busca la transformación social con ánimo moralizante» (2). Desde entonces, pues, emerge sin cesar la «inquieta chusma cultural judía», que diría Nietzsche.
Dada la preferencia y el respeto tradicionales de los judíos por las ocupaciones intelectuales «determinó en gran medida –como observa la pensadora judía Hannah Arendt— una verdadera ruptura con la tradición, la asimilación intelectual y la nacionalización de importantes estratos de la judería de Europa occidental y central. Políticamente, significó la emancipación de los judíos de la protección del Estado. (...) Socialmente, los intelectuales judíos fueron los primeros que, como grupo, necesitaron y buscaron la admisión en la sociedad no judía. (...) En su búsqueda de un camino hacia la sociedad, este grupo se vio forzado a aceptar normas sociales de conducta impuestas por individuos judíos que durante el siglo XIX habían sido admitidos en la sociedad como excepciones a la norma discriminatoria. Rápidamente descubrieron la fuerza que abriría todas las puertas, el “radiante poder de la fama” (Stefan Zweig), que había tornado irresistible un siglo de idolatría al genio. Lo que distinguía la búsqueda judía de la fama de la idolatría general por la fama en aquel tiempo era que los judíos no estaban primariamente interesados ellos mismos en esa fama. Vivir en el aura de la fama era más importante que llegar a ser famosos; así se convirtieron en relevantes inspectores, críticos, coleccionistas y organizadores de lo que era famoso. (...) En otras palabras, los intelectuales judíos trataron, hasta cierto punto con éxito, de convertirse en el nexo de unión vivo entre los individuos famosos en una sociedad de los célebres, una sociedad internacional por definición, puesto que los logros espirituales rebasan las fronteras nacionales» (3).
Desde entonces, encallados en un camino de mezquindades serviles, los intelectuales desempeñan el papel de acreditar la ficción y de darle carta de naturaleza, hasta el extremo de creerse incluso representantes de un pueblo que no existe, tal como reivindica Christian Salmon, secretario general del Parlamento Internacional de los Escritores: «Si, como escribió Deleuze, una de las funciones de la ficción es “inventar un pueblo que no existe”, ese pueblo es el que representamos, somos el parlamento de ese pueblo, el parlamento de un pueblo que no existe» (4).
Si a esto se añade la doble operación llevada a cabo por Augusto Comte de haber transformado la ciencia en filosofía y la filosofía en religión, inaugurando así la edad de la sistematización social, el panorama no puede ser más desolador, siendo el proceso Dreyfus propiamente —como observa Ernst Jünger— «el enfrentamiento entre las fuerzas conservadoras y las demócratas, y el que hizo prosperar a estas últimas, lo que repercutió durante años» (5). Un proceso que Jünger consideró en 1943 como «un fragmento de historia secreta», una de esas cosas que «permanecen de ordinario en los laberintos que se hallan ocultos bajo los edificios políticos»; en suma, «un asunto tabú» (6).
Dentro de todo este complejo panorama, los intelectuales, como greña jacobina, reaccionan con viveza frente a posibles renacimientos fascistas y nazis, creando siempre coberturas al nihilismo. No hay que olvidar que el panfleto J’accuse de Zola —«el manifiesto fundante del intelectual del siglo», según expresión del intelectual sionista español Gabriel Albiac (7)— se escribió en defensa del oficial judío Dreyfus del Ejército francés, acusado de un delito de traición por espionaje que no cometió, sirviendo de «víctima propiciatoria» para provocar un espectacular brote de «antisemitismo», ese mito ambiental que los judíos alientan sin recato de vez en cuando para alcanzar nuevas cotas de poder civil en la sociedad. No deja de ser significativo, a este respecto, que al periodista judío-húngaro, Theodore Herzl —considerado más tarde como el padre del sionismo—, le sirviera dicho proceso, en el que estuvo presente, para escribir El Estado Judío, a fin de acelerar el proyecto de dotar a los judíos de nación y Estado propios.
A partir de entonces —parafraseando a Baudrillard—, «el intelectual crítico era el heraldo de la negatividad», pero pronto se convertiría «en el bufón de la disidencia» (8), en cuanto que aspiraba a conquistar una posición de poder propia en las lides políticas, obcecado en ver a las estructuras del pensamiento arraigadas en formas de vida social y a las ideas implicadas en cuestiones de intereses y de poder, covirtiéndose en mercenarios al mejor postor. Tesis consecuente, por cierto, con la tradición marxista que quiere «cientifizarlo» todo o, lo que es lo mismo, «problematizarlo» todo, ante la fascinación dionisíaca sobre el altar de la praxis: las determinaciones culturales, el amor al conocimiento e, incluso, las obsesiones metafísicas.
