27/12/08

Israel: claves de una situación intolerable

arabe muerto en estrella David


“Ninguna persona, ya sea escritor, ya sea político o diplomático, puede considerarse maduro hasta que no haya tratado a fondo el problema judío” (Wickham Steed)



Vivir el pasado en presente


Ante las contradicciones de ese Estado-conciencia llamado Israel que muchos observan, no podemos dejar pasar la posibilidad de cuestionar el problema que afecta a la conciencia de todos nosotros, y precisamente porque afecta a la conciencia de todos nosotros.

Retomemos, pues, el hilo de la historia. Comprobamos cómo los judíos se apartaron de la enseñanza de su profeta en épocas bíblicas, fabricando un becerro de oro. Jesús fue un profeta judío, enviado para restaurar la verdadera adoración a Dios entre su pueblo, que había caido -ya entonces- en profundas desviaciones del camino profético. Es más, los judíos todavía creen en la venida del nuevo Mesías, dado que reducían a Jesús como precursor y, en consecuencia, las esperanzas a él vinculadas, se transfieren a una segunda venida. De esta manera, los judíos mantienen la obsesión de sentirse pueblo destinado por Dios para ser eje de la historia (léanse versículos 40-56 de Isaías), entendiendo la historia como manifestación de Dios, de un Dios inmanente, que regula un determinismo riguroso, y a Israel como reino de las finalidades: el reino kantiano de Dios, que se reduce a una es-pecie de República moral y del futuro.

En realidad, la espera del Mesías es la coartada de los judíos que niegan la realidad de su apostasía. Y como ya ha sido observado, esa actitud es sin duda la ruina de “la humanidad”. ¿Cómo habríamos “apostado” nosotros por el Estado —parecen decir los judíos— sin ayuda de la “esperanza” en el Mesías por llegar? Como dice la expresión popular: “mientras hay vida hay esperanza”, lo cual expresa para el judío que se cree vivir, no bajo la constante actualización de unas formas tradicionales, sino sobre la perspectiva de un mundo lejano que “todavia no es”, pero que “ha de venir”.

Por tanto, Israel se concibe como una república moral y del futuro, desviándose así de la doctrina profética original. Para ello se establece esa dialéctica entre degradación y resurrección, la cual da medida de la civilización moderna. Y es que al judío, en suma, avergonzado de su falta, de su apostasía, frente a la limitación de la vida que amenaza, no le queda más remedio que humillarse, pero no ante Dios, sino ante sí mismo, aceptando por ello “lo trágico” de la convicción humana, viviendo en un lugar de exilio, buscando refugio en los propios pensamientos, en una vida aislada y valorada según propios moldes. Se castiga y se recompensa a sí mismo, con lo cual inhibe y refuerza su conducta, según la ley pavloniana del condicionamiento, corolario de muchos de sus siniestros sistemas de control sociales.

Es de esta manera que la transgresión se convierte en lamentación y la obediencia en justificación. Así, tras la exacerbación del sufrimiento y la ruina de la vida, lanzan toda clase de transpersonalismos salvadores. Los judíos, por tanto, son amoladores de sí mismos, con el incesante alza y baja de sus imprecaciones, quejas, protestas, en espera de una remisión, una absolución. No hay más que pasearse por la literatura de los escritores denominados “expresionistas” (judíos, en su gran mayoría), perdidos en impulsos místicos que se resuelven y expresan de manera totalmente secularizada, los cuales explotan las flaquezas, las cobardías y las debilidades, con una gran dosis de desprecio, urgencia, pena y euforia, teniendo como objetivo la negación, esencialmente paródica; el carácter pesimista que permea ciertas situaciones, que al “desautomatizarse” presenta las cosas mediante oposiciones, contradicciones, exageraciones, etc., lo cual no hace más que levantar acta de toda clase de emociones de expectación (miedo, terror, espanto, desesperación, esperanza, confianza). Son los “modelos” de esas personas, quienes optando por “vivir peligrosamente” (Nietzsche), muestran claramente esa tendencia a la autoconmiseración, esto es, a la introyección de la culpa y la autoacusación, que despierta la necesidad de la expiación para destruir los efectos de la culpa y borrar, si es posible, la culpa misma, mendigando el perdón. Todo parece depender, pues, de la fuerza que surja de una debilidad más reconocida que tergiversada. De hecho, los siniestros personajes de esta espasmódica literatura “expresionista” copian los remordimientos de debilidad de los hombres modernos, guiados por la obsesión ante el fenómeno de las decadencias. Vienen a decir, en definitiva, que hay “hombres ínfimos”. No es de extrañar, por tanto, que se adscriban a las doctrinas del resentimiento (marxismo, freudismo,...).

En resumidas cuentas, lo que comparten, pues, estos escritores “expresionistas”, es una visión carnavalesca de la realidad, pero sin formas simbólicas, por lo que se instaura temporalmente la realidad al revés. En fin, la posibilidad de un absurdo es ya en sí misma un absurdo. Tal es que dominan las imágenes de podredumbre y decrepitud, las pesadillas catatónicas, volviéndose todo inhóspito en un mundo de ilusiones perdidas. La cuestión parece ser invocar la perversidad del hombre para fundar la coacción, Pedir al sufrimiento un disfrute, una fruicción, que pronto genera el odio, disfrazado normalmente en la predisposición a gozar en el mal.

Por tanto, ¿quién que tiene ojos no observa, tras lo antes dicho, cómo los judíos disfrutan reabriendo las viejas heridas para extraer de ellas el pus? ¿Cómo describir, entonces, el conflicto palestino-israelí, sin remitirnos al problema de los fines y los medios? ¿Cómo no recordar que el principio: “el fin justifica los medios” empezó a oírse por vez primera tras la Revolución Francesa, al reconocerse los derechos civiles de los judíos, porque el “pluralismo” requería evitar el ghetto, el aislamiento, la cultura-enclave? Todo ello para reivindicar el que las minorias debían por igual participar en la organización de la sociedad global. ¿Cómo? Reconociéndoles derechos políticos, aun a costa de fundarse en la opresión y desdichas ajenas, pues el judaísmo, como aseguraba Kant, ha conservado su esencia porque “ha excluido a la totalidad del género humano de su comunión”.

Tal es que durante siglos y siglos existió la comunidad judía —en la diáspora— sin Estado. Y acabó, mediante apostasía, por urgir la constitución del Estado de Israel, una comunidad que no tiene patriotismo, sino héroes vivos y fallecidos.

En este orden de ideas, ¿no es acaso la expectativa de la “democracia” moderna un calco de la idea del advenimiento del “ser mesiánico” como término de la Historia humana? ¿Acaso el socialismo no es un producto híbrido de mesianismo judío y de protesta social? ¿No descansa la civilización occidental precisamente en el supuesto de que todos los actos conscientes se polarizan hacia un fin, siendo esa polarización lo que da sentido de continuidad —es decir, según esta concepción, de conciencia— a lo humano?

En resumen, este principio o clave (“el fin justifica los medios”) sólo puede emanar de la moral de un orden encerrado en sí mismo (el racionalismo jurídico “formalista” judío), al consagrar la aceptación del hecho consumado y no guiarse por la moral, lo cual sólo conduce a la especulación de que el hombre es responsable de sus propias acciones ante sí mismo, esto es, tiene derecho a sacrificar la libertad o la dignidad de los demás en aras de sus aspiraciones, mediante el fanatismo acerca de los medios a emplear para alcanzar sus propios objetivos.

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(Dibujo de Jaber Asadi)



Épica del Estado y estética de la apostasía

En realidad, se atribuye la concepción de “Estado” a las formas del pensamiento griego, cuando éstas iban encauzadas preferentemente hacia la ciencia y la filosofía, acorde con una concepción cíclica del cosmos, sin pensar que se debe principalmente a las formas del pensamiento histórico judío, encauzadas hacia la política y la ética, con el triunfo del racionalismo jurídico “formalista”. Estas formas se unifican en el finalismo mesiánico, pues, el judío experimenta a Dios como conciencia histórica tradicional. Pero Israel, rehusando la justicia divina, “tropieza en piedra de escándalo” (San Pablo,Rom., 9, 32). Israel tiene una historia y una conciencia histórica, que perdió consistencia y significado después del Profeta Jesús, y después, sobre todo, de la Hégira islámica.

Es un hecho que la enseñanza evangélica disipa la idea de un Mesías nacional, mundano, que hubiera devuelto el reino a Israel, y así resuelto la promesa a Abraham (Ibrahim) con un triunfo del pueblo elegido y de su ley (léase toda la Epístola a los Hebreos).

Es, por tanto, en la conciencia judía donde madura esta voluntad de traición a Dios como finalidad. La traición de Aarón es un acto conocido y deliberado, que alcanza como límites adecuados de referencia la autoridad social, la vida colectiva, las leyes impuestas, los hábitos y las tradiciones, contra las cuales el judío cree tener razón de resistir.

Para el judío, pues, la naturaleza se transforma en la tapadera de intereses personales perfectamente eudemonistas, como escenario de la historia. No en vano, la comunidad judía, como el “chivo expiatorio” de Azazel (Levítico, 16), habiendo soportado las confesiones inicuas del pueblo, fue enviada al desierto, para que allí escapase, en espera de la remisión, de la absolución, porque, como dice el Corán, los judíos prevaricadores “descreyeron, se rebelaron y transgredieron; (porque) habían sido incrédulos en las señales de Dios, y mataron a los profetas sin razón”(Sura II, ayats 58).

Al perder su condición de Estado y su país, la comunidad judía conservó su identidad como una diáspora (dispersión), sobreviviendo de manera peculiar, mitad institucionalismo estructural, mitad empresa comercial. En consecuencia, todo se redujo a la facticidad de la historia, concibiéndose ésta como un continuo, en vez de una sucesión de años, pero un continuo como “proyecto en curso”, condicionado exclusivamente por la sucesión como por la extensi6n de las cosas, sin reconocerse el tiempo como ritmo simultáneo que se obtiene, como ya se ha dicho, por la potencialidad intrínseca de un ritmo universal.

Dentro de este orden de ideas, la concepción del Estado como una teocracia tiene sus raíces en la religión judía, que encierra el ideal de que Yavé había dado a la comunidad judía la tierra de Canaán como su Tierra Santa, hasta el punto que en vez de adorarle y rendirle pleitesía, hacen apostasía hacia Yavé, como lo prueba evidentemente el que los judíos de la época de Herodes el Grande pagaran tributo a los romanos, lo que les permitía mantener el Estado judío, comprando la vida del mundo con la otra, como dice el Corán (Sura II, ayats 80), con la pretensión de reducir todas las historias a la “historia sagrada”, y todas las tierras a la “tierra prometida”, en el deber de preveer el porvenir de las naciones, entendiendo la historia universal como convergente; cercando la Ley con un “canonismo'” minucioso, entre el rigor y el delirio, hasta la exasperación; optando más por la idea de la Ley que por la de Dios. “Es —como dice Gershom Scholem, el famoso especialista judío en el mundo cabalístico— la separación de la ley de toda consumación cósmica”. Y ello como consecuencia inevitable en cuanto que pueblo nómada se hace sedentario.

En este contexto, el judío no tiene reparos en traducir lo que el Señor dijo a Jeremías: “y te destiné para profeta entre las naciones” (Jeremías, 1,5), por: “Te dí por profeta a las naciones”. La consecuencia de esta última advertencia no pudo ser más optimista: la necesidad de vivir en el Pacto, acorde con un historicismo creacionista, en el que convergían tanto los fariseos, representantes de los estra-tos democráticos, como los saduceos, representantes de los aristocráticos.

Por tanto, la apostasía consiste en no reconocer la obligación a la ley moral de Dios, según el pacto de Abraham (Ibrahim), mediante “contrato” por la promesa de la tierra de Canáan, en la espera de un Mesías nacional que venciera a los enemigos y restaurara el reino de Israel, repugnándoles a los judíos la idea de aceptar a un hombre que se presentaba como mensajero de Dios y moría como un ajusticiado.

De hecho, esta idea del “contrato” o pacto de Dios con Israel, justifica el surgimiento del estado artificial, separándose de la religión, que parte de la convicción de la “alteridad” (concepto harto manoseado por los escritores y filósofos judíos). A este respecto, conviene reseñar que existe en la tradición judía alemana, según G. Scholem, escritos en los que “Dios y la tierra suscriben un contrato formal sobre la creación de Adán. Dios exige de la tierra a Adán como préstamo por mil años, y le extiende un pagaré en toda regla por cuatro varas de tierra, que es firmado por los arcángeles Miguel y Gabriel como testigos”. He aquí, sin duda, resumida, la concepción telúrico panteística de la creación, que contradice totalmente la narración de las escrituras sagradas.

Pues bien, esta idea del “Pacto social” es utilizada siempre contra las teorías teocráticas del poder político, como ocurrirá en el siglo XVIII, no como un acuerdo entre un gobernante y su pueblo, sino como un contrato, susceptible de “cláusula penal”, en el que la comunidad de individuos entrega recíprocamente su libertad natural para dar lugar a una voluntad general colectiva en la que todos se sientan parte integrante. He aquí la base, dicho sea de paso, sobre la cual Grotius, Hobbes y Locke elaboraron la doctrina del “contrato social”, que consagra las desigualdades sociales, y crea un derecho de exclusión que se integra en derecho de propiedad. En definitiva, el judío condenaba al Mensajero de Dios para no perder la amistad del César. Y cuando los discípulos de Jesús, después de la Resurrección, le preguntan: “Señor, ¿es ésto el tiempo en que resta-blecerás el reino de Israel? Él contesta: No os corresponde saber los tiempos y la hora: Dios los reservó en su poder” (Hebreos, I,6-8). Ni los mismos judíos podían “saber los tiempos y la hora”, manteniendo entretanto la creencia en la promesa del reino que ha de venir.

