Publicación enraizada en el disenso, que intenta colaborar en la creación de otro sentido al dado y establecido en el orden político, económico, social y cultural.
1/12/08
Semblanza de un hombre honesto
(En recuerdo de mi padre, Antonio Trigo Melo, Lora del Río, 12-7-1930 / 16-12-2007)
La deuda más importante de una persona es la que siente hacia sus padres por el amor, el sacrificio y las atenciones que ha recibido desde la infancia hasta la edad adulta. Por eso es conveniente hacer descender sobre ellos el ala de la humildad y de la ternura, y decir: “Señor mío, ten misericordia de ellos al igual que ellos me criaron en mi niñez” (Noble Corán, 17, 24-25). Por eso hay que honrarlos, y honrarlos significa varias cosas: conocerlos, analizarlos, desmontarlos, darles las gracias, quererlos, etc. Y aún más cuando nos faltan, cuando hay un hueco, un nudo, un vacío. Es la mejor manera para que una pérdida se fije a cambio de una ganancia. Porque si avivamos el recuerdo de nuestros padres muertos, éstos pueden ayudarnos mucho. De lo contrario, su recuerdo se convierte en un simple “despojo de un alguien”
Ahora bien, si tenemos en cuenta que unos hijos heredan cualidades de sus padres, otros psicopatologías (casi siempre productos de las distorsiones entre los méritos y las deudas en la relación o, si se prefiere, productos del desequilibrio entre los afectos y las atenciones, por un lado, y las deudas y las obligaciones, por otro), puede decirse que la muerte de un padre con tanta personalidad y carácter “deja libre el camino al alma para crearse o para destruirse” (James Hillman). Y allá cada cual si quiere comprender y meditar estas palabras. Habrá quien se esfuerce en desarrollar las cualidades latentes que subsisten en él, como hace la gente noble, y habrá quien —sin pensar nunca en su impericia— prefiera abandonarse y no conocer más que el fracaso y las desilusiones, como un simple insensato.
En mi caso, estoy muy agradecido a Dios por darme el padre que he tenido, porque entre tan innumerables cosas me concedió una infancia feliz, hasta el punto de considerarla la región más transparente de mi vida. Dada su pasión por el paseo, la caminata, y el amor a la naturaleza, desde muy pequeño, a la menor oportunidad, me llevó al campo. Y así durante muchos años, cada año acompañado con un hermano más: paseos por la alameda del río, por la Mesa de Archidona; cortas acampadas en la alameda Herrera en la desembocadura del Churre, en la Ribera del Parroso, en la Ribera del Huéznar; largas acampadas en el pantano de El Pintado en Cazalla; estancias navideñas en la Ermita de Setefilla, etc. Luego vinieron los campamentos de la O.J.E. (un movimiento de voluntariado que tuvo su origen en julio de 1960), donde aprendimos lo que es la convivencia con otras personas, pero sobre todo a respetar la naturaleza.
¿Hay algo mejor que llevar al campo a un niño para enseñarle que el hombre, para vivir, necesita extensión y perspectiva? Esta fue la primera enseñanza que me dio mi padre, y que hizo de mi infancia ese estado del alma que se eleva por encima del vacío. Porque nada como ser niño y percatarse del paisaje como espacio revelador de lo inmenso, para enseguida sentir la necesidad de expandirse, de conquistar espacios.
Yo era un niño viejo y un cachorro de tigre. No en vano, mi padre me apodó “tigre iracundo”. Cada hermano tenía su respectivo apodo (siempre un nombre de animal seguido de un adjetivo calificativo), que resumía —según él— las características de la personalidad en ciernes de cada uno, y que funcionaban a modo de emblemas con los que traducía el espíritu de cada hijo en su ansiedad de integrarse al mundo, de ponerse de cara a la vida.
En esa época encontré un refugio seguro, reforzado por su carácter protector y por su conocimiento práctico de la naturaleza. En el seno de esa región tan transparente conocí de su mano el murmullo múltiple de las aguas del río, la intrincada espesura de la vegetación, los nombres de las flores silvestres al lado del camino, los devaneos de las nubes del atardecer, el orden de las aves migratorias, y tantas y tantas cosas ante las cuales me maravillaba, me inclinaba, seducido por su belleza.
No tardé mucho tiempo en comprobar que el discurso de mi padre estaba inserto en el discurso de la naturaleza. Por ejemplo, bien sabía él que la naturaleza de un árbol no puede ser cambiada mediante la poda de sus ramas, sino que es mejorada únicamente mediante la mejora de la tierra en la que crece, o mediante el injerto. Una pedagogía que aplicó siempre a varias generaciones de jóvenes loreños cuando les enseñaba cómo hacer deporte, tratándolos con el fuego de la valentía, el entusiasmo y la fuerza para expandir sus corazones, y con el agua de la virtud, el genio y la bondad para disolver los residuos del carácter. Porque como ya se sabe: si la semilla no es tratada con calidez y humedad, será inservible. Sólo más tarde llega el tiempo de juzgar al árbol por sus frutos.