Según advierte muy bien Ernst Nolte, deben llamarse intelectuales a «aquellos que se plantean las cuestiones esenciales relativas al mundo, al hombre y a la historia, pero que no dan una respuesta sobre la base de una doctrina, sino que, antes al contrario, para ellos las preguntas son más importantes que los múltiples y diversos intentos de respuesta; aquellos para quienes el hombre y la historia son problemas más inquietantes que el mundo en el sentido de cosmos y el fundamento del mundo en el sentido de Dios» (9). De ahí el desasosiego, la angustia, la falta de seguridad interior de estos espíritus.
En este orden de ideas, el intelectual, a fin de rentabilizar la indignación, se convierte en un vendedor de bulas e indulgencias, ya sea como «intelectual orgánico» (Gramsci), «perro de guardia» (Paul Nizan), «clase especializada» (Lippmann), «observador frío» (Niebuhr), «mandarín» (Simone de Beauvoir) o «traficante de odio» (Enzensberger), de manera que —siempre a contrapié de sus propias ilusiones infundadas—, sus itinerarios a la deriva, sus sustituciones, sus compensaciones, una vez surcados los diferentes escenarios culturales (idola theatri), acaban apareciendo, al final, como orientaciones, rumbos, direcciones. Unos escenarios culturales, por cierto, estridentes, que imponen una aburrida alternancia, hasta el hartazgo, entre los intelectuales vernáculos con sus transfusiones masivas de puritanismo represivo, por un lado, y, por otro, los intelectuales progresistas con sus fatuos entusiamos, tomando por rebeldía lo que no es sino impaciencia. Sin embargo, y pese a dicha alternancia, los intelectuales, en general, siguen el lema que André Gide dijo en una ocasión: «los extremos me tocan», estimando más la personalidad proteica, aquella que acumula rasgos aparentemente incompatibles (disciplina y fantasía; estoicismo y hedonismo; moralismo y puritanismo; desesperación y diversión, etc.), y que sólo puede lubrificarse con el cinismo.
El panorama, pues, no puede ser más estéril. Los alegatos, los discursos, las recensiones, los ditirambos, las diatribas, suenan a hueco: nada que no sea indiferente, impersonal, transferible. La costumbre es la «tribuna libre» según el corolario: «hablemos de todo, no hablemos de nada; hablemos pues de otra cosa». Se trata, en suma, de degustar el placer que produce decir sobre lo dicho, para luego decir sobre lo que se ha dicho sobre lo dicho, etc., en una especie de vértigo que, al reunir tópicos mil veces manidos en un parloteo frívolo e irresponsable, desemboca casi siempre en una apología del desencanto.
En última instancia, como observa Jünger, los intelectuales «se precipitan en su miedo cual si fueran unos posesos y subrayan con franqueza y sin rubor los síntomas de ese miedo. Uno asiste a reuniones donde los espíritus discuten, en una especie de competición, qué es lo mejor: si huir, si esconderse, o si suicidarse» (10). Porque, ¿acaso no es cierto que, cuando piensan acerca de la orientación de la acción humana, siempre acaban jactándose de que ellos basan sus causas en nada, vamos que sólo sobre nada se puede avanzar?
El intelectual y sus banalidades ceremoniosas
Demudado por las sugestiones de una mente sombría, el intelectual es siempre un resentido que impregna su pensamiento de un voluntarismo sensual. ¿Cuántas veces no se lanza, decepcionado por el fracaso de las utopías progresistas, a una expiación pública de los errores del progresismo? Digamos que no es más que una variedad “espiritual” del intelectual judío, en cuanto que piensa y escribe agregando máscaras porque le duele la memoria en que disiente. ¿Acaso su condena no es ser consciente y en parte simpatizante del reverso de sus más delicadas afiliaciones? Es un hecho: todo su pensamiento y toda su escritura se vierte en los juegos holocáusticos, reconstituyendo en todo momento la escena de las exequias de sus muertos, como buen «empresario de derribos», según rezaba el título que León Bloy imprimió en su tarjeta de visita.