De esta manera, justificando un único quehacer en común (el sionismo), los judíos se precipitaron para reconocer de nuevo el Estado de Israel (1948). E1 sionismo, desde el punto de vista de sus formas políticas, substituye la teopolítica (verdadera constitución de Israel), por la geopolítica. De hecho, la estructura del sionismo internacional ha dado lugar a la creación de numerosos grupos de presión (conocidos como “lobbies” o “imperios anónimos”), que repercuten en todas las sociedades políticas nacionales, imponiendo una serie de componentes psíquicos como son: el “internacionalismo”, el “unitarismo”, el “igualitarismo”, el “utilitarismo”, el “pasionalismo”, y más acordes con estos tiempos, el “mundialismo” o la “globalización”, los cuales resultan ser la mejor manera de enriquecerse y hacer mayorazgos; de aquí que la fórmula del sionismo para su establecimiento y engrandecimiento, podría ser ésta: “Plega a Dios que desconvenga a quien nos mantenga”. El trabajo se resuelve con las “teorías de la conspiración”, los “complots”, las maniobras, las conjuras, las insidias de esos grupos de presión o, lo que es lo mismo, de disolución, a través del respaldo y de la financiación sobre los “medios de comunicación de masas”, que con todas las ambiciones y excitaciones de la demagogia no forman, sino informan y conforman al hombre moderno, dividiendo las voluntades, hendiendo los pueblos, creando en ellos diversidad, pluralidad, divergencia, previo ocultamiento de todo sentido de unidad universal, para lo cual se utiliza la estratagema del “federalismo integral”.

A la ampliación de este tema cabe reseñar, con anterioridad, la asamblea que Napoleón convoca en 1.806, donde el judaísmo se desquita de su orden tradicional y religioso, demostrando su conversión a ese igualitarismo supuestamente emancipador, de clara influencia françmasónica, liberal, antieclesiástica y laica, poniéndose así los cimientos de lo que más tarde sería el sionismo político o positivismo judío, de la mano de Theodor Herzl, cuya historia (la del sionismo) no está exenta de maniobras diabólicas destinadas verdaderamente a anular los esfuerzos de paz y a levantar a la opinión pública. Ya se habían conseguido los derechos y deberes sociales. Sólo faltaba la tierra, el lugar de los ancestros, tal como veneraba entonces el romanticismo nacionalista. A esta persuasión del nacionalismo occidental, los judíos europeos inventan su propio nacionalismo, cuya inspiración provenía del Exodo y de Josué, mostrando en seguida, en palabras de Toynbee, que “la lección que aprendieron... por obra de los sufrimientos que padecieron a manos de los nazis, no les enseñó a abstenerse de cometer el crimen de que ellos mismos habían sido víctimas, sino que les enseñó a perseguir a su vez a un pueblo más débil que ellos”. Esto es, los judíos inventan un nacionalismo que se fundamenta en la opresión y desdicha de los pueblos árabes, como queriendo exorcizar los odiosos crímenes que el régimen nazi les impuso.


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(Dibujo de Raed Khalil Syriaz)


La parábola del resentimiento

Israel como pseudo-nación basa innegablemente su status en la doctrina del “Pueblo Elegido”. Afirma una y otra vez que sus gentes se identifican por su raza (no por la religión, porque muchos de ellos la han abandonado); sin embargo, cualquier otro grupo que proclame su identi-dad basándose en la raza, es considerado racista; y al mismo tiempo, todos aquellos que se opongan a este proyecto son también definidos como tales.

El hecho de conferir el status de pueblo más perseguido al pueblo judío lleva implícito el concepto de superioridad racial, cuando, bien se sabe, no existe ninguna prueba decisiva para suponer que los judíos forman una entidad racial, por lo menos según los criterios tradicionales de una clasificación racial. En definitiva, los judíos son una comunidad religiosa no homogénea, por lo tanto no tienen una historia común. Se distingue tradicionalmente los “sefarditas”, o judíos medi-terráneos y orientales, los “askhenazis”, o judíos europeos, los “karaitas” o judíos de Irak y Egipto, y los “hassídicos”, o judíos del barrio Mea Shaerim de Jerusalén.

El éxodo fue de una magnitud tal que no hay forma posible de reconstruir, a través de la farragosa historia europea, las huellas de los antepasados judíos y así probar su pertenencia a las tribus bíblicas. Por tanto, si los judíos creen en la superioridad racial, y sienten la desesperada necesidad de autodeterminación, de no poder seguir existiendo como comunidad religiosa en el seno de otros pueblos, a ver, que alguien lo explique, ¿en qué son más superiores los judíos que los Tuareg, por ejemplo, quienes también han sufrido la humillación y el genocidio? Por eso, quizá, nunca se sabe, en este mundo, quién es más desdichado. En todo caso, como acabaron haciendo los nazis, quienes también reivindicaban una supe-rioridad racial, los judíos también imponen la acusación de rassenschande (profanación racial).

A este respecto, no deja de ser una ironía el que los judíos hayan utilizado y continúen utilizándolos, contra los palestinos, en particular, y contra los semitas árabes, en general, los mismos métodos que los nazis emplearon con ellos, a saber: el terror, la evacuación forzosa, la destrucción de pueblos enteros, la masacre, delimitando “regiones de defensa”, “zonas de seguridad” (tal y como reglamentaba “la ley de ordenamiento administrativo” de 1.945), “minorías protegidas”, “campos de refugiados”…, como si el pueblo árabe debiera reparar y expiar el ultraje hecho a los judíos.

El meollo de la cuestión está en que el control de la población es un arma política que se utiliza en contra de los palestinos. Los judíos, como sector dominante, procuran evitar los antagonismos de clase con respecto a los palestinos, sustituyéndolos por antagonismos entre grupos culturales o nacionales, confrontados con la doctrina del "lebensbraum": de tal manera, una minoría puede seguir explotando a la gran mayoría. La táctica es bien sencilla: obligar a los palestinos a vivir en barrios específicos donde falta espacio; aplicar medidas de rigurosa segregación, lo cual reduce considerablemente las facilidades y ventajas económicas para los palestinos.

En consecuencia, los judíos de Israel, desde la colonización sionista venida de Europa en los años 20, practican el único antisemitismo político en contra de los pueblos semitas de Palestina, institucionalizando el racismo antiárabe, de la misma manera que el racismo antinegro domina la legislación de Sudáfrica. No en vano, la institución de las llamadas “homelands” (reservas tribales) es común tanto a Israel como a Sudáfrica, país éste donde los judíos han llegado a ser la mi-noría más rica del país.

Pero el sionismo ha logrado disfrazar ese racismo antiárabe, igual que disfraza su propia existencia, y para ello ha contado con la complicidad de muchos intelectuales, así como de otros discriminadores inconscientes. Sea como fuere, aquel que acusa, alega, en su contra racismo; está valorando, generalizada y definitivamente, las diferencias, reales o imaginarias, en beneficio de sí y en perjuicio de su víctima, con el fin de justificar sus privilegios o su agresión.

Recordemos, a este respecto, que para los fundadores del sionismo, los territorios de Palestina suponían un uno por ciento de la superficie del pueblo palestino en su conjunto, por lo que se arrogaron el derecho de colonizarlo, esto es, de negar el espacio político al pueblo palestino, alegando una amenaza en su identidad, una cuestión de vida o muerte, algo que no podía sucederles a los palestinos, que bien podían irse a otras tierras árabes. Es una lógica muy singular.

El derecho de Israel a la autodeterminación y a la existencia se sustenta, pues, en la negación de ese mismo derecho a los palestinos, sujeta a la presión de modelos sionistas que ponen en peligro tanto sus costumbres como su tradición. Dicho en otras palabras, el derecho de retornar a Palestina después de dos mil años de ausencia, se sustenta paradójicamente en la denegación de ese derecho a los palestinos expulsados de su tierra desde hace apenas cuarenta años. Cuanto más se humilla al palestino, tanto más se siente ensalzado el judío. De hecho, los judíos miden su fuerza y su grandeza comparándolas a la debilidad de los árabes. Es más, el ciudadano judío aprecia tanto más las ventajas que le proporciona el Gran Israel, cuanto que conoce las privaciones que son impuestas a los árabes.

¿Y qué decir también, a este respecto, de la anexión israelí de Jerusalén desde 1967? Ciudad árabe donde jamás se desarrolló un régimen discriminatorio contra judíos o cristianos, la cual, a partir de 1.947, tras una resolución de la ONU de internacionalizarla, que no hizo sino consagrar la agresión, en suma, de administrarla —como si hasta entonces no lo hubiera estado perfectamente—, va a ser escenario de la barbarie judía, culminando en 1.967 con la anexión de la ciudad, y la pos-terior usurpación con respecto a las otras comunidades confesionales de la ciudad. La situación es tan grotesca que sólo es comprensible en términos de resentimiento. Víctimas de una visión paranoica de la humanidad en constante búsqueda de chivos expiatorios, el racismo israelí, a través de sus medios de control mundial, recuerdan una y otra vez las persecuciones del pasado, celebraciones anuales del sufrimiento soportado y continuos enjuiciamientos a ex-nazis octogenarios, como si su sufrimiento fuera cualitativamente diferente al sufrimiento de los demás. Es ahí, sin duda, donde reside el quid de la cuestión: al transformarse el sufrimiento en motivo de culpa, el dolor es ahora un crimen. Su única baza, entonces, es el resentimiento, en el que siempre han confiado. Júzguese, si no, las inmensas cantidades de dinero que, en concepto de indemnización, de reparación, se están entregando todavía a diversas organizaciones judías, con el fin de calmar, según explican, las consecuencias existentes y procedentes de los años anteriores, pues siempre se toma como única referencia más inmediata, el Holocausto (el exterminio de varios millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial), como si las persecuciones nazis confirieran al '”pueblo judío” el derecho a vivir en el interior de un Estado que sería el suyo, y sobre todo de un país que no le pertenece, con tal de encontrar al fin la protección que hasta entonces le había sido rehusada.

En efecto, hay que recordar la fundación del Banco Colonial Judío (1.899), sociedad anónima con sede en Londres, como instrumento de índole política destinado a permitir la creación de una patria jurídicamente garantizada tras negociaciones con el gobierno turco. De esta manera, dada la creación también del Fondo Nacional Judío (1.901), se aseguraba la compra en Palestina (por Montefiore y Rothschild, banqueros judíos) de tierras que debían per-manecer propiedad inalienable del “pueblo judío”. Si a esto se añaden 1as consecuencias de la Declaración Balfour (1.917), por la cual Gran Bretaña “prometió” Palestina a los judíos, tendremos que en un primer momento se trataba de adquirir tierras, pero paulatinamente se pasó a la confiscación. De hecho, el “panislamismo” naciente a finales del siglo pasado resultaba hostil a los intereses imperialistas británicos en la región; en consecuencia, la solución estaba en unas relaciones anglo-sionistas para colonizar Palestina.

El resentimiento legitima a los judíos, pues, para ejercer la violencia institucional, para desviar el curso del río Jordan, para invadir terrenos ajenos, para utilizar el terrorismo (recuérdese, a tal efecto, la fundación en el año 1.936 de la Irgun Zvai Lenmi —Organización Militar Nacional—, una organización secreta guerrillera-terrorista, uno de cuyos fundadores fue precisamente Menahen Begin, y entre cuyos dirigentes terroristas en la lucha israelí por la independencia se encontraba el que sería también primer ministro israelí Isaac Shamir, a la vez que paradójicamente instigan planes antiterroristas en todo el mundo.

Nada hay más insoportable, hoy por hoy, que el mito del sionismo laico, como movimiento sui géneris de liberación nacional, y de peor gusto que la ostentación del racismo israelí, ante el cual, los defensores de las leyes y los códigos mundiales no pueden evitarlo, como lo prueban una y otra vez las violaciones repetidas de los armisticios y del derecho internacional en materia militar; en suma, la negativa sistemática a ejecutar las resoluciones (todo un compendio de mentiras útiles) de las Naciones Unidas, a despecho de los requerimientos reiterados de la Asamblea General, lo cual no redunda —como tendría que ser— en sanciones, suspensión de los derechos y privilegios, o exclusión de la Organización. La debilidad de la ONU prueba una vez más los fines del sionismo internacional, entre los cuales destaca el de teñir de culpabilidad todos los acontecimientos históricos contemporáneos para seguir recibiendo royalties por los sufrimientos pasados.

Frente a ello, frente a la inmundicia de los sionistas, el rostro deshecho de los semitas árabes. Víctimas contra víctimas, en una interminable función de teatro secular de ocupaciones sin justificaciones jurídicas, dentro de lo que los medios de comunicación han acuñado como “el embrollo del Oriente Próximo”, en esa encrucijada histórica y bastión estratégico, confluencia de Europa, Asia y África.



La moral de la usurpación

Israel siempre ha moralizado el conflicto con los palestinos, lo cual no supone más que un pretexto habitual utilizado por los nacionalistas judíos para explicar las derrotas coloniales; las verdaderas responsabilidades recaen, según estos nacionalistas, en los políticos que no dejan a los militares hacer la guerra como es debido, con métodos radicales.

Son tan moralistas que no perdonan a los que (como los palestinos, considerados como “hombres ínfimos”) se desvían de sus prerrogativas, queriendo incluso seguir un modelo federalista, según el modelo de la Federación Suiza, que incluya a ambos pueblos, como primer paso para lograr una comunidad de Estados del Oriente Próximo; un Estado multinacional, federal o confederal. Pura fantasía de incauto.

Pero los nacionalistas judíos alzan su voz para pedir más represión sangrienta que acabe con los desórdenes atribuidos a la “intifada” (revuelta) palestina. La receta siempre resulta la misma: expulsiones masivas, multiplicar la voladura de los hogares y disparar en toda manifestación callejera contra todo lo que se mueva; respetando la clásica fórmula de Weizmann (presidente del movimiento sionista): “un mínimo de injusticia con respecto a los árabes”.

Parece como si se quisiese explicar el conflicto por el número de palestinos muertos en su desarrollo; pero nadie parece haberse cuestionado el hecho de que, precisamente, la acumulación desbordante de víctimas propiciatorias, el delirio de abarrotamiento en las imágenes de la represión israelí, pueden arrastrar al ciudadano de a pie a un mundo de alucinaciones en el que la demencia generalizada y el permanente frenesí del conflicto, disimulen de hecho la verdadera significación de lo que sucede en Israel.

Por eso, lo que hay que plantearse, antes de todo, es la cuestión de las características históricas, emocionales, religiosas y culturales judías que, por encima de las consideraciones políticas, económicas, pueden haber favorecido la extensión irracional del conflicto hasta hacerle alcanzar, por la cantidad y la gravedad de las atrocidades cometidas, las dimensiones de un genocidio. Sólo así podremos explicarnos los cimientos psicosociales del conflicto.