Su estilo formativo rechazaba tanto la “mística del cuerpo” como la obsesión moderna por el “record”. Para él, la recompensa del juego deportivo no era el producto de una destructiva agitación, sino una expresión de señorío. Esto quiere decir que, en el fondo, lo que daba la medida del triunfo era la virtud que cada uno ya poseía en sí y de antemano. En otras palabras, el triunfo, la gloria, la medalla o el trofeo, ya se tenían dentro, incluso antes de los partidos, de los juegos, de las competiciones, de manera que el ejercicio físico no era otra cosa sino el resquicio por donde los jóvenes podían visualizar la manifestación de una victoria ya conseguida antes de ser mostrada.
A este respecto, jamás oí a mi padre decir que somos lo que conseguimos o que valemos lo que tenemos. Estas creencias eran para él auténticas falacias. El verdadero éxito era el obrar noble, libre y generosamente, sin reclamar mérito alguno por lo que ha hecho y sin apegarse a los resultados (ya sea el afán de éxito o ya sea el temor al fracaso). Una austera creencia moral que corresponde a la del hombre honesto y que ya fue explicada con claridad por el gran estoico Séneca, cuando dijo: “El hombre honesto hará aquello que honestamente creyere que ha de hacer; lo hará hasta sin percibir salario y aun cuando sea cosa trabajosa; siendo cosa perjudicial y siendo arriesgada también lo hará. Y al revés, lo que es deshonesto no lo hará, aunque se le ofreciese dinero, deleite o poder”.
Así pues, mediante el ritual de un nuevo nacimiento por el agua y por el fuego o, lo que es lo mismo, por la actividad limpia, desnuda, desprendida y desinteresada del juego deportivo, mi padre no hacía más que continuar un modelo ritual que nos viene desde los antiguos Juegos griegos. Lo importante era (y es) el juego antes que nada, realzando así el noble lema olímpico: “lo que importa es participar”, una actividad que rompe con la idea de provecho o interés individualista que tiene su fuente en la vanidad. Esto explica con razón por qué se fue retirando poco a poco del mundo del deporte a medida que éste se entregaba a la mentalidad ávida, soberbia, mercantilizada, cuantitativa, superficial, sin estilo ni belleza.
Sin entrar a detallar las muchas singularidades de su personalidad, estuvo toda su vida cumpliendo al pie de la letra un enunciado de tradición estoica que dice: “No quiero nada para mí que no sea para los demás”. Ese fue el motor que le impulsaba al cumplimiento del deber, a la realización de aquello que consideraba justo y necesario (1). De ahí que cuando supo que la base fundamental del ideario de la O.J.E. era el servicio a los demás (como hacía patente su lema “Vale Quien Sirve”), entró a formar parte de esta organización educativa llegando a ser su delegado local.
Efectivamente mi padre fue, ante todo, un estoico, porque siempre cumplía sus deberes sin esperar recompensa. “¿Hice algún beneficio a la sociedad? —se preguntaba Marco Aurelio—. Pues ya tuve con ello mi galardón”. Y aún más: “¿Qué arte profesas? El de ser hombre de bien”. Por eso no es casual que cuando le regalé, con motivo de su 70 cumpleaños, el libro “Meditaciones” (Editorial Debate) de este emperador romano adscrito a la filosofía estoica, se identificó plenamente con esa alma despojada de toda vanidad, mostrándome su gratitud por dicho regalo en muchas ocasiones. Para él, como para los estoicos, el objetivo inmediato y urgente era la búsqueda de una orientación moral, viviendo la vida de manera conforme a la experiencia de los sucesos naturales, prefiriendo el ingenio, el arte y el progreso, a la salud, la riqueza y la gloria. Porque la reputación no es nada, sólo importa el testimonio de la conciencia.
No obstante, a su carácter estoico se le adherían algunos rasgos de escéptico, pero escéptico en el pleno desarrollo de la etimología del término, esto es, “alguien que se dedica a observar”, “alguien que está abierto a cualquier forma de pensamiento, sin aferrarse a ninguno”; en definitiva, alguien que indaga e indaga hasta cumplir con su tarea, siendo consecuente, en todo momento, con lo que dice, piensa y cree, pero sin poder afirmar la existencia de un principio que lo gobierne todo, aunque lo persiga con afán. ¿Pero no es verdad que a quien cumple su tarea nunca le falta Dios?
Con estos rasgos de su carácter, desde muy pronto se encaminó a forjarse una educación plenamente autodidacta (2), única manera de ahuyentar esa proyección turbia y violenta de la guerra civil que le dejó sin padre a la edad de seis años. Con esta carencia fundamental estuvo obligado a crearse a sí mismo, yendo en busca de ese espíritu que le garantizara su papel en la existencia de una manera auténtica, con el objetivo de ser aceptado y legitimado, no ya sólo por él mismo, sino por la sociedad. De manera que puede decirse que en el ejercicio de la educación física, primero, y luego, en la promoción deportiva, encontró la liberación de aquella tragedia.