Por eso la actitud del intelectual demócrata es siempre irreverente e irónica, crítica y blasfema, desesperada y divertida, entre el encanto y la catástrofe, a fin de convertir en argumento la defensa de la solidaridad y el reto de la tolerancia para zanjar sin apelación toda exigencia ética revelada. De ahí que apele siempre a los principios estáticos, abstractos, desinteresados y racionales de la Ilustración (justicia, verdad, razón) y a la cultura como valor universal, a fin de que el hombre no se acostumbre nunca a la existencia, escamoteándole constantemente el origen y fundamento de la realidad, la finalidad de la existencia humana, la forma correcta de vivir, la otra vida después de la muerte; privándole, por tanto, de sus defensas y convirtiéndolo en una marioneta. De donde, como un voyeur de la decadencia, a cambio de cuatro patéticas prebendas, no descansa en reivindicar «una espiritualidad atea» para acabar, con el pretexto de denunciar los prejuicios, perpetuándolos. ¿Cómo, si no, vivir en esa conveniente disconformidad que tanto busca? No en vano, como «fanático del antifanatismo», enciende una vela a Voltaire en el altar de sus predecesores, apelando a su sonrisa espeluznante como un antídoto contra el dogma, convirtiéndose, entonces, en portavoz del resentimiento de la sociedad, sobre todo tras la victimización de los judíos y los intelectuales progresistas.
Con estos presupuestos, pues, nace el Parlamento de Escritores e Intelectuales (creado en 1993 por Pierre Bourdieu, Jacques Derrida, Salman Rushdie, etc.) que reivindica las mismas debilidades sentimentales del pensamiento político europeo que en 1935 surgieron del Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura (con Bloch, Malraux, Ehrenburg, etc.). Su presidente, el sociólogo Pierre Bourdieu, es muy explícito: «Hay que crear un “network” de gentes interesadas, que funcionen como una agencia de información, cada vez que se produzca una situación escandalosa que concierna a los intelectuales, para que éstos se movilicen, llamen a sus amigos en los medios de difusión, para que se hagan oír y actúen concertadamente en el mundo entero». Nace, en consecuencia, dicho Parlamento como guardián de los intereses corporativos de unos cuantos intelectuales o «hacedores de viento», en donde cada cual, por los pedantes meandros de los medios de comunicación, se erige en portavoz contra sí mismo de ideales que le desmienten. Porque, ¿acaso sus buenos propósitos no calman más que las «malas conciencias» de algunas minorías ilustradas?, ¿acaso cada instante no se les hace un atolladero sin salida? Todos, en definitiva, hacen apuestas por la incertidumbre. ¿Explicación del mundo? ¿Cosmogonía? ¿Cosmógenesis? ¡Bah —dicen todos—, mejor vivir de la comicidad del fracaso! Así, en constante monólogo elogioso siguen aquella «paradoja del mentiroso» expuesta por el escéptico filósofo de origen sefardí Francisco Sánchez: «yo digo que miento; si miento digo la verdad, si digo la verdad, miento».
En este contexto, ¿cuántas veces los intelectuales disidentes no han acabado funcionando en complicidad con las instituciones centrales del Estado? Porque se trata, en todo caso, de «fabricar el consentimiento» (según expresión del intelectual judío Noam Chomsky) frente a las alternativas (según todos, adversas) que van apareciendo en el horizonte (sobre todo el Islam), porque «el sistema valora considerablemente a quienes han visto sus propios errores y están ahora en situación de tachar a las mentes independientes de ser apologistas...(de cualquier totalitarismo)..., en base a la clarividencia superior adquirida de resultas de su juventud mal empleada. Algunos optarán por convertirse en “expertos” al estilo que articula con candor Henry Kissinger, quien definió al “experto” como una persona adiestrada en la «elaboración y definición (del) consenso (de...) su electorado», aquellos que «tienen un interés personal en las opiniones comúnmente aceptadas: después de todo, la elaboración y definición de su consenso a nivel elevado le ha convertido en un experto”»(11).