Hay que proceder, en primer lagar, a detectar la red de contraverdades, de alegaciones y de fobias que poco a poco han ido llevando a Israel a la lógica de la intervención, de la usurpación. Se insinúan excusas de orden político en relación con los movimientos nacionalistas que han luchado porque fuera reconocido a la comunidad judía, cuyas esperanzas ellos representaban, el derecho a la autodeterminación. Otros, más codiciosos, ven en la intervención una forma de desarrollar y estabilizar un Estado soberano, con tal de cumplir, en todos sus términos, el sueño concebido por Herzl. El resto, por último, no duda en declarar que los judíos intervienen para purificar religiosamente Israel, para lo cual se arguye, entre otras cosas, que se ocupan las tierras de Cisjordania para devolverles sus viejos nombres bíblicos de Judea y Samaria. Ni que decir tiene que en esta legitimación abiertamente religiosa basa el sionismo su proyecto, por lo que la intervención israelí se hace “para ayudar a la paz del mundo”. ¿Quién lo cree?

De ahí, precisamente, que Israel se haga juez imparcial del valor de su enemigo, e invite, induzca y obligue a éste a adoptar los modos de pensar y comportarse que ellos prescriben, hasta el extremo de violar las leyes y los códigos mundiales con crímenes organizados, asesinatos, atentados, ventas de armas, golpes de estado, sobornos, espionajes, infiltraciones y subversiones, etc., con tal de inclinar a su conveniencia las realidades políticas en Oriente Medio. De hecho, todos los organismos mundiales fueron creados, en un principio, como elementos de un gigantesco aparato de propaganda que acomodara los mitos sionistas, como amarras útiles para tonificarlas con un falso viso de legalidad, con el objetivo de mantener en todo el mundo una red densa, poderosa y eficaz de solidaridad con Israel y de sostén político y financiero de la causa sionista, a fin de legitimar más o menos todas las prácticas israelíes para las necesidades de una política expansionista.

La ONU, a este respecto, se creó única y exclusivamente para dotar al Estado de Israel de una base jurídica indiscutible, dado que hasta entonces no existía ninguna obligación de crear para los adeptos de una religión dada un marco estatal apropiado. La “Internacional Socialista”, por su parte, surgida en 1951, contó como uno de los partidos miembros y fundadores al partido laborista israelí.

De ahí que el derecho internacional contemporáneo parezca hecho a la medida del sionismo, por cuanto admite reclamaciones con bases religiosas judías. De esta manera, acaba por considerarse el concepto de pueblo judío como un concepto de derecho internacional, sosteniéndose que la admisión en el seno de una organización internacional implica obligatoria y automáticamente el reconocimiento del Estado de Israel. Dichos organismos jurídicos internacionales sirven, pues, para eternizar el fraude, el engaño.

¿Acaso no se olvidó Herzl de la existencia de una realidad árabe? En cualquier caso, sabemos que otras intervenciones israelíes no se basan en argumentos diferentes. A este respecto, la conocida frase que Nathrop dijo en el Parlamento sueco, muy bien se aplica al Estado israelí: “Cuando no tiene sentido luchar contra el Estado, es inevitable asesinar al vecino para sentirse libre”. Existe, pues, una lógica perversa que rige las agresiones judías. Pues bien, frente a los problemas del conflicto, del militarismo y del colonialismo —temas políticos de primer orden—, los medios de comunicación defienden constantemente un punto de vista racista, confundiendo incansablemente oposición ideológica y diferencia étnica, cuando, en verdad, los términos “judío” y “palestino” no se excluyen, no son una contradicción insoslayable, porque hay judíos palestinos, y éstos como los musulmanes son semitas por su lengua, por su cultura, por su historia. De hecho, los judíos palestinos descienden de aquellos que, afortunadamente, no fueron atrapados ni sociológicamente ni ideológicamente por el movimiento sionista.

Los medios de comunicación participan, pues, en la “guerra psicológica” favorable siempre a Israel. La manipulación de las informaciones es evidente. Cabe pensar en un esfuerzo, por parte del sionismo incluso —no sería la primera vez que esto sucediera—, por orientar y aconsejar a los periodistas venidos a informar sobre el terreno, sobre lo que hay que decir y, sobre todo, no decir. Vamos, que, a estas alturas, todavía el sionismo anima al mundo a solidarizarse con la abyecta suficiencia de la que alardea públicamente Israel, con la larga premeditación de su intervención contra el mundo islámico, de manera directa (ataque contra Egipto —junto con Francia y Gran Bretaña— en 1956, que tuvo como consecuencia, entre otras, de una mayor intervención norteamericana en el área, convirtiéndose EEUU desde entonces en proveedor directo de armamento a Israel; la invasión del Líbano; las matanzas de cientos de civiles indefensos en Sabra y Chatila; etc.) o de manera indirecta, haciendo que se enfrenten una facción del mundo islámico contra la otra, según la táctica “divide e impera”, a fin de imponer la “sionización” de los musulmanes por la fuerza de las armas.

Los medios de comunicación, perfectamente manipulados, parecen demostrar que el verdadero sentido del conflicto no es criticar la postura de Israel, sino reafirmar, una vez más, que la principal virtud judía reside en la “voluntad de resistencia”, neuróticamente abnegada, de resistir la inercia de su propio resentimiento si es necesario, con tal de alcanzar cierto grado de plausibilidad y persuasión; de justificar “la moralidad de la venganza justa”, como buscando una suscitación de un sentimiento piadoso, una súplica, un armisticio, a despecho de la desaprobación de la opiníón pública mundial.

En definitiva, se hace ver que en este conflicto, únicamente los judíos (un clan) están perfectamente identificados, todos los palestinos son comparsas impersonales, son los “alborotadores”, intrépidos hasta lo temerario. De hecho, a los palestinos se los envuelve en una imagen intolerante y antisemita. Nada nuevo.


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(Dibujo de Abdellah Derkaoui)


El sionismo: corrupción que presume de ilusiones

El sionismo es la versión judía de las ideas nacionalistas en auge por Europa a finales del siglo XIX, a fin de encontrar una solución al problema creado por los progroms europeos. Pero detengámonos, por un momento, a considerar el movimiento sionista y su evolución ideológica, desde aquel sionismo laico que Teodoro Herzl fundamentó, romantizando el concepto del retorno. Convocatoria de regreso a Israel siempre apoyada “en los profetas”, pero elaborando falsas exégesis de los textos sagrados, pues la promesa bíblica, que tiene 4.000 años de antigüedad, está dirigida “a toda la descendencia” de Abraham (Ibrahim), es decir, tanto a los judíos (a través de Israel) como a los árabes (a través de Ismael). Mejor aún, la profecía del “Retorno” se realizó cuando los judíos volvieron a Judea después del cautiverio, levantaron nuevamente los muros de Jerusalén y volvieron a edificar el Templo; en las Nobles Escrituras no existe, pues, la promesa de un “Segundo Retorno”, de suerte que la creación del Estado de Israel, presentada como el “Retorno después de 2.000 años”, contradice la promesa bíblica en la cual dice fundarse.

Herzl, por tanto, fundamentó el sionismo con tal de realizar la extravagante idea de hacer volver la comunidad judía a la tierra de sus antepasados de hace veinte siglos; una comunidad de judíos dispersos por todo el mundo e integrados en sus respectivas patrias. A este respecto, y en estas mismas condiciones, habría que permitir a los musulmanes que reivindicaran la soberanía respecto de España, donde reinaron durante alrededor de ocho siglos. ¿Por qué no?

En fin, prosigamos. E1 sionismo trataba de construir un Estado judío laico en Palestina al cabo de una “diáspora” bimilenaria —pese a la reacción en contra de este proyecto por parte de la ortodoxia religiosa judía—, a fin de transformar en nación la comunidad confesional de los judíos, arrebatando la totalidad del territorio palestino de la época del mandato británico, en el marco de la desmembración del imperio otomano, al final de la I Guerra Mundial, máxime cuando los textos sagrados se refieren a Israel, no como a una entidad geográfica, étnica o política, sino como a la comunidad universal de los creyentes, el “Israel de Dios”.

En estos fundamentos se basa esa ideología totalizante —por tanto, totalitaria— que caracteriza al sionismo moderno, controlador de los asuntos mundiales, una vez inservibles las veleidades socialistas de los orígenes, que estaban representadas en los campos de ensayo o "kibutzim".

Ahora, en cambio, debido al aumento espectacular de la influencia de la ley religiosa en la vida pública israelí, el sionismo se convier-te en la mejor arma en la legitimación ideológica del usurpador Estado-Gulag, forjador de instrumentos políticos de desestabilización del mundo islámico, en particular, lo cual no demuestra más que la insuficiencia del sistema judío de mantener la fe, el espíritu religioso, a la vez que el gobierno secularizado. Dicho con otras palabras, el derecho a la creación de una patria política, en la línea de una democracia socialista no teocrática, en Tierra Santa, está en proporción directa a la imposibilidad de guardar la fe, según la doctrina judaica pura, hasta el extremo de que la ortodoxia judía no resulte más que algo pintoresco a los ojos de los turistas.

Su implacable lógica, consistencia e intransigencia, insta a los judíos a crear sistemas cerrados, construcciones inatacables y racionales. Mejor aún, los sionistas integran a su ideología los métodos y la doctrina del “espacio vital” para realizar la profecía (“Daré a tu pueblo la tierra desde el Nilo al Eufrates”), considerando la tierra de Israel como la última posibilidad de tabla de salvación.

Un elemento final de información completa el cuadro político. La emigración masiva, hacia América (esa verdadera “tierra prometida”). De donde los vínculos con el judaísmo de la diáspora se ven más y más fortalecidos. De hecho, el deliberado proceso de alienación de Israel al campo occidental, particularmente con Estados Unidos, es cada vez más ascendente, dotándosele de toda autonomía de acción estratégica retadora contra quien se le ponga por delante, con tal de mantener “la hipérbole de la usura y el agio” en el mundo, según el modelo de préstamos, el único que entienden bien los judíos.

Recordemos, a tal efecto, que es a partir de 1.948 cuando Estados Unidos comenzó paulatinamente a sustituir los imperios europeos en el Medio Oriente y a constituir a Israel como baluarte pro-occidental en el área, de tal manera que la política norteamericana en el Medio Oriente ha acabado por hacerse impune a las presiones de los países islámicos.

La alienación de Israel a Estados Unidos redunda en crecientes aportaciones económicas, con tal de permanecer como la mayor fuerza armada y económica occidental en ese punto de Asia; con tal de inhibir y contener cualquier resurgimiento de Islam, esto es, cualquier reacción “unitaria” del mundo islámico, pues el problema, en principio, no fue tan sólo tener acceso al petróleo o reducir la influencia soviética en la zona, sino también proteger los intereses aliados de la zona (preferentemente Israel; luego, Arabia Saudí, Egipto, Jordania, etc.). Israel, en este sentido, como potencia coaligada, es cabeza de puente vital para la estabilidad económica del mundo occidental capitalista, en cuanto cataliza los aspectos geográficos, políticos, militares y económicos de suma importancia estratégica, con tal de explotar esa zona oriental mediante su superioridad técnica.

En este contexto, y dicho sea de paso, la creación del Estado de Israel separó, desligó, el mundo islámico, entre su parte africana y su parte asiática, en cuya base está el sacrificio de los derechos legítimos de la población autóctona. El método empleado fue el habitual en todo colonialismo: dividir el territorio del mundo islámico con un sinfin de fronteras impuestas maquiavélicamente con el propósito de debilitarlo; fronteras o separaciones artificiales que, en la mayoría de los casos, dividen a pueblos idénticos en su raza, en sus costumbres y en su lengua.

De esta manera, puede empezarse a comprender por qué Herzl nunca quiso discutir la oferta que Inglaterra le hizo para colocar “pacíficamente” el hogar de los judíos en un territorio africano. Las razones bíblicas aludidas para no instalarse en Africa no encierran más que una de las muchas contradicciones del alma judía, entre la fe y la credulidad.

Como decíamos más arriba, la alienación de Israel a EEUU es total. ¡Y pensar que la URSS, a través del suministro de armamentos, fue quien contribuyó decisivamente a la victoria de Israel en 1.948, aunque —hay que puntualizar— dicho apoyo se dirigía principalmente contra los intereses británicos en la preservación de controles sobre Palestina! Esto prueba una vez más que el sionismo no posee una doctrina real por lo que podría considerarse la falsedad de que la supuesta “entidad nacional judía” posea una realidad ideológica o una individualidad política. Por ello, quizá, no le conviene a los sionistas ninguna toma de negociación. Su único objetivo es controlar los asuntos mundiales, a través del elitista mito judío de lo “internacional”, que obedece a un código de conciencia (la esperanza mesiánica), bajo la explotación de una tragedia de persecución y desposeimiento, pues Israel no descansará por conseguir los objetivos anexionistas bíblicos: “Daré a tu pueblo la tierra desde el Nilo al Éufrates”.

En esto se basa precisamente que al sionismo no le convenga desconcertar al antisemitismo. Es más, lo refuerzan, a fin de tener en cuen-ta el chantaje con el antisemitismo, la explotación fraudulenta del sentimiento religioso, con tal de seguir tercos en “ser judíos” aún sabiendo perfectamente adaptarse a la existencia de otros grupos étnicos, poseídos por la locura sagrada de una fe que no practican, alegando continuamente el “lenguaje biológico” cuando ya ha sido revelado que el antisemitismo es un mito, pues, a ver, que alguien lo explique, ¿son, acaso, semitas los judíos modernos? Se sabe que muchos europeos se convirtieron al judaísmo en la Edad Media. Conocido es el reino turco de los "khazaros", en el sureste de Rusia, con su soberano Bulan a la cabeza, el cual abrazó la religión hebraica en el año 740 d.C. Incluso se sabe que en el siglo XVIII un gran movimiento de conversión al judaísmo, animado por los judíos bizantinos, alcanzó a los rusos caucasianos cuyos descendientes desparramados en Europa Central, en Rusia, en Polonia y en los Estados Unidos dieron a Israel sus inmigrantes y aún sus dirigentes políticos actuales.