Su formación educativa se basaba en la noción de la realización de uno mismo: se trataba de construirse y ser responsable. En consecuencia, el enunciado que transmitía fue siempre: “Hay que ser uno mismo”. Que era como decir: “Tú eres la materia misma de tu vida”. En este punto, podría decirse que mi padre, sin saberlo, cumplía las cuatro reglas del trabajo alquímico: 1.- Sigue a la naturaleza. 2.- Primero conoce, después actúa. 3.- No utilices procesos vulgares. 4.- Mantén el fuego ardiendo constantemente. Reglas que aplicó, no sólo a sí mismo, sino a todos aquellos que estuvieron cerca de él. Porque la alquimia (por si todavía algunos no se han enterado) no es más que una ciencia cuyo objetivo es purificar las intenciones y el corazón, orientando la voluntad únicamente hacia el bien. Lo de convertir el plomo en oro es una metáfora perfecta que explica ese proceso de transformación del carácter que va de lo indigno a lo noble.
Sí, había que ser uno mismo, pero teniendo en cuenta una serie de valores o principios fundamentales, entre los que destacamos la sinceridad, la honestidad y la justicia, que él practicó sin falsas bondades. Sobre estos valores compuso su espíritu de servicio en el dominio de la vida social y política, con gran dignidad. Porque si la honestidad es la mejor política, como dice un refrán (3), mi padre siempre entendió la política como voluntad de servicio y no como voluntad de autoservicio, como suelen hacer quienes en lugar de servir a los demás, se sirven de ellos para satisfacer sus propios intereses (reconocimiento, prestigio, poder y estatus social y económico), no escatimando esfuerzos para luchar contra el adversario con delaciones, denuncias falsas, procesos irregulares y listas negras, presentándolo siempre como un sospechoso, un obstáculo o un enemigo, nunca como un cómplice o un semejante.
Su actitud, a este respecto, fue siempre íntegra, no entrando en el juego de la política institucional, hasta el punto de rechazar en dos ocasiones las solicitudes para ser alcalde por parte de dos partidos políticos. La política para él, por tanto, como el juego deportivo, ya no era una actividad limpia, desnuda, desprendida y desinteresada, sino un juego sucio entre vendedores de humo muy elocuentes, donde todos discuten sobre lo que debe ser el hombre de bien, cuando de lo que se trata es —como diría un estoico— procurar serlo realmente.
¡Cuántas ocasiones he sido testigo desde mi juventud de su franqueza al prevenirnos tanto de aquellos hombres que tienen doble rostro, como de aquellos que tienden a la verborrea y a la confusión! ¿Hay algo más vil y más indigno que el engaño y la mentira?
Decidió, por el contrario, operar una auténtica segregación de sí mismo en relación con el mundo exterior, retirándose paulatinamente del ámbito social y político, para ir, como a puerto de salvación, a sí mismo como el mejor lugar para ordenar su alma con serena melancolía. Dicho de otra manera, decidió cambiar el punto de fuga en su proyección, no hacia fuera, sino hacia sí mismo, despidiéndose interiormente de un mundo exterior que cada vez estaba más poblado de conciencias turbadas y de doctrinas contradictorias.
Y así hasta el último año de su vida, dedicado casi por completo —pese a las dificultades y obstáculos de sus enfermedades, que afrontó con extraordinaria entereza, haciendo converger sus sufrimientos hacia la meta suprema—, a poner su legado en orden con un amor y una generosidad callada dignas de alabanza, de tal manera que nos va a deparar gratas sorpresas cuando vayamos poniendo en claro sus numerosas carpetas para construir su biografía.
No obstante, queda la incertidumbre de si su ejemplo, tan característico de una época, no pasará de moda, pero dudo mucho que su recuerdo y su enseñanza pierdan alguna vez su vitalidad. Por lo que a mí corresponde, haré que perdure como nueva savia en el leño reseco.
Las alabanzas a Ti, Señor, por Cuya alabanza obtiene su entero propósito el que algo procura.
Señor mío, ten piedad de mi padre al igual que él me crió cuando era pequeño, y perdónale todas sus faltas.
Haz, Señor, que nuestro hábito sea aferrarnos al comportamiento de la gente noble.
NOTAS:
(1).- Resulta curioso que el nombre de la única logia masónica que hubo en Lora del Río y a la que perteneció su padre, José Trigo González, se llamara “Mártires del Deber”. Una información que no conoció hasta mediados de los años noventa.
(2).- Y digo plenamente autodidacta, pese a los numerosos cursos particulares que hizo, porque un autodidacta es aquel “que lleva a cabo un auto-proceso de enseñanza-aprendizaje partiendo de su juicio crítico de los conocimientos adquiridos y por adquirir”, según definición perfecta de Juan Antonio Fuentes Esparrell.
(3).- Y si “las cosas honestas son las más útiles”, como dijo Quintiliano, mi padre dejó a su paso por esta vida innumerables cosas útiles: utensilios, muebles, instrumentos, artefactos, artilugios necesarios y convenientes en una casa, hechos de modo sobrio y sencillo.
Antonio José Trigo Cervera
(Publicado en la Revista de Feria de Lora del Río, Mayo-Junio 2008, pág. 39-41)