En este sentido, se valorará: mucho ingenio, buena pluma, ágil verbo; pero muy mala intención, siendo el caso más patético de intelectual el del «apóstata», definido por el filósofo judío Max Scheler de la siguiente manera: «es un hombre cuya vida espiritual no radica en el contenido positivo de su nueva fe y en la realización de los fines correspondientes a ella, sino que vive solamente en lucha contra la antigua y para su negación. La afirmación del nuevo ideario no tiene lugar en él por este ideario mismo, sino que es sólo una continua cadena de venganzas contra su pasado espiritual, que le mantiene de hecho en sus redes y frente al cual la nueva doctrina hace el papel de un posible punto de referencia para negar y rechazar lo antiguo» (12).
No obstante, una de las expresiones más comunes es la del intelectual como vanguardia del progreso social, según aquello de Marx de que «no es la conciencia de los hombres la que determina su existencia, sino, por el contrario, su existencia social la que determina su conciencia». Pero, entonces, «¿la libertad, para qué?», como dijo más tarde Lenin.
En fin. La sociología historicista, desde entonces y pese a todo, sigue interpelando a la intelligentsia, perdida en laboriosas retóricas. El caso es promover la primacía de la racionalidad; la separación de la vida intelectual y la vida cotidiana; la conversión de la cultura en asunto técnico, de profesionales. Para tal fin, se diseña una analítica materialista de la existencia humana, tomándose como base solamente la idea de «estructura», que no es más que un aspecto de la organización global de los sistemas. De esta manera, se apuesta por configurar la sociedad civil como un verdadero contra-poder, e imponerlo como un bien de consumo corriente.
Los intelectuales discuten, polemizan, sacan a la calle continuamente sus publicaciones que no hablan más que de innumerables crisis de todo tipo, endogámicas, debido a la ubicuidad multimediática. Cuando expresan sus opiniones sobre lo que acontece lo hacen con propósitos eminentemente doctrinarios, asumiendo la tarea propagandística fiel al libelo, esto es, a la prosapia y a la genealogía, perdidos en el anecdotismo particularista y en la chismografía de tertuliano y opinador.
Si –como decía otro intelectual judío, Claude Lauzmann, hace unos veinte años–, el intelectual burgués es un vendedor de ilusiones, éstas están hoy en oferta. El ejemplo más claro lo encontramos en la ilusión de la «voluntad popular», a la cual, desde algo más de dos siglos, se la quiere hacer depositaria definitiva de la legitimidad política. Quizá esto ayude a explicar lo que decía Nietzsche respecto a aquellos que acuden a los cines, teatros, salas de exposiciones y de conciertos motivados por «la angustiada huida del aburrimiento, la voluntad de liberarse por algunas horas, a cualquier precio, de sí mismo y de su propia mezquindad» (13).
Un intelectual será, en este régimen de valores, más cotizable si, por ejemplo, sabe ofrecer su personalidad y adaptarla a los requerimientos de la ideología del éxito social, la cual se alza siempre sobre el defecto común de creer que las «decisiones a tomar» implican necesariamente «juicios de valor» que expresan la aprobación o desaprobación de unos hechos, cuando, en realidad, los «juicios de valor» no son ni verdaderos ni falsos, simplemente expresan sentimientos personales. Aunque, como observa Baudrillard: «el glorioso movimiento de la modernidad no ha llevado a una transmutación de todos los valores, como habíamos soñado, sino a una dispersión e involución del valor, cuyo resultado es para nosotros una confusión total» (14). Y, como ya se sabe, a río revuelto ...
Al intelectual, pues, no le queda sino adoptar la ironía como la visión ambigua de una realidad que no se acaba de ver de manera clara. Porque la ironía le permite afirmar algo y a la vez negarlo («lo uno y lo otro»), a fin de no reconocer ninguna verdad absoluta. De donde, como mayordomo del poder, y dado a la interpretación mecánica con matices ideológicos o al puro coleccionismo de datos, según el modelo estadístico tan en boga, se aplica a comprarse una conducta para convertirla en mercancía dentro del gran comercio moral, regido siempre por la dialéctica de la confesión y del perdón. Digamos que se hace militante para acumular experiencias literarias, despreciando a aquellos que no adoptan dicha mentalidad. En última instancia, su falta de moderación le vuelve intemperante e incontinente, pronto a la injuria y prolongado en el resentimiento.