Sin duda esos mitos antisemitas consiguen desorientar momentáneamente una opinión pública internacional poco experta en realidades históricas, escudándose bajo factores bioculturales utilizados en forma interesada, como excusa o razón de la explotación humana y del dominio político.

En definitiva, el sionismo, haciendo del “pedigrí sufriente” su estandarte, es merecedor de toda la más crítica reprobación, ante la creación ilegítima de un Estado judío, por cuanto la existencia de dicho Estado supone un atentado a la humanidad. Porque, ¿cómo reconocer un Estado que no delimita sus fronteras y que constitucionalmente está abocado a un régimen de “apartheid”, de discriminación entre judíos y no judíos? ¿Cómo reconocer, pues, un “pueblo judío”, cuando lo que vincula a los judíos no es la religión, puesto que también cuentan con elementos ateos; ni la raza, desvanecida después de tanta dispersión; ni la lengua, la cual la mayor parte de los judíos del mundo no la conocen, ni la hablan?


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(Dibujo de Maziyar Bizhani)


Paisaje después de la batalla

Los líderes de las países mayoritariamente islámicos son revolucionarios, neutralistas, monárquicos, socialistas o mezcla de estas cuatro cosas. Hassam II fue un neutralista monárquico. Gadaffi es un revolucionario socialista casi neutralista. Hussein de Jordania fue un neutralista socialista monárquico. Arafat es un neutralista revolucionario socialista. Jomeini fue, sin duda, un revolucionario socialista reaccionario. Entre ellos hay poca semejanza ideológica, pero puede observarse cierto espíritu de cuerpo en el modo de hablar, en cuanto que, a través del culto a la personalidad, tratan de institucionalizar estructuras de poder, cuando lo que necesita el mundo islámico no son líderes, es decir, conductores o guías, que gobiernan sobre el pueblo, que se muestran muy nacionalistas, pero que se olvidan de combatir al enemigo, sino verdaderos que gobiernen en colaboración con el pueblo.

Como consecuencia de encontrarse frente a posibilidades que los desarman y les acosan, los líderes islámicos sólo parecen preocuparse en cómo pasar de colonias a repúblicas soberanas, cuando el mito de un “estado” islámico es todo lo contrario al auténtico diseño de la sociedad islámica (el Emirato). Se embriagan con la retórica nacionalista (la consabida retórica de que cada Estado es libre de escoger su propia forma de gobierno y sistema económico y vivir su propia vida social y cultural), y se distraen así de la realidad que ese nacionalismo ha creado, persistiendo en su ilusión de democracia y socialismo. Se llega a hablar incluso de cosas tan increíblemente insensatas como “socialismo islámico”. El modelo ya se sabe: primero, previa intervención para devolver la soberanía al pueblo (según cánones liberales), se redacta un proyecto de independencia; se somete a extensas vistas públicas; luego se propone un plebiscito donde los ciudadanos votarían si aceptan o no la independencia; finalmente, en caso de que la mayoría favoreciera la independencia la legislatura provisional convocaría a una asamblea constituyente para que redacte la constitución de la república. Nada nuevo.

Pues bien, el ejemplo último de este proceso lo ha llevado a cabo el Consejo Nacional Palestino, proclamando el nuevo Estado de Palestina, lo cual vamos a explorar seguidamente.

La OLP, con el paso de los años, se ha dulcificado. Ante la imposibilidad de derrocar al bloque de grupos de control que hegemonizan hasta este momento el poder sobre el Oriente Próximo, los palestinos optan por no abrir cauce entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones jurídicas, políticas e ideológicas que deben corresponderle. No en vano, se califica dicha declaración de independencia de moderada, flexible y realista, tal y “como les pedía Occidente” (o, lo que es lo mismo, la comunidad democrática global), con lo que ello implica de aceptación de las condiciones exigidas por Estados Unidos para la convocatoria de innumerables conferencias internacionales de paz, patrocinadas casi siempre por la ONU, llegando ésta, incluso, a controlar, durante un período transitorio, los territorios ocupados, pues ahora da cierto prestigio poder hablar con ambas partes, tender un puente de entendimiento entre palestinos e israelíes, recurriendo a ese cambalache diplomático que eufemísticamente se llama neutralismo.

Sin embargo, lo que no pueden comprender entonces los valedores de la OLP, ni aún el propio Arafat (auténtico cipayo a las órdenes de la comunidad democrática global), es que a esta fecha ya la autonomía de Palestina es una aspiración que la historia ha dejado atrás. Los palestinos que se alzaron en 1948, no aprobarían hoy esa unión sionista con Palestina autónoma, sino con Palestina independiente. Pero, ¿cómo reconocer la independencia de un Estado, si éste no tiene límites fronterizos ni gobierno soberano, esto es, no tiene forma jurídica, por lo tanto, no tiene control de su territorio?

Los sucesos de Gaza y Cisjordania ataron en su día las manos de los dirigentes palestinos, quienes no vieron otra solución política que la de conceder a toda prisa y por voluntad propia una carta autonómica a Palestina, lo cual es lo mismo que aceptar la total rendición de su autoridad legal y política. Dicho con otras palabras, compraron a los dirigentes palestinos, ofreciéndole que participaran en el gobierno provisional del Estado-prótesis de Palestina, con el objetivo de que metieran el hombro al nuevo esfuerzo con la esperanza de que por la puerta que franqueaba Israel pasara ahora Palestina, para convertir la independencia en un manto decoroso, y hasta decorativo, que cubriera los harapos del coloniaje judío. En consecuencia, la independencia de Palestina no es más que una “libertad con cadena larga”.

Pero lo más curioso, sin embargo, es que se les reprocha a los palestinos (a los musulmanes, por extensión) las múltiples guerras del Próximo Oriente, por haber aceptado ahora la forma de Estado con 40 años de retraso (pues se toma como referencia 1a partición de Palestina acordada por las Naciones Unidas en 1947), e incluso llegan a aconsejarle a Israel que adopte actitudes de realismo y flexibilidad con respecto al movimiento palestino, con lo que ni decir tiene que el aparente fracaso político de Israel en dichos territorios supone siempre, por contrapartida, una victoria legal y administrativa sobre los mismos.

En vano, pues, se recurre a la ONU —reconocida como autoridad internacional— en busca de una fórmula mágica que elimine 1a agresión israelí, cuando es ella la que facilita constantemente que Israel no deje de explotar a los palestinos a través de su propia autonomía, sustituyendo el protectorado a la fuerza por una servidumbre consentida. De hecho, la ONU racionaliza lo que se llama “descuido benigno”, asociado con las “pretensiones hegemónicas”. ¿Cómo entender, si no, que la agresión de Israel no haya tenido nunca su proceso de Nüremberg, por “crímenes contra la humanidad”?

Palestina no encaja en los clisés de los nacionalismos fáciles, que hacen automáticamente paraísos de todos los países que consignen su independencia nominal, pues, ¿acaso el pueblo palestino, al conseguir la independencia, va a conducirse como si no hubiera pasado nunca por la experiencia de la sumisión y la opresión? En caso de que así lo hiciera, en nada se diferenciaría, por cierto, del pueblo judío, el cual cuando logró mejores condiciones de vida y conquistó la tierra de Israel, después de estar oprimido y “sin tierra”, mostró una indiferencia y un egoísmo inimaginables hacia el pueblo palestino.

A1 igual que Israel heredó el ejército de la época colonial (junto con la estructura social), Palestina sólo podrá heredar la sola fuerza coherente y disciplinada de los nuevos países: el ejército insurgente, espontáneo e incontrolado, representado últimamente por la intifada, la cual siente a destiempo, pero siente, las justas cóleras de la dignidad encadenada. Ello no demuestra más que la oposición absoluta y la resistencia subversiva con respecto a Israel, que es directamente proporcional al apoyo del establecimiento de un régimen anti-islámico. De hecho, se ha dado una subversión del Islam desde el interior, y la declaración de independencia del Estado de Palestina es uno de los últimos ejemplos, porque —insistimos— no ha existido nunca sobre la tierra un estado islámico. ¿Cómo hablar de “constituciones islámicas"? Nada tan ajeno a Islam como la política de partidos, según la forma constitucional.

En verdad, dicha declaración de independencia no va a solucionar los graves problemas de identidad irresolubles del pueblo palestino, que por cierto no se contemplan. Jamás se insiste en la recuperación de la propia identidad cultural, que no es otra que islámica. ¿Por qué? Porque las fuerzas sociales que gobiernan el nuevo Estado (aunque raramente lo administren) tienen mentalidad de “junta militar” y retórica de revolucionarios cargados de complejos. Acostumbrados como están a la oposición, jamás adquirirán hábitos de gobierno, por cuanto deben vivir parasitariamente sobre el pueblo y necesitan que se mantenga sometido a éste (para lo cual se alían y colaboran) con el fin de seguir gozando de privilegios seculares. A este respecto, el poder personal carismático de hombres como Arafat mantiene una ligera apariencia de cosa congruente y hasta una ilusión de progreso. Mientras todavía reina el entusiasmo inicial, el pueblo palestino no se queja. Pero una vez que pase ese período, llegará la desilusión y el descontento al comprobar que habrán cambiado las condiciones en las esferas superiores (esto es, en la nueva clase de burócratas y tecnócratas que se aprovechan de la situación), pero su situación económica y social no habrá mejorado en nada.

Después de instaurada la autonomía nacional surgen inevitablemente grandes dificultades. Por ejemplo, ¿de dónde va a venir la ayuda para adiestrar funcionarios capaces de manejar la 'máquina estatal”?, ¿quién va a facilitar el dinero para pagar a la nueva burocracia?, ¿se esperará que Israel preste su colaboración, como ocurre normalmente en las antiguas potencias coloniales?, ¿sin condiciones y sin control? Más bien todo lo contrario, pues Israel no ofrece ni entrega, sino que exige y arrebata, sufriendo los territorios palestinos las peores expoliaciones propias de todo régimen colonial. Israel no dejará nunca de dedicarse a las sádicas iniciaciones de fraternidades racistas, manteniendo a los palestinos encerrados en gigantescos campos de refugiados, indefensos, acorralados, con las puertas cerradas para dar semblanza de justificación al crimen abominable. Se trata de imponer a los palestinos la misma relegación oficial que ellos (los judíos) impusieron a lo largo de la historia: la idea de forzar a los palestinos a establecerse en una zona particular, lo cual no es ni mucho menos una medida de prudencia, sino testimonio de menosprecio. Se fuerza el éxodo de grandes contingentes de población de una región a otra para alejar a los palestinos de sus lugares de origen y separarlos de sus familias, tratando de desarraigarlos. La ciudadanía israelí cesa; y aquellos que quieran retenerla tienen que someterse a un proceso de naturalización.

En primer lugar, los dirigentes y las fuerzas de seguridad dentro del Eretz Israel que se han hecho con el poder coercitivo, pueden, dentro de su dominio, pasar por alto con impunidad los valores y normas que subyacen al derecho existente, máxime cuando las últimas elecciones israelíes han dado cuenta del extremismo ultranacionalista de un pueblo que no va a dar su brazo a torcer, no va a renunciar a la búsqueda permanente del “espacio vital”, no va a escapar a la tentación del expansionismo; un extremismo ultranacionalista que está representado por los grupos religiosos ortodoxos, entre lamentaciones jeremíacas ante el Muro de los Lamentos.

En este sentido, Israel dirige su fuerza a la consecución de objetivos ilegales, entre los que destaca el tráfico de armas, el cual constituye la cuarta parte de la exportación israelí. De hecho, las exportaciones de material bélico forman parte de la compleja política de este pequeño Estado, con el objetivo de penetrar en los mercados de países que no mantienen relaciones diplomáticas con Tel Aviv o que se dedican a criticar pública y abiertamente al '”enemigo sionista”. Israel mantiene incluso consejeros militares en las partes más recónditas del mundo (Singapur, por ejemplo), dirigiendo importantísimas bases militares. No obstante, parafraseando a Ezra Pound, “todos los beneficios ilícitos particulares y las estafas sobre el comercio de armas en tiempo de paz son algo extra, por fuera y por encima de la estafa fundamental”.

En segundo lugar, el gobierno ultranacionalista de Israel, tiende, en el proceso de consolidación de su poder, a subvertir y manipular la estructura legal con el fin de convertirla en un arma de opresión para sus (considerados) enemigos internos: los palestinos. Israel no puede tolerar jamás una agitación nacional liberadora en territorio palestino. Nada nuevo: la víctima de ayer se transforma en verdugo hoy sin que esto conmueva ni la conmueva.

En este contexto, el racismo es la forma más extrema del nacionalismo, y la que más directamente ha expresado las pretensiones de expansión colonial del Estado de Israel. De forma tal que el discurso justificador de la “necesaria hegemonía israelí”, se inscribe, no tanto en el afán de salvaguardar la seguridad israelí, sino más bien en el de mantener su dominación en la región para neutralizar los impulsos nacionales de los pueblos islámicos en la lucha por su soberanía plena. Para no ver más socavada la dominación israelí en Oriente Próximo, el gobierno de Israel ha llevado a la práctica una estrategia de contención. Así, Oriente Próximo ha pasado a ser una región prioritaria en la estrategia de Israel no sólo como producto de su crisis interna, sino también de la decisión de convertirla en elemento clave de la política mundial. Por ello, ante la compleja situación del Oriente Próximo, el gobierno israelí tiene como objetivo preservar su seguridad (que supone igualmente la “pax americana”) y prevenir la instalación en dicha zona de movimientos islámicos. De tal manera que la cuestión a resolver para el gobierno israelí, es contener y desarticular al pretendido “expansionismo islámico”. De ahí que la respuesta a esa supuesta expansión por parte de Israel y Estados Unidos sea dar una respuesta global a la confrontación “Mundo islámico-Comunidad democrática global”, esgrimiéndose distintas y variadas expresiones de la estrategia de contención, todas ellas justificadoras de una política que privilegia las cuestiones estratégicas por sobre las consideraciones políticas, económicas y sociales. Con todo, es una discusión con límites precisos fijados por la necesidad israelí-norteamericana de mantener su hegemonía amenazada.

A este respecto, la tesis de la “seguridad nacional” israelí estuvo fortalecida por la ideología de la guerra fría. A grandes rasgos, la guerra fría significó en dicha región, no sólo el endurecimiento de la escena política a través de regímenes nacionalistas que establecieron las condiciones para la penetración del capital transnacional, condonando la jauja petrolera, para poder así jugar a avivar la psicosis de escasez (chantaje energético), ya que la crisis les beneficia enormemente, sino, además, la subordinación de las clases moderadas nativas al nuevo proyecto colonial; esto se dio simultáneamente con el aplastamiento de los movimientos islámicos.

Aplicando la teoría geopolítica del Lebensraum (espacio vital), Israel es como una estrella-estado perdida de la bandera americana (la Old Glory). Esto no sólo significa que actúa sobre la base del mismo idealismo religioso y político, sino que actúa con la convicción del “destino manifiesto” (según el mito de la “nueva Sión”), lo cual muestra el mesianismo naif judío en toda su complejidad; un mesianismo como forma de imagina-ción colectiva para sociedades oprimidas, máxime cuando el pueblo judío vive en la perpetua aflicción, consciente de que está aquí para recibir afrentas; un mesianismo según el cual las razones ideológicas fundamentales para establecerse en Oriente Próximo fueron más políticas que religiosas, aunque no dejaban de tener un componente religioso constante como cobertura estratégica. De ahí la tendencia teocratizante versus laicismo, pues si bien inicialmente lo religioso comparece como metáfora de lo social, los efectos prácticos del movimiento sionista hacen aparecer finalmente a lo social como metáfora de lo religioso, hasta llegar al extremo absurdo del “fetichismo sanguíneo”, según el cual especulan con el Rh y hacen estadísticas entre el porcentaje de grupos O y B de la población judía.

Si a todo esto sumamos los factores internos (siempre religiosos) de los países de Oriente Próximo, fácil es deducir que Israel hace el papel de movimiento antagónico a los intereses que aquellos representan, esto es, de la contrarrevolución: la '”contrarrevolución judía”, como una guerra que apoya, promueve y dirige el gobierno norteamericano (al igual que la contrarrevolución latinoamericana), y cuyo objetivo se manifiesta en desestabilizar inicialmente todo proceso islámico para derrocarlo finalmente, y con ello recuperar el poder. No puede quedar ninguna duda de que Estados Unidos-Israel quieren minimizar el espacio de diálogo para dar al conflicto una solución militar, a través de diversas formas de penetración, mediante agentes clandestinos, el sabotaje económico, el intento de penetración y confusión ideológica, con tal de alentar y promover todo tipo de provocaciones contra los pueblos musulmanes de la zona.

Entonces, por supuesto, se pone más y más énfasis en la guerra subversiva, en la lucha de contrainsurgencia, pues el expolio sirve de acicate al nacionalismo palestino. Y como la población palestina, por su parte, apoya continuamente la revuelta (a la que se ha dotado de carácter folklórico, esto es, la intifada como baile nacional palestino), resulta imposible aislar y desarticular el hostigamiento y el sabotaje continuo de Israel. Por otro lado, se insiste tanto en el carácter “interno” de la confrontación, con tal de seguir encubriendo el intervencionismo norteamericano y crear la figura de una (cuasi) guerra civil, que todo ello incide en que la verdad de la solución continúe sepultada bajo una densa capa de agravios y prejuicios que cada sector emplea en defensa de su posición.

El enfrentamiento entre musulmanes y judíos no convierte al problema palestino en un conflicto religioso. La definición religiosa es el sustrato sobre el que se encuentran los que tienen el poder y los que no, y nadie escapa a este etiquetamiento. En este sentido, la desinformación (verdadero “mito incapacitante”) es un sustitutivo de las guerras entre ambos pueblos.


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(Dibujo de Casso)


El derecho y lo intolerable

Se insiste una y otra vez desde el exclusivo punto de vista de los judíos (los atacantes); jamás se nos propone la visión de los palestinos (los vencidos, los atacados, los aplastados), pues éstos están constreñidos a someterse al hecho sionista, a su supremacía. De ahí que la lectura de los acontecimientos, desde cualquier medio de comunicación produzca un sentimiento ambiguo, turbador, desagradable: la impresión de participar (sin ningún riesgo) en un conflicto colonial, en una operación de “pacificación”.

Esta idea es escandalosa, ya que tendería a dar crédito al Estado de Israel como institución a pesar de las atrocidades que comete; semejante argumento es insostenible si se piensa en las masacres en que ha intervenido Israel desde su constitución como Estado. A este respecto, hay que ser conscientes de que el poder de Israel está construído sobre la masacre. Es más, el sionismo ha sido el producto de las atrocidades cometidas contra los judíos a lo largo de los siglos, y ello parece justificar un Estado: Israel, con tal de obtener lo que toda nación posee: territorio y soberanía, pero reconvirtiéndose de la “masacre administrativa” —según conocida expresión de la pensadora judía Hanna Arendt— al terror de Estado. La perversidad ideológica de este tratamiento no puede escapársele a nadie.

Pero la lógica colonialista del conflicto va todavía más lejos. El ejemplo, según los nacionalistas judíos, se lo proporcionan los palestinos “puesto que se trata de árabes, que solamente entienden el lenguaje de la fuerza”. Aquí reside la suprema perversión política de Israel: el origen del horror y de la crueldad se halla en el comportamiento del enemigo, al cual se le achaca ser el catalizador político principal de los conflictos en todo el Oriente Próximo. Los israelíes (los buenos de la película) se limitan a imitar los métodos inhumanos (supuestos, naturalmente) de los guerrilleros palestinos. “Los palestinos son innobles. Por consiguiente hay que combatirles con sus propias armas”, parecen decir. Más, si así fuera, pero la realidad nos demuestra todo lo contrario: los palestinos se defienden (que no atacan) con piedras, mientras los israelíes atacan (que no defienden) armados hasta los dientes, con la tecnología armamentística más avanzada.

Según estos presupuestos, el palestino no es un enemigo en cuanto “intruso” en tierras israelíes, sino en cuanto árabe, como perteneciente a una raza sometida, dócil, incondicionable. De esta manera, se somete al pueblo palestino a la manipulación de una autonomía condicional, dado el “compromiso funcional”, según el cual Israel tenía en sus manos la soberanía de los territorios desde 1967, mientras que la administración de sus habitantes corría a cargo de Jordania (reino del desierto beduino, invento de la diplomacia británica), la cual, precisamente, había gobernado sobre esas tierras desde 1948 hasta 1967, año de la ocupación israelí. El propósito era bien claro: la reducción de los pa-lestinos al estado de esclavos económicos mediante el uso de los métodos más despiadados; el traslado y reasentamiento, continuo y sistemático, de ciudades y pueblos enteros, desde áreas fértiles a otras zonas áridas e inhabitables; la destrucción, en definitiva, de su fuerza moral y su dignidad como seres humanos.

La creación de un Estado palestino en esos territorios es imposible, pues dicho Estado estaría compuesto de pequeños enclaves; en consecuencia, todos los espacios situados entre estos enclaves y el Estado están amenazados de anexión. Además, si la OLP, por un lado, pretende que Israel derogue los términos de su proclamación como Estado (algo impensable), y, por otro, Israel no tiene en cuenta las prerrogativas palestinas, porque ello supondría creer en una sociedad abierta, tolerante y multiconfesional, la supuesta creación de un Estado palestino no será más que virtual. Máxime cuando estaría siempre subordinado a Israel, en particular, y a la comunidad democrática global (que lo subvenciona, en gran medida). La trampa tendida es perfecta.

Recordamos de nuevo a Ezra Pound: “la técnica de la infamia consiste en inventar dos mentiras y conseguir que el pueblo discuta acaloradamente sobre cuál de ellas es verdad”. En este caso, se solivianta a una parte del pueblo palestino a que luche por un Estado independiente, y a otra parte a que sea partidario de la ciudadanía jordana, pues no debemos olvidar que la gran mayoría de habitantes de Jordania son palestinos, a lo que habría que añadir el millón aproximado que vive en Cisjordania y el millón y medio largo extendido en otras naciones árabes.

Como bien se sabe, la opción jordana no fue una muestra de “buenos propósitos” del rey Hussein, pues ya era un viejo proyecto del partido laborista israelí. Mejor aún, al renunciar Jordania a todo control y responsabilidad sobre la población palestina de los territorios ocupados, a la larga facilitó un proceso que culminó con la anexión definitiva (lo que ellos llamaron, eufemísticamente, “unificación técnica”) de Cisjordania y Gaza a Israel y la paulatina expulsión de sus habitantes para sustituirlos por colonos judíos, por lo que la “opción jordana” resultó una jugada maquiavélica contraria, astuta y cínica, cuya finalidad no fue otra que engañar a los palestinos ocultando sus auténticas intenciones. Dado que no pueden negar la existencia de palestinos en sus territorios, tratan por lo menos de disminuir su importancia.

De entrada, los palestinos de los territorios ocupados que trabajaban para la administración jordana se encontraron en el paro, marginados y desorganizado. Esas medidas jordanas se adelantaron probablemente a una posible “Ley del retorno” que los judíos estaban ya incentivando en la URSS, según la cual el Estado judío confería, automáticamente, a cualquier judío soviético que escogiera residenciarse en Israel, dada la apertura soviética (“perestroika”), la cual, en gran medida, facilitó la salida de gran parte de la judería rusa. La historia, pues, se repite. ¿Se comprende ya el el por qué de tan acelerado proceso? La estrategia es bien sencilla: los judíos piden tierras para ubicar sus inmigrantes e instalan inmigrantes para poder pedir tierras.

Los judíos a todo esto, se desculpabilizan achacando a los palestinos una serie de comportamientos tipo, de atavismos y de taras, lo cual constituye la base pretendidamente científica del racismo más elemental. Para ellos, los palestinos (por extensión, los musulmanes) son muy atrasados, muy primitivos; todo lo ensucian, y además no tienen deseos de progresar. Por tanto, sin ellos, Israel sería un paraíso. En ello basa su ideología totalitaria, que no pasa de ser una racionalización ideológica más elaborada por colonialistas incapaces de comprender el deseo de libertad de los pueblos.

De ahí que Israel insista en la necesidad de mantener la movilización y aboque por la canalización de la energía militante en la corriente de la vida cotidiana. Que “el judío sea su propio soldado”, tal y como dijo Herzl. Ese militantismo lo elevan a la categoría de verdadera moral. Pero haciendo lo posible para que el ciudadano israelí, mediado y militarizado, jamás se cuestione sus actos, por lo que se producen curiosos zombis políticos sobre los que se abate el conflicto y su cortejo de horrores.

Israel, en definitiva, se ha convertido en un “ghetto” superarmado, sagaz y arrogante, no sólo para reducir al pueblo palestino a la esclavitud, sino para frenar e impedir toda unificación islámica en la zona, al mismo tiempo que el pequeño grupo de judíos que dominan la élite de la riqueza sigan controlando la nueva hegemonía mundial. Porque los judíos han decidido que su único enemigo es la religión verdadera, esto es, Islam, porque solo el Islam se ha declarado oponente de la usura.

De ahí que sea cada vez más necesario estudiar el mundo judío, ver las formas que adopta, denunciarlo y tratar de luchar contra él, no desde la clerecía de los pronunciamientos políticos, de la indignación moral, por ser ésta –como alguien dijo muy acertadamente– “la estrategia tipo para dotar al idiota de dignidad”, sino desde la vitalidad, la energía y la convicción desde donde poder contemplar crítica y constructivamente el tema de la mejor manera posible. El día en que esto suceda, las noticias de los medios de comunicación, al respecto, nos parecerán de pronto todavía más inconsistentes y más banalmente patéticas.



Yasin Trigo
(1988)


(Publicado en la revista “Handschar”, nº 3, Año II, Otoño/Invierno 2001-02, Ponteceso, A Coruña, Galiza, pp. 6-21)

3/12/08

Ernst Nolte y el pensamiento histórico científico

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“La historia es la tradición que un poder victorioso se otorga a sí mismo”

Ernst Jünger


Contra la metáfora dinámica de la historia como “olas” de cambio (según Alvin Toffler), hay que volver a la idea de la naturaleza como fuente del desarrollo hacia una meta. En consecuencia, hay que desterrar los dogmas sumarios del historicismo progresista que predominan sobre la prudencia práctica política, implantados en la cultura occidental desde el siglo XVIII, y cuya genealogía es: iluminismo, racionalismo, positivismo y, finalmente, marxismo.

Esta filosofía del mundo no representa más que una evolución mecánica de la historia, que, en última instancia –como advierte el historiador alemán Ernst Nolte– elimina “la posible existencia de una causa humana concreta en dicho proceso”. Porque los procesos de cambio social y político son naturales, orgánicos. Las civilizaciones, las dinastías, ascienden y caen. Pero también las ciudades, las culturas y las ciencias.

Este es el mensaje último de los creadores de la historiografía moderna, es decir, de quienes han huido de la filosofía de la historia para hacer ciencia de la historia: Herder, Fichte, Savigny, Ranke, Droysen, Burckhardt, el primer Nietzsche, Dilthey, Windelband, Rickert, Treitshke y Meinecke.

Si bien la historiografía tradicional se caracteriza por la cadena lineal de relatos según el esquema “causa/acontecimiento”, la teoría moderna de la historia elaborada en gran medida por historiadores y filósofos de origen judío tras la Segunda Guerra Mundial, se basa en el principio de la fragmentación y el montaje. “Esto significa –en palabras del filósofo judío Walter Benjamin– erigir las grandes construcciones a partir de las unidades más pequeñas, elaboradas de modo preciso y puntual” (1). En consecuencia, la tesis de Benjamin –continuada luego por la Escuela de Frankfurt– era reescribir la historia desde la perspectiva de sus víctimas, y no de los vencedores, “porque, para decirlo al modo del propio Benjamin, cada generación ha recibido la capacidad mesiánica de redimir a todos los que han sufrido en el pasado” (2).

Ya no se trata de construir la Historia como estudio de la historia concreta de una configuración de acontecimientos, analizados en la interacción de sus diversos aspectos (económico, social, político, demográfico, etc.), sino de hechos aislados en una secuencia átona de vivencias aisladas que no alcanzan a encontrar un lugar en el contexto de la historia que las dote de significado, porque no son más que despojos y escombros.