Entonces, comienzan a proliferar los «testamentos» contra la hipocresía intelectual, tan propios de la intelligentsia judía (recordemos solamente, a guisa de ejemplos, a Julien Benda, Gombrowicz, Chomsky). Digamos que los intelectuales judíos atacan siempre a aquellos intelectuales que subordinan el principio ético a la política nacional. Julien Benda considera en La traición de los intelectuales (1927) al intelectual moderno como elemento al servicio de la burguesía, en cuanto que está dispuesto a sacrificar principios éticos a cambio de influencia política o éxito práctico. En consecuencia, el verdadero intelectual –según esta lógica– debe sellar su autoridad moral con una derrota efectiva: el suicidio o el martirio. De ahí esa «hermeneútica de la sospecha» (de clara procedencia judía) con que se resuelve el intelectual en general, estremeciéndose ante la miseria y el potencial revolucionario de los pioneros de marginaciones (lúcidos y ácidos, provocadores y pacifistas, etc.), a fin de recuperar las víctimas frente a los verdugos vencedores, por aquello de que «nunca ha sufrido la inocencia; todo dolor es culpable», como dijo Hegel prologando a Antígona. Lo cual explica el mecanismo que anima actualmente a los intelectuales, apoyando grandes «causas humanitarias» para reforzar su poder y su reputación.
El intelectual se convierte, pues, en manipulador táctico de problemas de todo tipo, sin más mentalidad e ideal que su medro personal; dominado por sus aspiraciones de conquista, delación y baja policía. Digamos que, como técnico especialista de generalidades (lo cual, dicho sea de paso, constituye una manifestación consecuente con el principio: «sé cómodo para los demás»), adopta la postura cínica de crear problemas donde no los hay y, finalmente, acaba desembocando en la ideología de la opinión sin contenido, esto es, en la ideología del debate que no promete nada más de lo que procura, exponiéndose, por tanto, irremediablemente, a la voluntad de los partidos políticos o de los estamentos burocráticos del Estado.
Sin embargo, lo más simpático es observar al típico intelectual-arribista, quien, gozando la categoría de intelectual-funcionario del Estado, insiste en lo subversivo de su carácter, lo cual no deja de ser más que una expresión fiel de una voluntad «impotente» que le lleva a intentar demostrar frenéticamente que no es quien en realidad es, sino que se asemeja a lo que parece ser.
Este fenómeno del hereje o heterodoxo como categoría política o social ha sido ya estudiado de manera extraordinaria por Werner Sombart, quien llega a probar cómo «la heterodoxia en sí, ha sido evidentemente una importante fuente del espíritu capitalista, a cuya formación contribuyó con el fortalecimiento del espíritu de lucro y el incremento de la eficiencia en los negocios. Y precisamente por motivos bien tangibles: excluidos de toda participación en la vida pública, los heterodoxos se veían obligados a volcar todas sus energías vitales en la economía, pues sólo ella les ofrecía la oportunidad de crearse dentro de la colectividad la posición digna que les negaba el Estado. Tengamos además en cuenta que en estos círculos de «proscritos» la importancia que se le daba al dinero era mucho mayor que en los demás estratos de la sociedad, ya que para ellos el dinero suponía el único camino de acceso al poder (...) Los españoles decían sencillamente: la herejía fomenta el espíritu de los negocios» (15).
A todas estas clases de intelectuales hay que añadir, por último, al intelectual de título y borlas, tal y como lo define Rómulo Gallegos: «incapaz de una cultura amplia y literal, enmurado mental reducido al círculo del oficio o profesión, lleno de conceptos textuales, muy verboso y enfático, con muchas épocas de retraso en el criterio y con mucha idea pueril» (16). Es el intelectual que, perdido entre rumores y calumnias y exageraciones, organiza congresos, asociaciones, grupos, clanes y otros tinglados ad hoc para su propio medro y exhibicionismo. Así pues, introduce la filosofía en el marketing, de manera que desarrolla una especie de realismo crítico donde confinar los grandes problemas existenciales, convirtiendo el espacio cultural en un batiburrillo sincrético que muda mágicamente en ciencia humana de moda. La alternativa unívoca que adopta consiste en descomponer los asuntos en sus partes más simples, adoptando el método analítico (fenomenología, estructuralismo,...) en razón del parti pris ideológico.