Sin ninguna duda, esta concepción del tiempo lineal, del progreso, obedece a la misma estructura del pensamiento cristiano y judío, y que tiene como origen y motor de todo, la culpa. Así se explica, por ejemplo, que se haya coronado con el mito del Holocausto la construcción de la nueva superstición moderna del progreso.

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En este marco, cabe inscribir la obra de Ernst Nolte, historiador alemán conocido por contextualizar los movimientos fascistas situándolos dentro del marco histórico de donde surgieron, lo que le condujo a su tesis acerca de la existencia de una guerra civil europea entre 1917 y 1945, personificada en la lucha entre el nacionalsocialismo y el comunismo bolchevique. Famosa es, a este respecto, su afirmación de que “el gulag precedió a Auschwitz”. Un nexo causal que despertó indignación, porque se le atribuía un fundamentum in re: que el archipiélago Gulag se haya sacado a relucir en relación con Auschwitz. Ahí está el escándalo: el hecho de que Nolte haya investigado de manera razonable y sopesada el período de las dos guerras mundiales, sin convertir “en objeto la ciencia histórica la perpetuación del cuadro propagandístico en blanco y negro creado por sus contemporáneos”. Algo que Nolte exige a todos los historiadores.

Para Nolte, por tanto, sólo se logra acercarse progresivamente a la realidad histórica desde el análisis mismo, y no desde “profesiones de fe y aserciones prematuras”. En consecuencia, sobran las demagogias, los oportunismos intelectuales, los moralismos y todas las reacciones emocionales. Porque la historia debe verse, no como un concepto lineal, sino como un “fenómeno de una pluralidad de grandes culturas”, siendo la civilización la unidad significativa del estudio histórico, no la nación; las culturas, los pueblos, son concebidas como organismos que nacen, se desarrollan y al final mueren. Dicho con otras palabras, cada pueblo, cada cultura, cada civilización, tiene sus propias nuevas posibilidades de autoexpresión que crecen, maduran, decaen y nunca vuelven.

Esta “morfología de la historia” ya fue elaborada por Oswald Spengler en su Decadencia de Occidente (1918), cuya tesis se basa en la aceptación de la decadencia. En dicha obra, Spengler demuestra que las culturas nacen independientes unas de otras, llegan a un período de florecimiento, seguido de una época de técnica pura, y finalmente mueren. Las culturas, en suma, son vistas en su sucesión y su simultaneidad. De esta manera, Spengler cuestionó el axioma relativo al tiempo heredado del siglo XIX, aceptado sobre la visión unilineal y uniforme del “paso” del tiempo, según la cual todos los acontecimientos pueden relacionarse temporalmente. Es más, advirtió cómo el desarrollo de una cultura comporta unos efectos que destruyen las causas que la hicieron posible determinando así su desaparición.

En este orden de ideas, hay que destacar la concepción que Nolte denomina la “versión histórico-genética de la teoría del totalitarismo”, en pugna inevitablemente con la concepción judía, sea la versión politológico-estructural de Hannah Arendt, sea la teoría comunista marxista. Una versión esta última que ha instrumentalizado la obsesión del nazismo y, por ende, del antinazismo, asumiendo la fuerza de una teología. Y que en el fondo, no se ha tratado más que de un medio para ocultar su realidad a los ojos de la opinión. No en vano, según el marxismo se escribe la historia según la economía, el progreso lineal y la lucha de clases, sustituyendo al pueblo judío por la clase obrera en sus esquemas mentales.



El Gulag fue anterior a Auschwitz

Como afirma Nolte con razón, los historiadores e intelectuales no han tenido la misma consideración con el comunismo que con el nazismo, haciéndose los distraídos ante los horrores del movimiento comunista, no solamente en el interior de Rusia sino también en Europa. De hecho, la mayoría de los intelectuales procomunistas silenciaron las atrocidades del stalinismo, mientras quienes decían la verdad acerca de la Unión Soviética, siguen sin ser escuchados.


Según Nolte, el nacionalsocialismo no estuvo privado totalmente de razón. “El nacionalsocialismo fue ´una forma extrema de antibolchevismo´. En este sentido, la idea de exterminio de la burguesía como clase por los comunistas señaló el camino al genocidio de los judíos por Hitler y sus partidarios. El gulag fue anterior a Auschwitz. Nolte se esfuerza, en esa línea, en intentar comprender el antisemitismo de los nacionalsocialistas. (…) Nolte niega el carácter totalmente antimoderno del nacionalsocialismo” (3).

Ciertamente fue Stalin el creador de los campos de concentración, pero la novedad del enfoque de Nolte fue ver la interrelación, la interdependencia, entre el comunismo soviético y el nazismo, pero sin igualar nazismo y estalinismo bajo la categoría de totalitarismo, según defendió Hannah Arendt en su obra Los orígenes del totalitarismo. “Es un planteamiento –según Antonio Elorza– que lleva de inmediato a preguntarse por las relaciones de causalidad, por las influencias ideológicas y por el juego de similitudes y diferencias” (4). Todo sea por “aliviar la conciencia alemana del peso que pudiera suponer el legado de los crímenes nazis” (5).

No obstante, como advierte Antonio Morillas, “Nolte mantiene que no es posible comprender el carácter particular de los genocidios y la solución final de la cuestión judía de los que se hizo responsable la Alemania nacionalsocialista mediante el simple acto de declararlos singulares, prescindiendo de cualquier otro discernimiento, ya que lo incomparable presupone, precisamente, la comparación, y la identidad en las designaciones con mucha frecuencia encubre la disparidad de los asuntos” (6)

Por tanto, la obra de Nolte “contiene en potencia –como él mismo dice– no sólo la determinación general del fascismo como configuración militante del antimarxismo, sino también la definición particular del nacionalsocialismo en tanto ´fascismo radical´” (7).

Ahora bien, considerar el fascismo como una mera reacción frente al comunismo, resulta bastante reduccionista. Este nexo causal entre ambos totalitarismos no es del todo cierta. ¿Cómo se puede decir que el nazismo tuvo su matriz de origen en la revolución rusa de 1917? Dicha afirmación adolece de un craso error: creer que la historia es la resultante de fuerzas que conforman una serie de causas identificables a distintos niveles del pasado. “Este enfoque –según el historiador francés François Furet–, que constituye un supuesto natural para inventariar como ´totalitarismo´ un ideal tipo, tiene la ventaja de amoldarse mejor a la marcha de los acontecimientos. Presenta el riesgo de ofrecer una interpretación demasiado simple, a través de una causalidad lineal conforme a la cual el antes explica el después” (8).

En consecuencia, no es más que una trivialidad decir que “el comunismo nutre su fe del antifascismo y el fascismo del anticomunismo”, como dice Furet, tras el debate continuado a través de correspondencias con Nolte. Como trivial es la perspectiva histórica que cree que el nazismo fue resultado del fracaso de la democracia y del orden constitucional alemán de la República de Weimar.

Por otra parte, no se trata de ver en los análisis de Nolte un proceso de trivialización de la experiencia nazi, como hacen todos aquellos que le califican como el “espíritu rector de la nueva derecha alemana”, con el objetivo de neutralizar su lúcida obra. Una obra que tiene como eje principal su monumental estudio “1917-1945, la Guerra Civil Europea”, en la que utiliza –en palabras del intelectual escocés Ian Dallas, conocido en el mundo islámico como Shayj Abdalqadir as-Sufi al-Murabit– “una metodología distinta de la crítica dialéctica tan preconizada por los rabinos de la Escuela de Frankfurt, que apareció a partir de 1950 y tomó el poder definitivamente en 1968. (…) Así pues, la victoria de 1945 fue la victoria, no solo de Rusia, sino del Socialismo Internacional. Bajo la inspiración de su libro comenzó a ponerse en claro por qué la historia cesó de enseñarse tras la guerra del 39-45 –apareciendo en su lugar la sociología– y por qué regímenes aparentemente ´capitalistas´ instalaron marxistas militantes en el sistema universitario occidental; los factores comunes ineludibles: judíos, marxistas y estructuralistas. Esto aseguraba que todo el discurso académico quedaría dentro del marco de la crítica dialéctica confirmando así el debate mundial como incluido dentro de una aceptación fundamental del socialismo, que en sí mismo representa el modelo esencial de una sociedad controlada, tan necesaria para el funcionamiento del ´radicalismo liberal´ que no es otra cosa que el monetarismo oligárquico. La ortodoxia de Weber, Marx y Habermas está específicamente diseñada para perpetuar un debate crítico en el que jamás se permitirá la crítica del sistema financiero, que a su vez es el sustento de dicho debate, al mismo tiempo que el encargado de pagar el salario de Habermas.”

“Lo que el libro de Nolte crea es una nueva visión hacia otro modelo histórico que nos permite medir no sólo el desplazamiento tectónico de las crisis de estado –que ahora podemos reconocer como totalmente irrelevante–, sino más bien hacia otro tipo de desplazamiento profundo e inexorable en el cual al tiempo que los estados nacionales desaparecen bajo las estructuras supra-estatales de los mercados comunitarios, en su lugar aparecen las nuevas estructuras de poder del internacionalismo –totalmente liberadas de elementos basados en el terreno contenido entre fronteras– y que son las nuevas e interrelacionadas fuerzas de la banca mundial y las agencias de bolsa” (9).

Efectivamente, estas son las claves de la investigación histórica de Nolte, que muchos tratan con ahínco de neutralizar, sea en grupos o facciones, arrastrándola a ceremonias de expiación, reuniones rituales, cruzadas.

El revisionismo histórico

Revisar la historia, como ciencia que es, de por sí no tiene nada de malo. Si se encara la tarea desde un punto de vista científico, la revisión de la historia aporta por lo general nueva información, perspectivas y conclusiones que nos ayudan a entender el mundo. Por lo que no son admisibles aquellos procesos de revisión que no empleen la metodología científica y que tengan fines diferentes al esclarecimiento de la verdad.

En esta perspectiva, se ha dado en llamar “revisionismo histórico” a aquella actitud comprensiva con los planteamientos que abogan por situar el nazismo y el fascismo al fin y al cabo como una reacción razonable —aunque se afirme que injustificable— frente al totalitarismo socialista de identidad marxista.

Ciertamente, el nacionalsocialismo no fue, en su esencia, más que una respuesta al bolchevismo soviético, dado que éste fue un movimiento con gran apoyo de la comunidad judía. De manera que –según Nolte–, el antisemitismo de Hitler tenía una base racional, que se encuentra “en la realidad fáctica del gran papel representado por cierta cantidad de personalidades de origen judío en el seno del movimiento socialista y comunista”. A este respecto, hay quien sostiene que el exterminio judío fue una reacción ante la inminente victoria de los aliados. Los judíos eran los creadores del bolchevismo y como tales, debían desaparecer. Por tanto, las políticas antijudías del régimen nazi deben considerarse como un producto de la guerra y no como un programa previamente elaborado.

Antes de continuar, vamos a permitirnos una aclaratoria, diciendo que la palabra “antisemitismo” es un “infame término anti-científico” (10), utilizado por doquier como una gran estafa intelectual. Porque de los que pretenden hoy ser los judíos pocos parecen haber asimilado a los últimos judíos semíticos de los tiempos antiguos. Entre ellos, sólo cabe destacar a los sefarditas, y, en absoluto, a los ashkenasim, procedentes de los pueblos kázaros diseminados por Rusia, Polonia y Europa oriental. Y porque los únicos que pueden considerarse, hoy por hoy, semitas son los árabes. En consecuencia, decir “anti-semita” significa, racionalmente, “anti-árabe”.

La palabra “antisemitismo”, por tanto, —cuya construcción misma es absurda—, sirve esencialmente para perseguir a loa adversarios de los judíos, a los que se acusa no de prácticas discriminatorias, sino de crimen del pensamiento por no conformismo ideológico. “El judaísmo adquiere así una verdadera jurisdicción moral y, finalmente, una jurisdicción legal (…). El antisemitismo sería ese mal que procede de una pulsión irracional, injustificada, o patológica. Pero en realidad la palabra misma es una palabra-valija. Es una palabra que realiza la amalgama de todas las oposiciones, críticas, persecuciones, injusticias o atrocidades que los judíos han tenido que enfrentar (…). La acusación de antisemitismo funciona como un mecanismo de denegación de la palabra ajena” (11).

Valga un simple ejemplo, bastante patético, por cierto. En una rueda de prensa el día 23 de abril de 2002 en el V Foro Euromediterráneo celebrado en Valencia, Simón Peres —en calidad de Ministro de Asuntos Exteriores de Israel— argumentó que había “antisemitismo” tras las reacciones al genocidio sistemático perpetrado entonces por el ejército israelí contra varias ciudades palestinas (entre ellas, la ciudad de Yenín), y mostrando como prueba de ello la portada de una revista donde se representaba a Ariel Sharon con cara de cerdo. Sin comentarios.

Volviendo, pues, a nuestro tema, el pensamiento científico –advierte Nolte– no puede callar por más tiempo. “El pensamiento científico sostiene que el acto más inhumano es siempre ´humano´ en el sentido antropológico; que el ´absoluto´ de postulados y máximas morales, como por ejemplo: ´no matarás´, no es tocado por la determinación histórica, en el sentido que desde los principios de la historia hasta el presente la matanza de hombres por hombres, la explotación de hombres por hombres, han sido realidades permanentes; que el historiador no debe ser un mero moralista… El absoluto o sencillamente lo singular en la historia sería un ´numinosum´, al que sólo debería uno acercarse en actitud religiosa, pero no con criterios científicos”. En estos casos, suele ocurrir que la propaganda es a menudo respondida con propaganda en perjuicio de la verdad histórica, a la que los judíos especialmente anegan con una infecta marea moralizadora de sermones humanistas. ¿Acaso no han establecido una relación orgánica entre la difusión militante del deber de recordar el Holocausto y la instrumentalización judicial de la historia?

Por todas estas razones, no creemos —como dice Ian Dallas o Shayj Abdalqadir al-Murabit, como se prefiera— que el “revisionismo histórico” sea en sí mismo “un intento inadecuado y romántico por defender un pasado irremediablemente perdido o de enmendar una devastadora e inalterable derrota”. Entendido así, el revisionismo suele no ser más que redefinición o transvaloración de palabras.