De ahí precisamente esa manía de estereotipar a todo el mundo en compartimentos estancos: sociólogo, antropólogo, etnólogo, psicólogo, filósofo, comunicólogo, etc., que no impide su integración dinámica en los procesos sociales, siempre y cuando se deseche toda doctrina con pretensiones de grandes esquemas filosóficos, porque lo que se valora primordialmente es el énfasis en la racionalidad comunicativa y en la institucionalización del discurso práctico. En consecuencia, todos acaban organizando congresos, manifiestos, creando órganos de expresión y asistiendo incluso a conciertos con fines humanitarios para autopromocionarse. Superficiales e inoperantes —uando no oportunistas y ruines—, los intelectuales son beneficiados por la escenificación de sus emociones bondadosas, en donde, por cierto, curiosamente siempre hallan incómodo acomodo.
Si bien antes, al intelectual se le exigía un compromiso político, ahora le piden que enuncie un «proyecto cultural». Todo se remite, pues, a la cultura redituable con sus relaciones competitivas y frígidas. Al intelectual no le queda más que incurrir en la intimidación por medio del autobombo importantista, no quedándole más que la triste alternativa del esteticismo, el cinismo o el oportunismo, según la escuela o la fratría.
Y como en toda leva, en la leva cultural hay de todo. Intelectuales paniaguados o víctimas. Intelectuales clandestinos o declarados. Intelectuales autonómicos o municipales. No obstante haber intelectuales virtuosos y austeros que viven retirados y huyen de las distracciones y concurrencias, hoy lo que existen son asociaciones, más o menos tácitas, de intelectuales frecuentadores de cocktails-parties mundanos; teorizadores en «simposios» y «seminarios» de variada vitola, quienes: o bien se limitan a integrarse dentro del arrobamiento esteticista, o bien se instalan en lo que dictan las estadísticas, convirtiéndose en auténticos brokers de variadas fiducias, a fin de registrar la proliferación cancerosa de sus valores bursátiles en ese mercado de aciagos demiurgos que es el panorama cultural.
Todos se miran de soslayo, se vigilan y se espían. Ordenan sus estados de gracia y cuando se tercia, discuten, pero sin ser indulgentes y fraternos. Aprovechan cualquier descuido para enseñar incongruamente sus manifestaciones de intemperancia, estrupo y crápula. En el fondo, detrás de esa falsa sublimidad y trascendencia, la trayectoria general de la cultura se basa en la creencia de que el placer es un exceso de realidad, lo cual es sopesado siempre con un exceso de intelectualismo y con una continua proliferación del discurso masturbador. Así, «cuando todo se hace cultural —como advierte Baudrillard—, se llega al fin de la cultura como destino, al principio de la cultura como política, y a la miseria inmediata de esta política cultural» (17).
En un principio, la obra cultural comienza siendo un acto solitario, e implica la ruptura con todos los lugares comunes, de donde las conferencias, simposios, encuentros, enumeraciones, índices, roles, elencos, inventarios, repertorios, censos, etc., donde tanto hablar de cuestiones culturales sin incidir directamente en las cuestiones que deberían tratarse, acaba destruyendo la grandeza del mester. Si a esto añadimos que el público asistente a dichos actos culturales no exige mucho tiempo para otorgar su reconocimiento, queda todo previsto. ¿Acaso estos prebostes o intendentes asalariados no apuestan, con dichos actos, por una cultura que constantemente ensaya una despedida, tan angustiosa como demoledora? Máxime cuando a todo ello se agregan los imperativos del mercado editorial y su concomitante: la crítica literaria, que parece no leer sino lo que se produce al día, aparte la farsa y el arrobamiento histérico, menopáusico, de ciertas tonterías.
Por doquier, los intelectuales, en esa difícil situación de conformismo confortable y rebeldía acobardada, levantan tinglado ceremonial para jalear, loar, adular, ensalzar reputaciones efímeras e insospechadas. Sin duda, hablar de cualquier ambigüedad culturalista cuesta muy poco y exige poco trabajo; además es sumamente útil y barato ya que es fuente de fácil información para los medios de comunicación, lo que supone para el intelectual el prestigio de su divulgación. De ahí que la crítica cultural, carente de memoria, fabrique modas y convierta a la obra cultural en una mercancía fugaz. No obstante, si el conformismo es resignarse con lo probable, ¿cómo reflexionar sobre el presente para buscar lo posible? Nadie responde.