Censura este intelectual musulmán que el revisionismo sea “básicamente una tapadera”, porque el método histórico debe proponer “un nuevo conjunto de números enteros, nuevos conceptos estructurales, además de un cambio fundamental en lo que son las formas motrices de los sucesos y los imperativos sociales sobre los que se basa la sociedad”. Pero, ¿cuál método histórico? Descartado el método dialéctico, ¿entonces? Propone un modelo “cuyo fundamento sea más biológico”, “que nos permita examinar el crecimiento de los organismos y su posterior expansión, el entrelazado de sus tejidos y las alteraciones de consciencia producidas por la complejificación de su desarrollo a lo largo del cuerpo político” (12).

De acuerdo. Pero lo más gracioso del caso es que, a continuación de todas estas disquisiciones, Shayj Abdalqadir se adentra de pleno en planteamientos de “revisionismo histórico” puro y duro, advirtiendo de que “hasta que no se corrija la historia de este siglo, y ello implica corregir la vergonzosa distorsión de los hechos históricos y los personajes de la Alemana post-Weimar, no podremos comprender la época en la que vivimos”, porque “la visión al uso que presenta a Hitler como un lunático fascinado con la dominación mundial, es probablemente la más perniciosa reevaluación de los hechos en el espectro total de esta época” (13).

Pues bien, esto es lo que hacen precisamente los mejores historiadores revisionistas, con investigación de archivo, con una vasta colección de conocimiento y, en la mayoría de los casos —los más relevantes—, sin invocar las maquinaciones de poderosas y nefastas entidades controladas por sionistas para explicar cualquier testimonio o evidencia que respalde la versión aceptada.

En este sentido, si el revisionismo del Holocausto está ahí debe ser tratado como un hecho histórico, en lugar de un artículo de fe religiosa, debiendo estar sujeto a una continua revisión crítica.

Como resume espléndidamente Norberto Ceresole, hoy por hoy uno de los politólogos más lúcidos, el “revisionismo histórico” ha demostrado:

“1.- que una parte importante del relato canónico de la deportación y de la muerte de los judíos bajo el sistema nazi ha sido arreglada en forma de mito.
2.- que dicho mito es utilizado hoy en día para preservar la existencia de una empresa colonial dotada de una ideología religiosa (monoteísta y místico-mesiánica): la desposesión por Israel de la Palestina árabe.
3.- que ese mito es asimismo utilizado para chantajear financieramente al Estado alemán, a otros Estados europeos ya la propia comunidad judía en los Estados Unidos de América y de otros países con diásporas significativas.
4.- que la existencia de tal empresa política (Israel: un poder concretado en el monopolio del monoteísmo, e implementado por un ejército, varias policías, cárceles, torturas, asesinatos, etc.) busca consolidarse por una serie de manipulaciones ideológicas en el seno del poder hegemónico de los Estados Unidos, que procura por cualquier medio hacerse aceptar como amo del mundo, mediante el terror generalizado y además mediante prácticas disuasivas y persuasivas” (14).

En este punto, cabe reseñar que hay muchos judíos conscientes de la estafa de la que se les hizo cómplices aprovechando las secuelas del espanto y el sentimiento de culpa por haber sobrevivido al nazismo. Justo es destacar el libro del historiador judío Norman G. Finkelstein, La industria del Holocausto (Reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío), donde de manera rotunda se afirma que el negocio alrededor del Holocausto no es para comprender el pasado, sino para manipular el presente. En dicho libro, Finkelstein alerta a los judíos contra los peligros a los que las organizaciones judías israelíes y norteamericanas les están abocando, al pretender ser sus representantes y sus élites, extorsionando a los bancos suizos y a todas las empresas e instituciones de los países de Europa que tenían una población judía antes de la guerra.

Y es que “cuando se trata la cuestión de las dimensiones verdaderas del Holocausto —como advierte Nolte—o se discute incluso si éste se dio o no se dio, las emociones se desbordan” (…) “En el caso del revisionismo se parece estar ante la negación descarada de hechos fehacientes, atestiguados de forma como quien dice irrefutable. Esta indignación también puede dar lugar a esa postura que yo esbocé en mi libro Controversias, y que consiste en la exigencia simple de que se responda con argumentos a los argumentos de los revisionistas, en vez de perseguir a éstos judicialmente” (15).

Por tanto, las cuestiones históricas no deben pasar por el tratamiento legislativo. En definitiva, Nolte condena “la posibilidad de que las manifestaciones, los argumentos y las valoraciones pasen a ser asunto del código penal” (16).

Sin embargo, por todas partes se multiplican los procesos judiciales en aplicación de estas leyes mafiosas, gracias a la presión de poderosas organizaciones judías, como la Orden B´naï B´rith, el Centro Simón Wiesenthal o la LICRA (Liga contra el Racismo y el Antisemitismo), directamente o por organizaciones interpuestas, dedicadas a “la memoria del Holocausto y la lucha contra el antisemitismo, el racismo y la xenofobia”, y reconocidas como ONG. Incluso ya han caído algunas penas de prisión.

La lista de víctimas de esta policía del pensamiento es innumerable. De hecho, bajo la estrecha vigilancia de esta infame policía, todo historiador que trabaja sobre el periodo de la Segunda Guerra Mundial es susceptible de ser acusado de revisionismo, no conociendo más refutación que la censura. Cuando hasta los más prominentes críticos de las pretensiones de los revisionistas del Holocausto, Deborah Lipstadt (19), Pierre Vidal-Naquet y Michael Shermer (los tres, judíos), han declarado públicamente que se oponen a leyes que criminalicen el revisionismo.

Sin embargo, en toda Europa se considera que el “revisionismo histórico” de la Segunda Guerra Mundial constituye un caso de apología del delito. Todavía se insiste, por ejemplo –como hace el lingüista búlgaro residente en Francia, Tzvetan Todorov, en su último libro: Memoria del mal, tentación del bien (17)– en “no aceptar que el genocidio pueda excusarse en nombre del contexto histórico”. En consecuencia, la historia de ayer exige el juicio moral de hoy. Ahora bien, ¿a quiénes tener en cuenta de entre los que realizan las aplicaciones de la evocación del pasado respecto al presente?

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Los judíos le reprochan a los revisionistas que no vean en el Holocausto una singularidad superior a los crímenes ocurridos en la época comunista del Gulag. Según Bernard-Henri Levy, por ejemplo, Nolte esconde, tras la piel de historiador, a un “ideólogo escabroso u odioso”. Es más, “el problema de Nolte se basa en el clásico pero terrible deslizamiento que hace que, a fuerza de explicar el nazismo, a fuerza de inscribirlo en su siglo y de insertarlo en una trama apretada de razones, se termina por hacerlo evidente, natural, casi legítimo o justificado” (18).

Por su parte, el historiador judeo-británico Eric Hobsbawn llega a afirmar que “la existencia o inexistencia de los hornos de gas de los nazis puede determinarse atendiendo a los datos. Porque se ha determinado que existieron, quienes niegan su existencia no escriben historia, con independencia de las técnicas narrativas que empleen” (20). [Las cursivas son nuestras]. Más claro, imposible. Ellos, los judíos han determinado que los hornos de gas existieron. Ahí está la matraca de los medios de comunicación, las películas, novelas, discursos políticos, monumentos y propaganda que ensalzan el Holocausto (esto es, el “Shoah Business”), como un mantra no sujeto a discusión, explotado por celebridades como Steven Spielberg & Cía.

En definitiva, acaba por anatematizarse la lectura de la obra de Nolte, por provocar prejuicios y distorsiones de la realidad. Historiador del totalitarismo y, en concreto, del fascismo, Nolte considera como “genéricamente fascistas” a todos los movimientos políticos que comparten las siguientes seis notas características: antimarxismo, antiliberalismo, anticonservadurismo, principio del liderazgo, un ejército del partido y el totalitarismo como objetivo. Por el contrario, los liberales opinan que el fascismo se trata de una revuelta política, social e ideológica contra cualquier forma de transcendencia del ser humano. El fascismo es fundamentalmente el ataque al sistema liberal.

Nolte es catalogado (por intelectuales descendientes de la Escuela de Frankfurt) como uno de los intelectuales alemanes de la corriente revisionista, aunque él no acepta ni la mitofilia ni el revisionismo “negacionista”. “Una porque transforma en absoluta una situación que en definitiva es ´histórica´, es decir, ´humana´. La otra porque ´niega´ hechos que, según él, efectivamente ocurrieron, aunque no en la escala que sostienen los constructores del mito. Pero sobre todo es inaceptable –reconoce– que sobre esa construcción se elaboren políticas en el presente” (21).

Pese a todo, el revisionismo tiene que ver con la libertad de expresión, la investigación histórica, la cuestión judía, el libre ejercicio de la razón y el valor del testimonio en historia.


El debate de los historiadores

A raíz de un artículo de Nolte publicado el día 6 de junio de 1986 en el diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung (FAZ), se inició el llamado “debate de los historiadores” (historikerstreit). Por un lado, Ernst Nolte y otros historiadores (como Andreas Hillgruber, Klaus Hildebrand y Michael Stürmer) exigieron una comprensión teórica, de contextualización y de historización de la época nazi; protestaron, reclamando libertad de investigación, proponiendo que el genocidio judío no fue un crimen excepcional en la historia, sino que había sido precedido por las matanzas de Stalin en la Unión Soviética en la década de los treinta, que no sólo habían antecedido al Holocausto sino que también lo habían causado.

Por otro lado, el filósofo Jürgen Habermas (epígono de la rabínica Escuela de Frankfurt) impugnó desde el diario Die Zeit, junto con otro grupo de historiadores, estos argumentos revisionistas desde el universalismo democrático y el mecanismo ilustrado de la “crítica”, que siempre entiende la historia como memoria de frustraciones y, finalmente, como memoria de lo apocalíptico (22). Habermas condenaba todo intento de rectificar los términos más o menos consagrados de la acusación lanzada por los vencedores en la guerra mundial contra el pueblo alemán.

Nolte lo único que pedía –según advierte Ramón Bau– “es que los hechos referentes al pretendido holocausto se estudiasen con el mismo rigor y metodología que la ciencia histórica define para los demás hechos” (…)
“Cualquier historiador sabe cómo debe hacerse para estudiar y analizar un presunto hecho, las pruebas, las comprobaciones, los cuidados que debe tener en su demostración. Estos métodos científicos no son jamás exigidos para el tema holocáustico, y es más: cuando se presentan pruebas científicas contrarias a la versión oficial son rechazados y no aceptados en los tribunales o universidades, ´como insulto a las víctimas´. Esta es la pretensión del sionismo y las autoridades judías: no se puede estudiar el holocausto como un hecho histórico, no se puede dudar, no se puede presentar pruebas ni datos, es una Verdad de Fe, y su mera ´duda´ es un delito al ser un atentado contra el honor de las supuestas víctimas del Hecho Irrefutable. Es pues un tema ´no histórico´, no debatible por la Ciencia, es al fin un hecho religioso” (23).

Pues bien, este debate ocupó una buena parte de la opinión pública alemana desde 1986 a 1989, y al que tampoco fue extraña la polémica en torno a Martin Heidegger y el nacionalsocialismo, así, como más tarde, con el problema suscitado por la unificación de Alemania, tras la caída del muro.

Los principales temas de esta polémica entre historiadores fueron:

1.- El problema de la comparabilidad del nacionalsocialismo y del genocidio nazi.

2.- La cuestión: en qué medida el genocidio nazi puede ser interpretado como reacción comprensible frente a los exterminios masivos de los bolcheviques.

3.- La discusión de si se puede explicar la historia alemana con la posición geográfica de Alemania en el centro de Europa.

4.- El debate de si se puede y debe "historiar" el nacionalsocialismo; si se debe contemplar la época nazi desde la perspectiva de los contemporáneos o desde la perspectiva distanciada de los historiadores.


El Holocausto como religión de la democracia

La historia como memoria de lo apocalíptico es un reconocimiento que los judíos han impuesto como alternativa al optimismo del progreso y al sentido trágico de la épica heroica. Recordemos que Marx añadió a la concepción materialista de la historia el colofón apocalíptico, no por una simple analogía, sino por una combinación, una fusión entre el mesianismo judío y la teoría utópica de la revolución proletaria. Al advenimiento del Mesías corresponde la interrupción revolucionaria proletaria de la Historia.

Muchos escritores y filósofos judíos elaboraron a principios del siglo XX una versión romántica del mesianismo judío y de la utopía revolucionaria. Uno de ellos, Walter Benjamin, en su desesperada crítica moral y social de la ciencia y la técnica, llegó a considerar que “es necesario fundar el concepto de progreso sobre la idea de catástrofe. Que las cosas continúen ´así como van´ he ahí la catátrofe” (en su obra Charles Baudelaire).

Benjamin se adelantó así a lo que hicieron luego otros judíos, instrumentalizando el mito del Holocausto, piedra angular de la creación del Estado de Israel, el cual –como refiere el escritor judío Georges Corn– “aparece en la conciencia occidental como la justa compensación de la Historia, la cura de una gran herida en la marcha de la historia ´universal´(…) El retorno de Israel es entonces altamente simbólico en la conciencia occidental del progreso de la historia” (24),

El mesianismo forma parte sustancial de la cultura occidental; en esencia, supone un mecanismo que ha culminado en el mito del Holocausto como la religión de la democracia. Ello explica por qué las atrocidades, la injusticia y la violación de la naturaleza siempre van acompañadas de toda una arquitectura de fe que da cierta perspectiva al sentido del horror en que el hombre actual se debate. La siguiente etapa consistía en el establecimiento de la ideología estructuralista (creada, cómo no, por los judíos), la cual proclama abiertamente que el conocimiento de la historia era tan imposible como inútil. En consecuencia, el nihilismo y el relativismo triunfaron finalmente, como bastiones seguros frente al fanatismo ideológico, de tipo religioso o pagano.

Pero, ¿qué hay que obtaculice frente a ese torbellino al que la historia parece arrojar todas las tradiciones? ¿Acaso el hombre de ahora mismo no se aferra a espectaculares descubrimientos científicos, para hilvanar imágenes de catátrofes? ¿Acaso el futuro no aparece hoy como una pura extensión tecnológica de las posibilidades actuales, cuya función mítica es, no ya la crítica utópica del presente, cuanto la glorificación del orden tecnosocial existente, mediante la promesa de una automática difusión de los beneficios tecnológicos a todo el cuerpo social que por sí sola provocará efectos reguladores de las crisis latentes y los conflictos actuales manifiestos? ¿Acaso no son los judíos auténticos especialistas en trabajar la ironía apocalíptica?
Para los judíos, pues —empeñados en “fundar el concepto de progreso sobre la idea de catástrofe”, como quería Walter Benjamin—, la existencia acaba siempre asociándose al sentimiento de un oscuro, incomprensible destino, de una fatalidad y de una condena absurda que domina el conjunto de la condición humana. En consecuencia, la fatalidad acaba siendo explicada mediante estadísticas. ¿Acaso no se justifica ahora la fatalidad histórica como un cúmulo de hechos azarosos debido a intereses políticos, económicos o sociales?

Los judíos, por tanto, entienden la historia como progresivo ocultamiento, lugar de la caducidad y de la precariedad, legitimando finalmente el recuerdo del Holocausto como piedra angular de la identidad democrática. Es más, como nuevo “dogma del progreso”. Una memoria histórica que se convirtió en garantía, no sólo para que la República Federal de Alemania superase su herencia nacionalsocialista, sino para establecer en toda la comunidad democrática global un chantaje emocional estable y de buen funcionamiento. Porque se trata de mantener las preguntas (“¿Qué ha sucedido?”, “¿Por qué sucedió?”, “¿Cómo ha podido suceder?”) y de mantenerlas como exigencia de una vida pública democrática.

Sin embargo, ¿puede entenderse el presente de Alemania sin conocer su pasado nacionalsocialista? Recordar hoy aquel período buscando continuidad con el presente es un ejercicio difícil. En consecuencia, como el pasado cercano suele ser molesto, si se puede, es prudente eludirlo.

Por otro lado, al invocar el Holocausto los judíos se acogen a un estatuto capaz de garantizarles la impunidad por sus actuales abusos.

Este es el panorama actual. La gran historia ha muerto, dando paso a la historia económica, a la historia social y a la historia cultural. Y la influencia judía es clave para entender este cambio de paradigma en la investigación histórica.


A propósito de las teorías del “Fin de la Historia”

Es conocido el historicismo como falsa religión de los intelectuales, obsesionados unos por la idea determinista, otros por una concepción sociológica de la historia. El lema: “Si las teorías no coinciden con los hechos, tanto peor para los hechos”.

Pues bien, los acontecimientos de 1989 pusieron en entredicho —a juicio de Nolte—, no ya al comunismo como sistema social y político, sino algunas convicciones tan viejas en la cultura europea como el “sentido de la historia”. En este sentido, el historiador alemán se muestra partidario de una visión “trágica” de la historia.

A raíz del hundimiento de los regímenes políticos de la Europa del Este, surgieron toda clase de agoreros, videntes y oráculos, que proclamaron enfáticamente (no exenta de sensacionalismo y cinismo provocador) “el fin de la historia”, entendido ese final como el triunfo de la democracia liberal y la irreversible victoria del capitalismo.

Entre todos ellos, cabe destacar a Francis Fukuyama, cuyo libro “El Fin de la Historia y el último hombre” tuvo una extraordinaria difusión, gracias a una deliberada operación de marketing por parte de los centros de poder liberales estadounidenses, con el objetivo de renovar el optimismo histórico en la dinámica del devenir. No en vano, Fukuyama es subdirector del gabinete de estudios y planificación del Departamento de Estado norteamericano, al mismo tiempo que trabaja para la Rand Corporation, poderoso laboratorio de ideas (think tank).

Fukuyama (convertido más en un fenómeno social que un fenómeno intelectual) continúa ese oficio ritual típico de la modernidad consistente en invocar el futuro. Por tanto no es de su interés intentar vaciar el porvenir de todo contenido utópico. Por el contrario, cae en el inane triunfalismo: el triunfo de la epifanía liberal, esto es, del mercado, del liberalismo y de la globalización de la economía, señalando un horizonte de inusitada bondad y expectativas “paruxísticas” (si se nos permite el neologismo compuesto de las palabras: paroxismo y parusía)

Para Fukuyama el tiempo histórico es lineal y no cíclico. Influenciado por la vieja concepción teleológica (explicación en función de un fin) de la historia de Hegel a través de Alexandre Kojève (filósofo francés de origen judío-ruso, nacido Alexander Vladimirovich Kojevnikov, y que acabó como burócrata en la comisión de la Comunidad Económica Europea).

Si bien en el pensamiento de Hegel, el “final de la historia” significa un período de plenitud, Fukuyama defiende el fin del conflicto ideológico y “una universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.

Esta “fantasía lineal de la historia” (como diría Jean Baudrillard) tiene su origen en el postulado racionalista, cuya estructura exige que la historia camine en una dirección y posea un sentido: el de la superación de las imperfecciones de la realidad en un proceso diacrónico lineal dirigido hacia una meta, a saber, la perfección definitiva que es la racionalidad total. Según la tradición hegeliana, el avance del pensamiento se realiza a través de las estructuras dialécticas (tesis, antítesis, …) pero siempre revierte una linealidad que conlleva el progreso.

En este orden de ideas, el liberalismo, con su consideración de la historia como un proceso económico apuntando hacia un fin económico (el mercado mundial), hereda y acentúa, secularizándola, la tradición historicista judeocristiana. Un proyecto extremo que niega las diferencias nacionales, étnicas, culturales en el mundo futuro y ve el mundo que vendrá como el mercado planetario dirigido por las leyes económicas. Digamos que esta es la utopía liberal que existe desde la época de Adam Smith, y que en nuestra época se ha extendido por todo el planeta gracias a la universalización de las ideas de los economistas von Hayek y Friedmann.

Fukuyama afirmó que el proceso histórico tocó a su fin con el entierro de la “guerra fría”. Disuelta la URSS, el liberalismo occidental se proclamó único vencedor en la contienda ideológica. Esto supuso un disolvente para todos los países que, tras la desaparición de la amenaza totalitaria comunista, comenzaban a renacer.

Por tanto, el libro de Fukuyama (editado a lo largo y ancho del planeta en todos los idiomas) fue parte de una estrategia de desestabilización calculada y de engaño, con el objetivo de imponer un nuevo orden internacional basado en los principios de un dinámico pragmatismo. De hecho, todos los países del Este que salieron del yugo comunista creyeron que su historia realmente comenzaba a partir de 1989. Se habló incluso de recuperar el tiempo congelado. Es más —como dijo el filósofo francés de origen judío, André Glucksmann— “salir del comunismo es volver a la historia”.

“Todo el mundo respira ante la idea de que la Historia, asfixiada un momento por el dominio de la ideología totalitaria, recupera su curso de la mejor de las maneras con el levantamiento del bloqueo de los países del Este. El campo de la Historia se ha reabierto finalmente al movimiento imprevisible de los pueblos y a su sed de libertad”, dijo entonces Baudrillard (25).

Los acontecimientos quedaban abolidos por la información de los medios de comunicación con su inflacionaria inmediatez. La historia, por tanto, dejaba de ser lineal.

La cuestión era distraer la atención del mundo de la fase crucial de transición en Europa del Este y la URSS desde el estalinismo hacia la economía de mercado y el pluralismo político. Los cambios estratégicos fueron muy rápidos. Así, una vez deshechos los regímenes marxistas-leninistas, las expectativas alimentadas por las promesas de la comunidad democrática global se vieron defraudadas, dando lugar al retorno de secesión étnica, destierro y genocidio.

La arrogancia y la inquisición liberal que Fukuyama expresa es más que significativa, con el objetivo de decidir cuáles son las partes del viejo mundo que deben morir, y qué es lo que representa el futuro. En consecuencia, como todos los liberales, acaba colocando el apocalipsis por encima de la cosmogonía. Su obra sigue asentada en la conciencia del historicismo revolucionario. Por tanto, la historia no ha llegado a su fin, porque todavía no ha abandonado el carácter mesiánico de que la había dotado la idea de revolución. Porque no falla la utopía. Continúa creyéndose en la utopía hacia delante.

Constatado el vacío ideológico ¿quién cree encontrar en la revolución el sentido de la historia? No quedando certidumbres salvadoras, ¿qué recetas da el liberalismo para remontar la historia? Amar la incertidumbre (principio de la información), aprender de la propia experiencia y navegar contra el viento.

La incertidumbre filtra, desvirtúa y convierte a la historia en simulacro de la realidad. Ya no es posible afirmar la superioridad de una época sobre las otras, ni la de un modelo de sociedad sobre otros. Reina por doquier el escéptico relativismo.

La historia consiste ahora en una aproximación sentimental al pasado, aboliéndose cualquier característica que la considere como una disciplina, entre ellas: la toma de distancia. La historiografía judeocristiana se encarga de que siga prosperando la confusión entre memoria e historia, y de que se siga tiñendo el presente con pasiones no tamizadas por el tiempo, porque siempre quieren que la historia sea psicológica, apelando al substrato de emociones, pasiones y reacciones donde tienen su raíz los estados de opinión. Por todos los medios impiden que el oficio del historiador no proyecte sobre el pasado una mirada analítica, no selectiva y desprovista de tabúes, con el objetivo de que la memoria permanezca turbia. De manera que –por decirlo con palabras de Baudrillard—, “la historia ya no llega a sobrepasarse ni a soñar su propio fin; la historia se hunde en su efecto inmediato, se agota en sus efectos especiales, implosiona en la actualidad” (26).

Por tanto, no son ya posibles ni el silencio, ni los eufemismos, ni las coartadas, ni la neutralidad moral. Ante la dictadura cultural del judaísmo, que ve la historia como catástrofe continua, urge renegar de las lucubraciones que toda utopía suscita. Y volver al modelo básico del movimiento de lo real: lo cíclico, la estructura dinámica de lo natural, de los procesos de la naturaleza, donde cada parte recibe su sentido último a través de su relación con el todo.




NOTAS

1.- Cit. Por Helga Geyer-Ryan, “Construcciones contrafácticas: la filosofía de la historia de Walter Benjamin”, en Debats, nº 26, dic. 1988, Valencia, pp. 43-51.
2.- Ibidem.
3.- Pedro Carlos González Cuevas, “Tres libros de Ernst Nolte”, en Veintiuno, nº 33, Madrid, primavera 1997, pp. 137-140.
4.- Antonio Elorza, “El revisionismo de Ernst Nolte”, ABC Cultural, Madrid, 8-7-2000, p. 27.
5.- Ibidem.
6.- Antonio Morillas Esteban, “El papel de los fascismos y la polémica sobre la unicidad de los Holocaustos”, http://www.agongen.com
7.- Ernst Nolte, “Más allá de las barreras ideológicas”, en Françoist Furet y Ernst Nolte, Fascismo y comunismo, Alianza Editorial, Madrid 1999, pp. 25-26.
8.- François Furet, “Sobre la interpretación del fascismo por Ernst Nolte”, ibidem, p. 12.
9.- Shayj Abdalqadir al-Murabit, La primera guerra de los banqueros, Murabitun, Granada, s/f.
10.- Expresión acuñada por Shayj Abdalqadir al-Murabit.
11.- Ver: http://www.abbc.com/aaargh/espa/Vtizquierda.html
12.- Shayj Abdalqadir al-Murabit, Para el hombre que viene, Ediciones Ribat, Granada 1988, p. 23.
13.- Ibidem, p. 76
14.- Norberto Ceresole, “Palestina: la única víctima del Holocausto”, ver: http://www.ceindoeuropeos.com/palestina.htm, y http://www.abbc.com/aaargh/espa/ceres/Venezuela2000.html
15.- F. Furet y E. Nolte, Fascismo y comunismo, op. cit., p. 70.
16.- Ibidem, p. 97.
17.- Tzvetan Todorov, Memoria del mal, tentación del bien, Ed. Península, Barcelona 2002.
18.- Bernard-Henri Levy, “El caso Nolte: respuesta a Jean-François Revel”, diario El Mundo, 19-5-2000, p.18.
19.- Dicho sea de paso, Deborah Lipstadt, en su particular juicio por injurias con el historiador británico David Irving, reconoció que éste “está en lo correcto al indicar que los documentos contemporáneos, planes, correspondencia con los contratantes y afines, brindan poca evidencia clara de la existencia de cámaras de gas diseñadas para matar humanos”.
20.- Ver cita 12 de: http://clio.redirir.es/articulos/Problemas.htm
21.- Norberto Ceresole, “Conversaciones con Ernst Nolte”, en La falsificación de la realidad, Ediciones Libertarias-Prodhufi, Madrid 1998, p. 362.
22.- Valgan dos ejemplos: Uno del filósofo angloaustríaco de origen judío Karl Popper, siempre constante en su irónico canto a la relatividad del conocimiento, para quien “la historia es una sucesión de ideas idiotas” (ver Patxi Ibarrondo, “Karl Popper: La historia es una sucesión de ideas idiotas”, diario El Sol, Madrid 4-8-1991, p. 47). Otro ejemplo es la opinión del historiador judeobritánico Eric Hobsbawn, para quien “la historia es el registro de los crímenes y de las locuras de la humanidad” (Eric Hobsbawn, “Historia del siglo XX”, diario El País, 29-10-1995, pp. 18-19).
23.- Ramón Bau, “E. Nolte y el Debate de los Historiadores”, en Bajo la Tiranía, nº 38, enero 2002, pp. 13-14.
24.- Georges Corm, Le Prôche-Orient Eclaté —II. Mirages de la paix et blocages identitaires 1990-1996, La Découverte, París, marzo de 1997, pp. 227-228; citado por Norberto Ceresole, “El Mito del Holocausto y la conciencia occidental”, en La Falsificación de la realidad, Ediciones Libertarias, Madrid 1998, p. 333.
25.- Jean Baudrillard, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona 1991, p. 103.
26.- Jean Baudrillard, La ilusión del fin (La huelga de los acontecimientos), Anagrama, Barcelona 1993.


Yasin Trigo

(Publicado en la revista de Historia y pensamiento “Handschar”, nº 4, Año III, Otoño/Invierno 2002, Ponteceso (A Coruña), pág. 9-20)