El tinglado ceremonial conlleva el hecho de que siempre se repiten las mismas cosas, siendo lo peor de todo el que se considere como cultura todo aquello que la invalida. Así, por ejemplo, se habla de los intelectuales y de los artistas, una vez muertos, de las cosas que se cree que aquellos dirían, lo cual es tener razón por interpósito cadáver. Pero no acaba ahí la cosa, porque siempre que los intelectuales se infiltran en dichos tinglados ceremoniales es para acoger la preeminencia; aposentar el mando; resguardar la propiedad; empinar la dominación; esconder la autoridad; despertar la vigilancia; encender la sospecha; transformar la calumnia; nutrirse de recelo; orientar la traición; envolver la malicia; fecundar la violencia dialéctica; exprimir la adulación; ensanchar la pusilanimidad; tensar el pavor; embriagar el furor; vestir la delación; inducir la intriga; adiestrar la falacia; alentar la altanería; llevar la querella; fortalecer el atropello; urgir la venganza; aforar la palabra; atontar la opinión; catequizar el pensamiento; enjutar la tristeza; refrenar la súplica; petrificar la impiedad; afilar la crueldad y cubrir la muerte espiritual en la farsa de un ámbito cultural tan inexistente como doloroso, tan imaginario como cruel.
El ámbito cultural no puede ser más insoportable, sirviendo sólo como pretexto o escapatoria para aquellos que buscan votos y para aquellos que quieren desgravar impuestos.
Por todo ello, no queda más que clausurar de una vez por todas el proyecto ilustrado de quienes entienden que la realidad está organizada en estructuras. No hay que darle más realidad a ese seudo-conocimiento que se desprende, tanto de las estructuras objetivas ocultas bajo los fenómenos aparentemente aleatorios o subjetivos (base del estructuralismo) como de las condiciones y presupuestos de todo saber (base del epistemologismo).
Los primeros se basan en los principios fundamentales de la ciencia clásica, como son el determinismo y la objetividad, que llevan al absurdo por delirio lógico toda clase de exposiciones reflexivas sobre todos los problemas de la vida, parapetados en mañosos ideales, en razones de pie quebrado, en retóricas empalagosas.
Los segundos, en cambio, dejando al margen la sociología historicista, esto es, la martingala dialéctica del marxismo, van en pro de lo que podría calificarse de epistemología de las encuestas y cuestionarios.
Pero, tanto unos como otros, o bien se limitan a la conquista de las instituciones políticas, como obedeciendo a intenciones de buena conducta de aspirantes a cargos burocráticos, a fin de llevarse una sinecura; o bien cumplen la función de acotar y definir los precisos límites de las instituciones políticas, incapaces en sus juicios de ir más allá de proponer soluciones a problemas estrictamente administrativos. Todos utilizan los mismos recursos para legitimarse demócratas y, a partir de ahí, criticar los defectos del sistema en función de una pureza democrática (es decir, en la asunción de unos valores exclusivamente «humanistas») y en virtud de no sé cual necesidad histórica. Todos, al fin y al cabo, firman contra “la degradación de los derechos democráticos y ciudadanos”, a fin de reivindicar «el ejercicio de la crítica». De ahí al fariseísmo y a la majadería sólo hay un paso.
Absorbidos por la implantación de poderes políticos centralizados y por el desarrollo de identidades nacionales, «la esfera política —como observa Baudrillard— (y por extensión la intelectual) vive sólo de una hipótesis de credibilidad, a saber: que las masas son permeables a la acción y al discurso, que tienen una opinión, que están presentes tras los sondeos y las estadísticas» (18). De esta manera, al intelectual-rentista o ecléctico laxo, convertido fácilmente en fiscal de los defectos del modelo democrático, le es dado la difusión de los derechos de participación cívica, de las formas de vida urbana y de la educación formal, etc., a fin de sostener instancias de poder capitalizado. Es la única manera posible de escalar posiciones en el medio cultural: o llevar la reserva de agua en la jiba de demócrata temido, maldito, adorado, adulado o despreciado; o buscar un lugar en el equívoco generacional, porque esta sociedad, incluso, paga en prestigio y dinero los trallazos cínicos y brillantes de los más insolentes, los cuales, ante el desarrollo pujante de la ciencia y la técnica, acaban por entreabrir las puertas a aquello que negaban, sino con las mismas premisas y los mismos esquemas de inferencia, sí al menos con los habituales desenfados un tanto volterianos.
Efectivamente, la institucionalización política de la cultura es un problema para la reflexión. Y no se trata de ser más o menos intelectual, sino de volver a coger las riendas de la existencia, máxime cuando por todas partes estamos ante la negación de la autonomía del hombre respecto a la ciencia y a la técnica. Sin embargo, no sólo basta con enunciar el papel del intelectual como somnífero de la conciencia democrática, sino que es necesario desenmascarar las contorsiones, desafueros e imposturas de la Ilustración, hasta despojarnos del «hombre estructural», ese que anda siempre autojustificándose continuamente para vivir, instando todo tipo de prêt à penser redituable, en variadas publicaciones que al final acumulan los anuncios para ilusionistas de variada vitola y budistas de fin de semana, entre cursos para aprender técnicas chamánicas, viajes mágicos a Machu Pichu o a la selva del Amazonas, a fin de desahogar en sándalo las caídas de su intensidad diaria.
En resumidas cuentas, y dado que pensamos para actuar, nosotros siempre apostaremos por aquellos que, con rotunda hombría, inexorables en su anónimo, no rinden un centímetro de su terreno para ir hacia el público; aquellos que, con hosquedad, no postulan el encanto fácil, sino el conocimiento de los orígenes de la expresión, exaltando la exigencia ética de lo social sin embrollar los propios discursos en pendejadas oportunistas y ruines; aquellos que no admiten, para su pensamiento y su acción, otra envoltura que la que ellos mismos escogen y ordenan, de una manera dura, viril y severa, con notable beneficio y amedrentadora insumisión, al margen de los embalsamadores de la cultura, y más allá de todas las denegaciones prosaicas de lo cotidiano. ¿Cómo, si no, señalar el camino y guiar al viajero?
A todos los artificieros del pensamiento nos encomendamos.
Antonio José Trigo
(Ensayo corregido del publicado con el título “Intelectuales: los mayordomos del poder”, en mi libro “La Sociedad Posmoderna”, Claves Latinoamericanas & Instituto Politécnico Nacional, México D.F., 1992, pp. 169-177)
NOTAS
(1).- Algazel, Confesiones, Alianza Editorial, Madrid 1989, p. 55.
(2).- José Luis Abellán, «El intelectual de hoy a la luz del 98», El País, 18-8-1999,
p. 11.
(3).- Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (Tomo 1: Antisemitismo), Alianza Universidad, madrid 1987, pp. 88-89.
(4).- Christian Salmon, «Contra la tiranía de lo único», El País, Madrid 2-9-1998,
p. 34.
(5).- Ernst Jünger, en entrevista de Luis Meana, «La memoria del siglo», en
suplemento Babelia de El País, Madrid 25-3-1995, pp. 4-5.
(6).- Ernst Jünger, Radiaciones (Diarios dela Segunda Guerra Mundial), vol. 2,
Tusquets Editores, Barcelona 1992, p. 42.
(7).- Gabriel Albiac, «“J’Accuse”... No ser cómplice» , El Mundo, Madrid 13-1-1998,
p. 4.
(8).- Jean Baudrillard, La izquierda divina, Ed. Anagrama, Barcelona 1985,
pp. 113-114.
(9).- Ernst Nolte, Nietzsche y el nietzscheanismo, Alianza Editorial, Madrid 1995,
p. 13.
(10).- Ernst Jünger, La emboscadura, Tusquets, Barcelona 1988, p. 65.
(11).- Noam Chomsky, Ilusiones necesarias (control del pensamiento en las
sociedades democráticas), Ed. Libertarias/ Prodhufi, Madrid 1992,
p. 63.
(12).- Max Scheler, El resentimiento en la moral, Ed. Caparrós, Madrid 1993,
pp. 49-50.
(13).- F. Nietzsche, «El drama musical griego», en El nacimiento de la
tragedia, Alianza Editorial, Madrid 1982, pp. 200-202.
(14).- Jean Baudrillard, La transparencia del mal, Ed. Anagrama, Barcelona
1991, p. 16.
(15).- Werner Sombart, El burgués, Alianza Editorial, Madrid 1986, p. 299.
(16).- Rómulo Gallegos, en Una posición, Vol. 7, pp.107-108.
(17).- Jean Baudrillard, Las estrategias fatales, Ed. Anagrama, Barcelona 1984,
p. 59.
(18).- Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, Ed. Kairós, Barcelona 1984, p. 143.
29/3/09
Los intelectuales: empresarios de derribos
Publicado por Antonio José Trigo en 11:33
Etiquetas: La sociedad cafre